La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

viernes, 22 de julio de 2011

¿Quiénes son los auténticos responsables de la miseria en el Tercer Mundo?

La milicia islamista Al Shabab veta la llegada de ayuda humanitaria al sur de Somalia (El País, 22-07-2011)


Para mí está claro, y lo he dicho otras veces. Sin negar otras posibles responsabilidades, los principales responsables son las élites corruptas y dictatoriales locales, que mantienen a sus pueblos en la ignorancia, el atraso y el aislamiento, y los señores de la guerra que por todas partes se disputan la administración de la miseria con golpes de estado, luchas y guerras fratridas que impiden cualquier tipo de progreso. Indignante.
 
Y mientras, desde el Primer Mundo, haciendo cálculos sobre cuánto dinero hace falta para acabar con el hambre. ¡Como si hubiese alguna forma de hacer llegar ese dinero a todos los que realmente lo necesitan, por encima de las mafias e incluso de los obstáculos militares, como en este caso!
 
Por desgracia, a parte de solidaridad y ayudas parciales, siempre necesarias, la única forma de resolver el problema de forma radical es que los propios pueblos se deshagan de los que los oprimen, y que además los nuevos líderes no caigan ellos mismos en la corrupción y en el despotismo. Por eso el problema es tan difícil de resolver.

viernes, 15 de julio de 2011

Rubalcaba y la socialdemocracia: mi apoyo crítico

Poco antes de las elecciones autonómicas y locales manifesté en este blog, desde la independencia personal, mi decisión de voto a favor del PSPV-PSOE, como la opción ideológicamente más próxima a mi propuesta de izquierda social-liberal y como la fuerza de izquierdas con más posibilidades de triunfo electoral (v. mis entradas “A qui votaré en les pròximes eleccions?”, y “Qué significa para mí ser de izquierdas”).

Creo que no han variado las circunstancias, y por tanto las mismas razones me impulsan a apoyar la candidatura del PSOE para las próximas elecciones generales. En este sentido, creo que el candidato elegido para la presidencia del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, es el más indicado y el que más posibilidades tiene de frenar el ascenso de la derecha. Rubalcaba ha conseguido devolver la ilusión a numerosos militantes y votantes socialistas, y aspira con fundamento a movilizar y a renovar el voto que vuelva a dar el triunfo a la izquierda.


Rubalcaba, en su discurso en el acto de proclamación como candidato el 9 de julio, ha intentado dar un giro a la izquierda y recuperar las esencias socialdemócratas para su proyecto, que habían quedado en entredicho tras las imprescindibles medidas de ajuste presupuestario y tras las necesarias reformas efectuadas por el gobierno de Zapatero, en el cual el propio candidato ha jugado un papel esencial. Ha realizado un discurso cercano a los ciudadanos, ilusionante, comprometido con los ideales y los valores de la izquierda, en el cual ha justificado la política realizada por los gobiernos socialistas. Ha hablado de trabajo y de compromiso, de esfuerzo y de solidaridad; ha hablado de progreso, de derechos sociales, de la igualdad de hombres y mujeres, de la igualdad de oportunidades, del valor de la política para resolver los problemas, de la profundización de la democracia, del fortalecimiento de la construcción europea, de los problemas de la gente, y de propuestas y soluciones concretas.


En el terreno económico, se ha mostrado en contra de los paraísos fiscales, como fuente de corrupción y de ocultación de fondos de procedencia ilegal; Ha proclamado la necesidad de una economía sana y competitiva para crear empleo, pero de la necesidad urgente de resolver el problema del paro. Ha defendido la reforma laboral como imprescindible para luchar contra el paro, pero se ha mostrado favorable a avanzar más allá, en busca de un acuerdo para favorecer al mismo tiempo la flexibilidad en la contratación y la seguridad de los trabajadores. Ha hablado de la necesidad de políticas redistributivas para compensar a los que más han sufrido por la crisis; de la necesidad de controlar el déficit, de completar la reforma financiera; de la necesidad de eficiencia en el sistema energético; del apoyo a la innovación y a los emprendedores. Entre otros muchos temas, se ha referido también a la necesidad de mejorar la calidad de la educación y dedicarle recursos, a la lucha contra el fracaso o abandono escolar, a la defensa de la sanidad pública de calidad, a la atención a la dependencia, a la conciliación de la vida laboral y familiar...


