La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

martes, 3 de enero de 2017

Estimados seguidores del blog “Los valores de la izquierda”:

Tengo el placer de presentaros mi novela, “Un himno a la alegría” (también en su versión en catalán: “Un himne a l’alegria”), disponible en la web de Amazon.

Aunque, como podréis deducir del título, y de la descripción que puede consultarse en los enlaces que se encuentran bajo, la temática principal del libro no es la política, en él no he podido ignorar los problemas sociales de la actualidad, y creo que he reflejado mi visión de una izquierda crítica y no dogmática, o si queréis liberal progresista, pero siempre en la defensa de los valores éticos de progreso, libertad y justicia, y desde el respeto a todas las personas con distintas ideas.

Podéis consultar la descripción y leer las primeras páginas en los siguientes enlaces:


Versión en castellano:
http://www.amazon.es/dp/B00V8T8G12
Versión en catalán:

http://www.amazon.es/dp/B00V8T995O

Web dedicada a la obra, con diversos artículos sobre el argumento, los temas de la obra, los personajes, la estructura narrativa, etc.: http://www.unhimnoalaalegria.com/

Página de Facebook: https://www.facebook.com/himnoalegria.himnealegria

domingo, 14 de abril de 2013

Por la república


Imaginaos que el rey no hubiese sido nombrado por un dictador. Imaginaos que la historia que nos han contado sobre que el rey trajo la democracia, que la defendió heroicamente contra los golpistas durante el 23-F, etc., fuese todo cierto. Imaginaos que el rey no cazara elefantes, que él y su familia fueran modélicos, que Urdangarín fuese un honrado entrenador de baloncesto, etc. 

Imaginaos que en España hubiese habido cuatro repúblicas (aún serían menos que en Francia), y que todas ellas hubieran sido un desastre. 

Imaginaos todo lo que queráis. Pues aún así, todavía deberíamos continuar reivindicando la REPÚBLICA. ¿Por qué? 

- Porque creemos que la democracia y la transparencia deben llegar a todas las instituciones del Estado, incluida la jefatura.

- Porque pensamos que todos los ciudadanos deben ser verdaderamente iguales ante la ley y que nadie puede ser “irresponsables ante la ley”, como el jefe de estado actual.

- Porque nadie debe poseer ventajas estamentales o privilegios especiales de familia, sino que todos los que accedan a los cargos o instituciones públicas lo deben hacer habiéndose ganado la confianza de sus ciudadanos en unas elecciones libres.

- Porque lo que interesa de verdad de los cargos públicos, incluido el jefe de estado, no es su vida privada, sino su actuación pública, de la cual deben dar cuentas ante los representantes de la ciudadanía elegidos democráticamente.

- Porque creemos que la monarquía, como sistema mediante el cual una familia es portadora de la representación máxima del Estado y una persona ejerce el cargo de jefe del Estado por herencia, es una institución obsoleta y residual, herencia del Antiguo Régimen feudal, anterior a la modernidad, totalmente incompatible con la idea de igualdad de derechos de todas las personas e incluso con la democracia.
 
14 de abril, Día de la República

martes, 26 de febrero de 2013

Sobre un libro que no leeré

Hace poco oí una entrevista radiofónica a Alberto Garzón, economista y diputado de Izquierda Unida, que tenía como objetivo presentar su reciente libro La gran estafa. La seguí con gran interés, esperando escuchar algo nuevo, alguna alternativa válida en las propuestas de un economista de izquierdas representativo de los nuevos movimientos de contestación aparecidos recientemente. Sin embargo, he de decir que me defraudó profundamente: los mismos tópicos, las mismas teorías caducas, los mismos lugares comunes y falsas alternativas de siempre.

No pretendo hacer un análisis riguroso del contenido de la entrevista, ya que no puedo citar literalmente sus palabras. Me limitaré a exponer la impresión recibida, recogiendo lo esencial de sus argumentos y esperando no traicionar la esencia de su discurso; si cometo algún error grave, espero que alguien me corrija.

