Sin embargo, yo estoy de acuerdo con la reforma de la Constitución tal como finalmente ha quedado redactada. En contra de lo que afirman algunos y a pesar de la desacertada formulación inicial de Zapatero, que se acercaba a ello, esta reforma no plantea una constitucionalización del déficit cero, sino, como hemos dicho al principio, del principio de “estabilidad presupuestaria”; este principio implica que debe existir un equilibrio aproximado entre ingresos y gastos, pero no necesariamente dentro de un ejercicio, sino a lo largo de un período de tiempo más largo, que puede incluir un ciclo económico completo. Se trata simplemente de un principio de pura lógica aritmética que toda familia prudente conoce: no se puede gastar de manera sostenible más de lo que se gana, pero ello no impide que en épocas malas no pueda uno incurrir en déficits ocasionales o endeudarse por necesidades de inversión, siempre que se pueda cumplir con el pago del principal y de los intereses. Por ello, en la Constitución se habla de un límite de “déficit estructural” que podrá ser sobrepasado en caso de “catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria”.
No obstante, y aún reconociendo la necesidad de un déficit coyuntural controlado en épocas de crisis, deben recordarse los efectos nocivos sobre la economía (es decir, sobre los ciudadanos, y en primer lugar, sobre los trabajadores) de un déficit excesivo: además de hacer aumentar los intereses, es decir, los costes de financiación tanto para el Estado como para las empresas, el déficit hace que disminuya el ahorro nacional, de manera que queda lastrada nuestra capacidad de desarrollo económico a largo plazo; además, la capacidad de financiación de las empresas (y con ello, la capacidad de creación de puestos de trabajo) queda seriamente comprometida, al tener que competir con el Estado por unos mismos fondos prestables (se trata del efecto exclusión, bien conocido y descrito por la teoría económica). De la misma forma que unos gastos excesivos pueden arruinar a una familia, cualquiera puede comprender que una deuda galopante puede conducir a la ruina y a la miseria de un país.
El principio de estabilidad presupuestaria es, pues, algo completamente razonable y sensato que merece figurar en la constitución de cualquier país. Es necesario también recordar que este principio estaba ya consagrado por la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, modificada en 2006 con el voto mayoritario de los grupos de izquierdas y nacionalistas que ahora, de manera incomprensible, se oponen.
Gracias a la prudente intervención del candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, en el texto de la Constitución no se menciona ninguna cifra, sino que éstas se dejan a una posterior ley orgánica. Los topes de déficit se refieren siempre al “déficit estructural”, es decir, al que se extiende a largo plazo y no depende de la coyuntura económica; se permite así, como hemos dicho, que pueda haber años de crisis con déficit superior al fijado, que se compensen con años déficit menor o incluso con superávit, para que la media se mantenga inferior al límite.
Se deja así suficiente margen para que puedan mantenerse las políticas sociales en tiempo de crisis, e incluso los estímulos a la demanda de corte keynesiano en caso de que ello sea posible y necesario. Es falso, pues, que se constitucionalice una opción ideológica conservadora o que se pongan en peligro las políticas sociales y el estado de bienestar; por el contrario, se asegura que éste sea sostenible en el futuro, lo cual sería imposible si el Estado quebrara a causa de una política presupuestaria irresponsable.
Sobre la necesidad y la oportunidad reforma constitucional, debemos recordar que España necesita refinanciar periódicamente la deuda a corto y medio plazo que tiene acumulada, y que no puede permitirse que la desconfianza de los inversores hacia nuestra capacidad de pago eleve los intereses más allá de lo razonable. La reforma da confianza a los inversores internacionales (los mal llamados “mercados”), que deben prestarnos el dinero necesario para atender a nuestras necesidades, incluyendo los gastos en sanidad y educación y las ayudas a los más necesitados, y otorga mayor credibilidad a nuestra economía y a nuestro país. Unos intereses excesivos lastrarían nuestra capacidad para atender a dichas necesidades. La reforma no se hace, pues, para “obedecer a Merkel” o en interés de “los mercados”, sino en interés de los propios ciudadanos.
Respecto al método de aprobación, creo que la misma constitución marca los procedimientos para su reforma, indicando qué partes deben someterse a referéndum y cuáles no. Respecto al tema que nos ocupa, creo que se trata de un tema puramente técnico, que no debería ideologizarse, y por ello no debe ser sometido a referéndum, de la misma manera que no puede ser sometido a referéndum si el valenciano es catalán o no lo es. Hay una infinidad de temas, muchos de los cuales se mencionan en la Constitución, sobre los cuales yo no tengo ni idea, y no me atrevería a opinar sobre ellos, y menos a pedir un referéndum, y, más aún, si se convocara algún referéndum sobre alguno de dichos temas, me sentiría perplejo y cargado con una responsabilidad que no me corresponde asumir. ¿Cuántos de los que convocan o asisten a manifestaciones contra la reforma serían capaces de explicar la diferencia entre deuda y déficit? ¿Cuántos han oído hablar del “efecto expulsión”, ocasionado por el déficit público, a que nos hemos referido anteriormente? ¿Cuántos de los eventuales votantes se sentirían en la ineludible obligación de, antes de emitir su voto, informarse sobre las consecuencias del déficit público para la economía, digamos yendo a consultar al menos algún manual en una biblioteca? Y ello, simplemente, porque cada uno tiene sus intereses y sus preocupaciones, y los temas técnicos sólo interesan a las personas interesadas –valga la redundancia– en el tema de que se trate. Por ello, yo creo en la democracia representativa, y no en la asamblearia. En un referéndum se suele votar, más que en función del tema en concreto, en función de la simpatía o antipatía que nos ofrece el gobierno de turno, en la necesidad de castigarlo, etc.; por ello, los referéndums se prestan más al discurso demagógico que a la discusión rigurosa y al debate racional. Imaginémonos las catastróficas consecuencias para nuestro país de un resultado negativo, ocasionado por un voto condicionado por circunstancias de este tipo ajenas al tema consultado. Por ello, creo que los referéndums deben limitarse a las cuestiones ideológicas auténticamente transcendentes, lo cual no es el caso que nos ocupa.
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