En el terreno político, se ha referido a la necesidad de la limpieza de la vida política, y a la lucha contra la corrupción; a la superación de la crispación y el sectarismo. Y se ha comprometido a realizar una propuesta de reforma del sistema electoral para dotarlo de una mayor proporcionalidad y una mayor cercanía a los ciudadanos.


Sin embargo, desde mi apoyo inequívoco y desde una valoración globalmente positiva, no puedo dejar de efectuar algunas críticas a determinadas propuestas realizadas por el candidato Rubalcaba que me parecen equivocadas, críticas que yo considero constructivas y necesarias para la clarificación ideológica de la izquierda en su conjunto.


Por ejemplo, Rubalcaba afirma: “Hablamos de que tiene que haber una tasa de transacciones financieras. Claro que la tiene que haber, solidaria con los países más pobres. La llevamos pidiendo mucho tiempo. Pero, ¿sabéis qué os digo? Que para que Europa la reclame en el mundo, la tiene que poner primero en Europa. Pongámosla en Europa y, desde la fuerza europea, pidámosla en el mundo.” Se trata de algo similar a la llamada “tasa Tobin”; habitualmente esta tasa se propone como gravamen a las transacciones financieras internacionales, como una especie de control o limitación de los movimientos especulativos de capital, y que supuestamente se utilizaría para ayuda a los países del Tercer Mundo. Rubalcaba propone su imposición primero a escala europea, y después a escala mundial, y parece que para todo tipo de transacciones financieras.


Sin embargo, en mi opinión la implantación de una tasa de este tipo sería profundamente perjudicial, sobre todo para los países a los cuales se pretendería ayudar, es decir, para los países más pobres. Ya me he referido, en otra entrada, a los inconvenientes y efectos negativos de un impuesto de este tipo (v. “Comentario crítico a Sartorius (III): ¿Debe perseguirse a los especuladores?”). No me queda, pues, sino remarcar que, a parte de los insuperables problemas de recaudación y de distribución, esta tasa funcionaría como una medida proteccionista que dificultaría los intercambios comerciales y las inversiones internacionales, y perjudicaría precisamente a los países del Tercer Mundo, para cuyo desarrollo es imprescindible el fomento del comercio y de la inversión exterior.


Una crítica semejante me permito hacer respecto a otra de las propuestas de Rubalcaba: “Estamos haciendo una reestructuración de las cajas y de los bancos. Pronto será el momento, será el momento de pedir a las cajas y a los bancos que de sus beneficios, dejen una parte para la creación de empleo. Y lo haremos y lo podemos hacer”. Aunque de forma velada, parece claro que Rubalcaba se refiere a un impuesto sobre los beneficios de la banca. Parece también deducirse de las palabras de Rubalcaba que la implantación del impuesto se defiere a algún momento propicio indefinido del futuro. El motivo de ello debe estar claro, y puede servir de respuesta a algunas de las críticas que se han vertido: un impuesto sobre los beneficios de la banca sería improcedente en el momento actual, ya que, precisamente, uno de los factores de la crisis es la falta de crédito para el buen funcionamiento las empresas, falta de crédito provocado por los problemas de financiación internacional unidos a la alta prima de riesgo que en estos momentos sufre España, que encarece la financiación; un impuesto sobre la banca en estos momentos no haría más que multiplicar los problemas de liquidez, y quizá de solvencia, de nuestras entidades financieras, lo cual reduciría aún más el crédito y ahogaría aún más la financiación empresarial, con lo cual se agravaría el problema que se pretende resolver: el paro. Rubalcaba es plenamente consciente de ello, y por ello, de manera completamente responsable, difiere su implantación para un futuro indefinido.