El primer lugar, y haciendo referencia al título de su libro, para él la crisis es, efectivamente, una estafa. Con ello recoge y se hace eco de la consigna popular “no es una crisis, es una estafa”. Y, efectivamente, en la crisis económica actual puede haber un gran contenido de estafa; pero, a falta de un análisis riguroso, si nos limitamos a la consigna no avanzaremos nada en la comprensión del origen y de las causas de la crisis, y de sus posibles soluciones.

Porque, para él, los “estafadores”, los causantes, y al mismo tiempo los beneficiarios de la crisis son los de siempre: los mercados, los bancos, las grandes empresas, el gran capital, etc., que se han beneficiado de la transferencia de recursos de los trabajadores hacia ellos. Claro; esto suena muy populista, y es recibido con complacencia por los oídos a los que se dirige. Pero este tipo de argumentaciones olvida que entre los bancos, los que se han revelado como inviables y han ocasionado más erosión a la Hacienda pública han sido algunas de las antiguas cajas de ahorro, gestionadas y dirigidas por instancias estatales, y que el conjunto de bancos privados y grandes empresas han visto recortado su patrimonio, como media, a la mitad desde el inicio de la crisis, tal como podemos observar sólo con mirar las cotizaciones bursátiles o el índice Ibex; y ello sin contar el gran número de pequeñas y medianas empresas que se han ido a la quiebra. Desde luego, los que más han sufrido la crisis han sido y son los trabajadores que han perdido su puesto de trabajo, o los que han perdido parte de su poder adquisitivo y prestaciones sociales; pero es demagógico afirmar que “el capital” (excepto unos cuantos ejecutivos aprovechados, a los que habría que ajustar cuentas) ha salido de rositas o se ha beneficiado de la crisis.

Por supuesto, el entrevistado se ha mostrado contrario al sistema económico actual. Pero, como casi siempre, no se ha atrevido a dar una alternativa clara. Únicamente ha apuntado su opción por una “banca pública” (como si no hubiésemos padecido las consecuencias de la catástrofe de las cajas de ahorros) y por la “nacionalización de grandes empresas” (como si no conociésemos la ineficiencia y el derroche de recursos que las empresas estatalizadas han supuesto en todas partes y en todas las épocas). Ha avalado, sin la menor crítica, a ciertas dictaduras tropicales, y se ha mostrado correferente de Rifondazione Comunista en Italia. En fin, se ha declarado partidario de una “economía al servicio de la sociedad”, es decir, fuertemente controlada por el Estado, burdo eufemismo de una economía colectivizada, de tipo socialista o comunista –pero claro, sin citar estas palabras (excepto en la referencia directa a sus correligionarios italianos), para no asustar a la gente–. Y ello, obviando que su concepción de la economía al servicio de la sociedad, “para que produzca lo que la sociedad necesita, y no lo que sea un negocio”, consiste precisamente en quitar a la sociedad los recursos económicos para traspasarlos al Estado, como si un puñado de burócratas pudiesen conocer de antemano “lo que la sociedad necesita” mejor que los propios ciudadanos interactuando libremente a través del mercado; y olvidando el fracaso de los sistemas colectivistas en todas las ocasiones en que se han experimentado, que han desembocado siempre en dictaduras burocráticas –o lo fueron ya desde sus inicios– por el mismo desarrollo normal de su idiosincrasia.

Pero cuando le han preguntado sobre soluciones concretas a la crisis, olvidando sus principios colectivistas, se ha mostrado partidario de “soluciones monetaristas”, bien sea recuperando para España la capacidad de la política monetaria (con otras palabras, salir del euro, obviando el empobrecimiento económico y el retroceso social que ello supondría), o bien aplicando dichas soluciones a escala europea. Y aquí, lamentablemente, cae en la misma contradicción que muchos otros de su corriente ideológica: por una parte, afirman que la crisis actual no es una crisis como otra cualquiera, sino una “crisis del sistema”, que sólo puede resolverse mediante una contestación global al sistema; por otra parte, se remiten, para salir de la crisis, a recetas de la más pura ortodoxia económica keynesiana, es decir, a medidas que se quedan completamente dentro del sistema. Pero lo más grave es que bajo el tecnicismo “soluciones monetaristas” (independientemente de la dudosa efectividad de dichas medidas) se oculta lo que en realidad significa: tirar de la máquina de hacer billetes, con la consiguiente inflación (que debería ser galopante, para que tuviese algún efecto real), devaluación de la moneda y empobrecimiento generalizado de la sociedad, y particularmente de sus sectores más productivos.

En el único punto en que estoy de acuerdo con lo manifestado por el señor Garzón, y he de destacarlo, es en su contestación respecto a la forma de estado monárquica, y en su opción republicana. La solución no es que el rey abdique en el “ciudadano Felipe” o en cualquier otro, sino que se convoque un referéndum donde el pueblo pueda manifestar libremente y pueda elegir entre monarquía y república.

En fin, y volviendo al terreno económico, pienso que las teorías del señor Garzón no sirven ni para salir de la crisis ni para construir una alternativa ideológica compatible con los valores de la izquierda (libertad, solidaridad, progreso, igualdad de derechos y de oportunidades, etc.) y con el método científico. Creo firmemente que, si se implementara la “alternativa global al sistema” que propone el señor Garzón, no sólo no se resolvería la crisis y el paro, sino que éste aumentaría y la economía se hundiría, precisamente en perjuicio de los más necesitados. Francamente, no me apetece leer su libro; uno tiene un tiempo limitado y debe seleccionar cuidadosamente sus lecturas. Esperaré que alguien que esté de acuerdo con sus presupuestos ideológicos lo lea y lo resuma, para poder hacer los comentarios pertinentes. Y mientras tanto, lamentablemente, no me queda más opción que relegar las teorías del diputado Garzón al grupo de las que, en una entrada reciente, yo calificaba de “otras opciones que han demostrado su fracaso tanto teórico como práctico”. Ésta es mi opinión.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Los ciudadanos exigimos soluciones

Estamos ya cansados de discursos, de prédicas y de monsergas, y exigimos soluciones a los problemas más acuciantes del país; en particular, al más dramático y preocupante, consecuencia directa de la crisis y origen de otros males que pueden llegar a ser trágicos: el paro. 

Y seamos claros: ni los economistas ni los políticos tienen una receta única y aceptada universalmente para resolver el paro y salir de la crisis, porque si la tuvieran, la expondrían claramente y ya la hubiesen aplicado; pero sí que tienen los medios para acercarse a la solución, que son el raciocinio y el método científico. Olvídense de prejuicios ideológicos, de intereses partidistas, y utilícenlos.

Existen, al menos, dos teorías económicas principales razonables sobre el origen de la crisis y las posibles soluciones: la teoría keynesiana y las teorías liberales plasmadas en su versión más coherente por la Escuela Austríaca de Economía; y digo razonables en el sentido de que existen distinguidos economistas, muchos de ellos con la aureola de su cátedra o incluso de sus premios Nobel correspondientes (no me refiero ahora a otras opciones que han demostrado su fracaso tanto teórico como práctico) que mantienen la una o la otra. La primera es defendida, de manera más o menos coherente, por los partidos socialdemócratas; la segunda no tiene representación política parlamentaria, puesto que aunque el Partido Popular se presentó con un programa "liberal" en la economía (aunque profundamente conservador y reaccionario en muchos otros aspectos), en la práctica ha llevado a cabo ciertos recortes en terrenos que deberían haber sido los últimos en ser recortados, ha mantenido intacta la estructura burocrática de un Estado hipertrofiado e ineficiente y ha engañado a sus electores con una subida masiva de impuestos en tiempos de crisis contraria a toda lógica económica.