Pero incluso planteado como un elemento de futuro, un impuesto específico a los beneficios de la banca me plantea graves dudas sobre su procedencia y sobre su eficiencia, sobre todo si se plantea como vía para resolver el desempleo. En primer lugar, ¿por qué un impuesto específico sobre los beneficios de la banca, y no un impuesto sobre los beneficios de las compañías eléctricas, o sobre la industria maderera, o sobre las funerarias? ¿Qué tiene de especial la banca? Parece que aquí se pretende hacer un guiño a los sentimientos antibancarios de una masa de potenciales votantes de la izquierda, y en especial hacia los simpatizantes del 15-M. En un documento anterior (“Comentario crítico a Sartorius (IV): ¿Es necesaria, o conveniente, una banca pública?”) expuse el esencial papel que juega el sistema bancario como intermediario entre los ahorradores y los que necesitan fondos, y su importante papel para una asignación eficiente del capital disponible, que siempre es escaso. Igualmente, me referí a las responsabilidades de los bancos en la génesis de la crisis, de la cual no son los únicos, ni siquiera los principales responsables, sobre todo en el caso de la banca española. Pero nada de esto justifica un impuesto especial para un sector específico tan importante de la economía española y con un papel tan esencial.


Por otra parte, en otra entrada (“Comentario crítico a Sartorius (II): ¿Es de izquierdas subir (o bajar) los impuestos, especialmente las rentas de capital?”) me referí a la necesidad de recaudar impuestos para el funcionamiento del Estado, pero asimismo a los inconvenientes que plantean los impuestos como freno para la actividad y el desarrollo económico, inconvenientes que no se pueden obviar. Como allí expuse, el impuesto sobre los beneficios empresariales plantea una doble tributación: por una parte, las empresas tributan por haber obtenido beneficios, y además, los socios vuelven a tributar cuando reciben los beneficios como renta; por ello un impuesto específico sobre los beneficios es completamente desalentador para el ahorro y la inversión y para la actividad económica general.


Pero si además el impuesto se plantea como forma de lucha contra el paro, todavía me plantea más dudas. Por mucha buena voluntad que le pongamos al asunto, el paro sólo se reducirá de forma significativa cuando comience y se acelere el crecimiento económico. Y teniendo en cuenta esto, la implantación de un nuevo impuesto sólo puede retrasar dicho crecimiento, es decir, sólo serviría para poner trabas a las ruedas de la recuperación económica. Es bien sabido, incluso desde planteamientos keynesianos, que para el aumento de la demanda agregada que favorezca la recuperación es necesario, entre otras acciones posibles, bajar los impuestos, pero no subirlos. ¿Va a utilizar el Estado íntegramente el importe recaudado para crear puestos de trabajo? ¿En qué proyectos? ¿Serán estos proyectos suficientemente necesarios, productivos y eficientes? ¿Servirán para crear puestos de trabajo realmente productivos? Por la experiencia teórica y práctica acumulada sabemos que el Estado no es, en general, un buen empresario, excepto en sectores de necesidad social esencial. ¿Porqué detraer el eventual importe que podría recaudarse mediante este impuesto a la iniciativa privada, que lo utilizará sin duda para el gasto, el ahorro y la inversión, de modo mucho más eficiente que el propio Estado, de manera que se produzca el deseado aumento de la demanda agregada, se reactive la economía y se reduzca realmente el paro?


En definitiva, creo que la implantación de un nuevo impuesto no va a favorecer la lucha contra el paro, sino que va a servir para retrasar la recuperación y para agravar lo que se pretende resolver. La tarea que puede y debe hacer el Estado para resolver el paro es crear las condiciones necesarias para la reactivación económica, y hacer que el mercado de trabajo funcione de manera eficiente, de manera que cuando la recuperación se produzca los empresarios tengan los incentivos suficientes para contratar. Es decir, se debe continuar y profundizar la política emprendida desde hace más de un año (reforma laboral, reforma de la negociación colectiva...), de forma que se que eliminen las rigideces e ineficiencias de nuestro mercado de trabajo, que hacen que el paro estructural haya sido tan alto no sólo en los últimos años, sino en las últimas décadas.