Pero veamos: ambas teorías no pueden ser al mismo tiempo correctas. ¿Está el origen de la crisis en la "avaricia" de los "mercados" y los "especuladores", o en la manipulación de los tipos de interés por parte de los bancos centrales? ¿El problema es la falta de gasto o la escasez de ahorro? ¿Deben subirse los impuestos "a los ricos", o deben bajarse todo tipo de impuestos, sobre todo los que lastran el ahorro y la inversión? ¿La reforma laboral, ha provocado más paro aún, o bien se ha quedado corta? ¿Debe mantenerse, o incluso incrementarse, el gasto público solicitando para ello una moratoria en los compromisos de recorte del déficit, o debe reducirse decididamente el tamaño del Estado? ¿Puede el Estado impulsar por sí mismo el crecimiento, o deben liberalizarse todos los mercados a fin de que los empresarios puedan llevar a cabo sus proyectos y absorber el paro existente? A cada una de estas preguntas, y a otras muchas más que podríamos formular, cada una de las escuelas económicas en liza (la keynesiana y la liberal) nos dan respuestas contradictorias en un debate academicista y estéril que se prolonga desde hace décadas, mientras que nuestros políticos –de todo el arco parlamentario– están completamente desorientados, instalados en la ignorancia, en la ineptitud o en la indecisión, con propuestas incoherentes con lo que hicieron cuando gobernaban o con prácticas completamente contrarias a lo que prometieron, en un permanente diálogo de sordos que ya no interesa a nadie. Son indudablemente cuestiones complejas, pero a todas ellas debe haber una respuesta correcta, y sólo una, y ésta es independiente de la ideología o de los apriorismos; son cuestiones puramente técnicas, que deben abordarse, como ya he dicho, mediante la razón y el método científico.

No me voy a mantener neutral entre una postura o la otra, y no voy a ocultar mi mayor proximidad, después de algunos años de estudio, lectura y reflexión, por las propuestas liberales. En otra ocasión expondré con más detalle los motivos de esta opción personal. Pero lo que menos importa ahora es lo que yo opine; yo no soy economista ni político. Tampoco importa demasiado lo que opinan los políticos, porque la mayoría tampoco son expertos en la materia. No voy a ser yo el que pretenda desoír el resultado de las urnas, ni clamar por un gobierno de tecnócratas. Pero, como ciudadano, sí que exijo que se aclaren entre ellos, que olviden sus rencillas, sus intereses electorales particulares y sus ansias de poder, y que intenten buscar soluciones consensuadas, que solamente pueden venir por la vía técnica. También me siento en la obligación de pedir a los economistas que dejen la torre de marfil de sus cátedras y que bajen a la arena pública, al debate y a la confrontación de ideas con sus compañeros de claustro, con sus adversarios teóricos, e ilustren con su saber, quizá también con sus dudas, al conjunto de la sociedad. Ya sé que muchos economistas han intentado contribuir con sus libros o con sus artículos ofreciendo análisis y propuestas, desde la perspectiva de cada uno, en muchos casos muy valiosas. Pero ahora eso no basta; hay que mojarse, comprometerse en el debate en la calle, y quizá en la tareas de gobierno.

Los líderes de unos partidos y otros, por encima de la refriega parlamentaria, se han ofrecido la colaboración en diversos aspectos. Pero el terreno donde más urge la colaboración es el económico. Convoquen urgentemente comisiones paritarias de economistas de prestigio de una y otra opción, incluyendo también a aquéllos que puedan mantener una posición ecléctica. Promuevan el debate público y abierto. En nuestro país existen suficientes profesionales de la economía que puedan aproximarse a soluciones que nunca serán mágicas, que pueden no ser completas ni definitivas, pero que pueden indicarnos el camino. También existen ya suficientes experiencias de países que han seguido unas políticas u otras; obsérvense los resultados obtenidos, teniendo en cuenta las circunstancias de cada país. Confróntese las ideas y los datos con verdadero espíritu crítico, de servicio a la sociedad, por encima del prestigio profesional y de los intereses de capilla. Y después, los políticos, siempre respetando los resultados de las urnas y las mayorías parlamentarias, olvídense de sus intereses electoralistas y pongan por encima los intereses del país; expliquen con claridad a la ciudadanía los resultados y las conclusiones, aunque sean parciales, de los expertos, y pónganlas en práctica, por muy impopulares que puedan parecer. Todo esto no nos garantizará resultados infalibles e inmediatos, pero cualquier cosa es preferible al marasmo actual. La sociedad se lo exige.

domingo, 6 de enero de 2013

El telediario y los Reyes Magos


El telediario de TVE de mediodía de hoy me ha indignado profundamente. Todos los niños que han salido en el reportaje han recibido todo lo que habían pedido a los Reyes Magos, e incluso más; el mundo es perfecto y todo es felicidad por doquier. No se han acordado para nada de los millones de niños cuyos padres están en el paro o con graves dificultades y que sin duda no habrán podido, muy a su pesar, regalarles lo que deseaban; por no hablar de los niños sin hogar, etc. Me parece una muestra de desprecio por la realidad, de falta de respeto y de sensibilidad, insoportable en un medio público.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Las pérdidas del Estado en la banca pública

La operación de venta del Banco de Valencia a Caixabank ha desatado mi más profunda indignación, y supongo que la de muchos ciudadanos.

Como es sabido, el Banco de Valencia estaba integrado en el grupo Bancaja (después, Bankia), que era su accionista mayoritario; es decir, formaba parte del sistema de banca pública, que fue objeto de una desastrosa gestión de los políticos –en este caso, del PP valenciano– y que como otras muchas cajas de ahorros del resto de España se vieron sometidas a los intereses particulares y partidistas, y en muchos casos a prácticas corruptas que están siendo objeto de investigación judicial.

Fruto de esta “gestión pública” –más bien, podríamos decir “ingestión” o “indigestión”–, el banco tuvo que ser intervenido –es decir, nacionalizado– por el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB, otra instancia del Estado) en noviembre de 2011, mediante la inyección directa de 1.000 millones de euros en capital y otros 2.000 millones en forma de crédito.

Ahora, la operación de venta a Caixabank se materializa mediante una ampliación de capital en el Banco de Valencia, suscrita por el FROB, por valor de 4.500 millones, con carácter previo a la venta de su participación mayoritaria en el banco por el valor simbólico de un euro. Hablando claro, esto significa que el Estado, por medio del FROB, reconoce que el Banco de Valencia no vale nada, que está en situación de quiebra y que los 5.500 millones de euros (4.500 actuales más los 1.000 inyectados anteriormente) invertidos por el Estado en capital pierden todo su valor y se han esfumado: sólo servían para intentar tapar el inmenso agujero producido por años de gestión, cuanto menos, ineficiente; y ello, sin contar los 2.000 millones de crédito, que será de dudosa recuperación. Además, el FROB (es decir, el Estado) suscribe un esquema de protección de activos (EPA) mediante el cual cubrirá el 72,5% de las pérdidas que se produzcan en la cartera de activos del banco, con lo cual la aportación final del Estado está aún por determinar.

Todo esto debe sumarse a las pérdidas registradas en una operación similar que se realizó hace unos meses mediante la venta de la Caja de Ahorros del Mediterráneo al Banco de Sabadell, también por un euro, que costó al Estado 5.249 millones en capital perdido (2.800 en el momento de la nacionalización más 2.449 antes de la venta), sin contar las pérdidas futuras derivadas del correspondiente EPA. Es decir, las pérdidas efectivas y realizadas del Estado en el sector de banca pública, sólo en estas dos operaciones, ascienden, como mínimo, a 10.749 millones de euros, es decir, más de un 1% del PIB, que deberá sumarse al déficit público de este año o, si la contabilidad creativa lo permite, del que viene. ¿Quién se supone que paga toda esta “fiesta”? Adivínenlo los lectores.

Es de destacar que no se trata de “ayudar o salvar a la banca con dinero público”. Podrá ser discutible si el Estado debe “salvar” o no a determinados bancos a fin de asegurar la estabilidad del sistema financiero, y la opinión de los expertos está dividida en este punto. Pero lo que está fuera de toda duda, porque lo confirma la realidad de los hechos, es que en nuestro país la banca privada, sometida a los criterios y a la disciplina del mercado, no ha necesitado hasta ahora la ayuda del Estado, sino que han sido sus accionistas los que han asumido las minusvalías derivadas de los descensos de cotización. Ha sido en el sector de las antiguas cajas de ahorro y entidades sometidas a ellas (controladas por las comunidades autónomas y los ayuntamientos, es decir, por instancias del Estado) donde se han concentrado la gestión nefasta, los desaguisados y las corruptelas que han conducido al desastre actual; y todo ello, con la connivencia del Banco de España, el teórico regulador (también estatal, claro está). Es decir, no es que el Estado haya “salvado a la banca”, sino que el Estado se ha salvado a sí mismo, o más bien ha reconocido su ineptitud primero pasándose la patata caliente de unas instancias estatales a otras y finalmente reconociendo sus pérdidas, mientras unos consejeros nombrados a dedo por los partidos políticos y los sindicatos se han repartido impunemente millones de euros procedentes de nuestros bolsillos.

Una seria advertencia, pues, para todos aquellos que desconfían de “los políticos” en general pero siguen defendiendo la existencia de una banca pública gestionada por estos mismos políticos, o por otros que no se diferenciarían en nada de los actuales en cuanto a incentivos, intereses y ignorancia, y que sin duda realizarían una gestión igualmente ineficiente, interesada y eventualmente corrupta.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Cataluña: por la libertad y el entendimiento

En Barcelona se produjo el día 11 de septiembre una movilización sin precedentes, que modifica las coordenadas políticas no solamente de Cataluña, sino las de España en su conjunto. No tiene sentido ignorarla ni intentar minimizarla con argumentos o justificaciones del tipo de que muchos manifestantes no eran propiamente independentistas, que estaban allí como protesta por la crisis, por el descontento con el fallo del Tribunal Constitucional respecto al Estatuto, etc. Ello puede ser cierto: quizá sólo un porcentaje indeterminado de los que asistieron a las movilizaciones, a la hora de verdad, no votarían a favor de la independencia; pero no es menos cierto que el lema de la convocatoria era inequívoco, y que la totalidad de los asistentes sabían a lo que iban, y no se sienten incómodos, sino más bien complacientes, con la idea de la independencia. Es necesario reconocer que, sean cuales sean las causas, una base amplísima del espectro social del catalanismo se ha desplazado claramente hacia posiciones independentistas; ya no se puede seguir pensando que el independentismo es y será siempre una opción minoritaria. Y se trata de una ola creciente. 

En primer lugar, debo expresar mi respeto hacia la opción independentista, como hacia todas las opiniones que se expresen en libertad y de manera pacífica, y mi defensa inequívoca del derecho de los pueblos a decidir su futuro. Sin embargo, considero que en una época en que el futuro de la construcción europea pasa por la cesión progresiva de la soberanía de los estados existentes a una Europa fortalecida en un contexto de libertad, democracia y paz, tiene poco sentido crear nuevos estados, que no serían otra cosa que obstáculos y barreras a la convivencia. Siempre me he sentido, como valenciano de padres castellanos y felizmente casado con una latinoamericana, partícipe de los dos ámbitos culturales que conforman mi existencia: el ámbito catalán, entendido en sentido amplio e integrador, como espacio cultural y lingüístico abierto a todos los territorios que compartimos la misma lengua, por encima de particularismos y denominaciones locales igualmente legítimas, y el español o hispanoamericano, como una de las culturas más ricas del planeta). Desde muy joven procuré aprender la lengua de mi país, y la cultivo y uso, junto a la mía de origen, en cualquier tipo de situaciones. Considero igual de “míos” a Ausiàs March, Cervantes, Salinas, Verdaguer, García Márquez, Lluís Llach, Javier Marías, María del Mar Bonet, Màrius Torres, Pío Baroja o Estellés. Me siento orgulloso de mi ciudadanía española, como expresión de un ámbito de convivencia en libertad y solidaridad, y no tengo problemas para usar el término España para referirme a este ámbito de convivencia o al estado que lo vertebra, aunque a veces uso también Estado español para no caer en repeticiones léxicas. No obstante, no me gusta usar el término nación, porque tras varios años de investigación y algunas publicaciones que ahora no suscribiría, no conseguí hallar una definición satisfactoria para dicho término. No me considero “nacionalista” porque creo que la pertenencia a un ámbito identitario no debe ser exclusiva ni excluyente; en este sentido, recomiendo el libro de Amin Maalouf que resumo en mi “Resum del llibre ‘Les identitats que maten. Per unamundialització que respecti la diversitat’”. 

Por todo ello, considero que la opción de convivencia más razonable, el “encaje” más adecuado entre Cataluña y el resto de España, es un estado federal, que tan bien funciona en países como Suiza, Estados Unidos y Alemania. Considero que el futuro de los pueblos pasa por superar las fronteras existentes y no por crear otras nuevas. 

Me preocupa, sin embargo, la postura del conjunto de los españoles respecto al tema. Muchos, me gustaría decir que la mayoría, han reaccionado ante la gran manifestación de Barcelona con sorpresa, admiración y respeto. Otros han exhibido posturas más o menos destempladas. Después de siglos ignorando o ocultando el problema catalán, o intentando barrerlo debajo de la alfombra, muchos parecen haber despertado de su bello sueño de la “nación española única e indivisible” y se han topado de bruces con la dura realidad. Es curioso que ahora oigamos hablar de estado federal (como mal menor) a muchos que nunca habían aceptado ni siquiera el estado de las autonomías. 

Se plantea a los catalanes la acusación de “insolidarios”: quieren –se dice– separarse porque son los más ricos y no desean aportar su parte a las regiones españolas más desfavorecidas. Apuntaré de paso que la postura oficial de Artur Mas, de reclamar el “pacto fiscal” y al mismo tiempo apuntarse a la locomotora en marcha de la independencia, me parece irresponsable y contradictoria; es como si en una pareja que está planificando su presupuesto para comprar un piso, uno de ellos plantease la separación: ya no tendría sentido comprar el piso. Sin embargo, debe recordarse que la solidaridad es voluntaria; no puede ser impuesta. Entre otras cosas, porque si se impone se convierte en un expolio que lastra la capacidad de desarrollo propio de los receptores eternos de solidaridad. No es correcto que se piense que “los catalanes, de las piedras hacen panes”, y al mismo tiempo que se pretenda esquilmar parte de dichos panes sin preocuparse por desarrollar los medios para fabricarlos por uno mismo. 

No tiene sentido, en mi opinión, plantear argumentos como que Cataluña independiente quedaría empobrecida, que quedaría fuera del euro, etc. Es cierto que, en un primer momento, una Cataluña independiente quizá perdiera parte de su cuota de mercado en el resto de España, o que algunas grandes empresas con sede actual en Barcelona se trasladarían a Madrid. Pero no voy a descubrir nada nuevo si recuerdo la tradición comercial e industrial de Cataluña, y su capacidad de iniciativa para salir adelante. Y a nadie se le puede ocultar la vocación europea de Cataluña; si así lo deseasen los catalanes, una Cataluña independiente sería inmediatamente integrada en las instituciones europeas e internacionales y en la moneda común, si es que no lo estuviese ya desde el inicio por los acuerdos alcanzados. 

Pero creo que el problema no es económico; se trata de un problema fundamentalmente identitario. Es cierto que el nacionalismo, en mi opinión, supone una exaltación, por encima de otras consideraciones, de un concepto vago y difícil de definir como el de "nación", y que los nacionalistas manejan una concepción esencialista y reduccionista de la identidad como pertenencia exclusiva a una única comunidad, en este caso nacional o lingüística, como excluyente de cualquier otra pertenencia, haciéndolas incompatibles. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que responde a una necesidad humana básica de autoidentificación y de pertenencia a una colectividad. Y cuando esta autoidentificación se siente en peligro, como ha sido históricamente en el caso catalán, surgen los conflictos, tal como advierte Amin Maalouf en el libro citado. 

Sin embargo, muchos españoles, en un ejercicio de mirar la paja del ojo ajeno y no ver la viga en el propio, estigmatizan el nacionalismo catalán olvidándose de que ellos mismos caen en el nacionalismo de tipo contrario: el nacionalismo español excluyente. No me referiré aquí a los agravios históricos –que los hay–, sino a actitudes que se manifiestan en expresiones como la "unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, sin tener en cuenta y por encima de la voluntad de sus miembros, la de “Cataluña es parte de España”, entendida como estructura eterna y fosilizada, y no modificable opinen lo que opinen los catalanes o otros pueblos hispanos, o en frases cavernícolas como el "háblame en cristiano", "esto es España y aquí se habla el español", en la supuesta "superioridad del español como lengua de España", etc., que aún se oyen de vez en cuando en territorios del Estado con una lengua distinta de la castellana. Es decir, en la negación permanente, miope y suicida de la realidad catalana y de otros pueblos de España. Creo que, lamentablemente, en el resto de España no se ha entendido ni se entiende a Cataluña ni a los catalanes, ni tampoco a los vascos, y me atrevería a decir de paso que tampoco a una parte de los valencianos. España no ha resuelto satisfactoriamente el problema del plurilingüismo y de la existencia en su territorio de pueblos que aspiran a una identidad propia y distinta de la que se les quiere adjudicar por decreto o por "derecho de conquista". 

Y la realidad, de la que no podemos huir, es que una parte creciente, quizá ya mayoritaria, de catalanes –y vascos–, sea con motivos objetivos o puramente subjetivos, se sienten agredidos respecto a su propia identidad, sienten que España no les comprende ni les respeta, y opinan que la única opción que les queda es la de “ser un país normal”, es decir, construir un estado propio. Simplemente, hay muchos que han llegado al independentismo por hartazgo, por “fatiga”, porque se sienten insatisfechos con y en el Estado español. Por suerte, no tengo experiencia en divorcios, pero creo que cuando alguien quiere separarse ambos miembros de la pareja suelen tener parte de culpa, y desde luego no la tiene siempre el que promueve la separación. Y cuando la armonía de la convivencia se rompe –si es que esta armonía existió alguna vez–, de nada sirven los reproches. 

Por ello, deben superarse las mentalidades exclusivistas que han llevado a esta situación, y debe entrarse en una vía de entendimiento que permita, de una vez por todas, un encaje satisfactorio entre Cataluña y España, donde los catalanes puedan sentirse cómodos. Una opción, para mí deseable como dije anteriormente, sería la del estado federal, un estado plurinacional que reconociese el derecho de sus pueblos a considerarse una “nación” (aunque ya dije que a mí no me gusta usar dicho término) y a decidir su futuro, incluida la separación, y la igualdad efectiva de derechos de sus ciudadanos a desarrollarse en su propia lengua y con su propia cultura. Cámbiese la Constitución si es necesario, revísese lo que haya que revisar, incluyendo el nombre oficial del Estado si hace falta, etc.; pero lléguese a un acuerdo entre iguales; no entre territorios, sino entre ciudadanos con los mismos derechos y deberes.
 
Pero quizá la locomotora que se puso en marcha el 11 de septiembre ya no pueda detenerse. Quizá ya pasó el momento, y se desaprovechó la oportunidad histórica de convivencia en un mismo estado. Si ello fuera así, contémplese la situación sin dramatismo, sin pensar que se rompe una parte de cada uno; no quedaría otro camino que el del sentido común (el seny) y, de nuevo, el del entendimiento. Por una parte, Cataluña no puede declarar la independencia de manera unilateral e ilegal, pues ello implicaría el rechazo internacional y el aislamiento. Pero por la otra, España no tendría otra opción que la de entrar en la vía de la negociación. En estos días también he oído voces histéricas recordando la inconstitucionalidad de las pretensiones de los catalanes, e incluso llamando a la intervención del ejército evocando su papel garante de la “unidad territorial de la nación española”. Seamos sensatos; si el pueblo catalán, o mañana el vasco o cualquier otro, reafirmase de manera repetida e inequívoca, bien sea por medio de movilizaciones pacíficas, de elecciones, de referéndum, etc., su voluntad de independencia, ¿alguien cree realmente que iba a ser impedimento, a medio o largo plazo, una constitución o un ejército?; ¿alguien en su sano juicio estaría dispuesto a iniciar una guerra contra Cataluña, o quizá también y simultáneamente contra el País Vasco, bajo el grito de “la maté porque era mía”?; ¿pero es que alguien cree que nos encontramos en los tiempos de los tercios de Flandes? Lo lógico, y lo deseable, sería que se actuase como en una ruptura de una pareja que desea separarse de manera civilizada. Se entraría –deseo y quiero esperar– en una vía de diálogo y negociación, donde los partidos españoles mayoritarios no tendrían más remedio que aceptar la situación; se modificaría la Constitución allá donde hiciera falta o incluso se sustituiría, y se negociarían, conjuntamente con las instituciones europeas, los aspectos económicos del asunto (deuda externa, moneda, etc.), de manera que la separación se realizase con los menores traumas posibles. Lo contrario, sería caer en la locura y en el suicidio colectivo.