Rubalcaba también dijo: “Quitamos el impuesto de patrimonio. Eran situaciones distintas, una economía diferente. Creo que ha llegado el momento de que nos lo replanteemos, de volverlo a poner, pero no de la misma manera. Porque es verdad que era un impuesto que gravaba a las clases medias y eso no lo vamos a volver a hacer. Vamos a reponer un impuesto de patrimonio que realmente grave a los grandes patrimonios que existen y que tienen que colaborar, que tienen que ayudar a aquellos que más han sufrido en la crisis para que todos salgamos juntos de la crisis. Esa es la política redistributiva en la que estoy pensando.” Es decir, Rubalcaba propone volver a establecer el impuesto sobre el patrimonio, que fue suprimido por el propio gobierno socialista hace algunos años.


Como es bien sabido, el impuesto sobre el patrimonio es un impuesto que no se devenga sobre los ingresos de cada uno, sino sobre lo que cada uno tiene, es decir, sobre el patrimonio acumulado. Este impuesto estuvo en vigor en España desde la época de la Transición, y tenía su justificación para compensar el déficit tributario que existía entonces por parte de las grandes fortunas, puesto que no había existido un sistema tributario eficiente y democráticamente gestionado. Pero un impuesto de este tipo no existe en casi ningún país de los de nuestro entorno, y en la mayor parte de los países en los que existía ha sido suprimido.


Efectivamente, este tipo de impuesto tiene graves inconvenientes y en ocasiones puede resultar especialmente injusto. En primer lugar, existen muchos activos de difícil valoración, de manera que la base tributaria debe calcularse de manera muy imprecisa. Pero sobre todo, existe una gran cantidad de activos que no producen rendimientos, o incluso que producen pérdidas (costes de mantenimiento, etc.). Incluso una gran industria puede producir pérdidas, sobre todo en sus épocas iniciales o cuando surgen dificultades. A veces existen personas que tienen un gran patrimonio pero que es completamente improductivo o incluso oneroso, y no tienen suficientes ingresos (por ejemplo, jóvenes, ancianos...) como para pagar el impuesto, si no es vendiendo los propios activos, lo cual a veces es sumamente difícil, puesto que algunos son especialmente ilíquidos. Por tanto, un impuesto de este tipo es profundamente desincentivador para la acumulación de medios de capital, necesarios para que aumente la productividad, y con ello, aumenten la demanda de trabajo, los salarios reales y el bienestar general. Muchas veces, en lugar de redistribuir la riqueza lo que hace es empobrecer a la sociedad en general. Por ello ha sido suprimido en la mayor parte de los países.


Yo pienso que es necesario un impuesto ligeramente progresivo sobre la renta, de forma que quienes más ganan paguen más, pero de manera que no se ahogue la capacidad de ahorro y de inversión de las rentas altas, necesario para la acumulación de capital. Por ello, tiene poco sentido un impuesto sobre el patrimonio; el patrimonio debe devengar impuestos cuando realmente produce ingresos a sus poseedores, y para ello ya existe el impuesto sobre la renta.


En definitiva, a pasar de estos aspectos que han sido objeto de mi crítica, valoro muy positivamente la candidatura de Alfredo Pérez Rubalcaba para la presidencia del Gobierno, y le manifiesto mi más sincero apoyo y mis deseos de que triunfe. Ciertamente, las críticas que he expresado se refieren a unas pocas propuestas, minoritarias en el conjunto del discurso de Rubalcaba, pero que han sido precisamente destacadas por los medios de comunicación. Valoro asimismo sus esfuerzos y le deseo el mayor éxito en la movilización de las masas de militantes, simpatizantes y votantes que en las pasadas elecciones autonómicas y municipales se quedaron en casa posibilitando el triunfo de la derecha. Sin embargo, creo que las propuestas, sobre todo en el terreno económico, deben ser coherentes con la realidad y con la racionalidad económica. Desde mi posición de no militante, creo firmemente en los valores de la izquierda que Rubalcaba y el PSOE representan, y pienso que estos valores son compatibles con una política económica racional y eficaz que nos saque de la crisis y que haga posible una sociedad más rica, más justa y más libre, para todos.

viernes, 8 de julio de 2011

Comentario crítico a Sartorius (IV): ¿Es necesaria, o conveniente, una banca pública?

La banca pública, o bien la nacionalización de la banca, tal como figuraba en los programas tradicionales de algunos partidos, es otro de los fetiches de cierta izquierda tradicional y dogmática, que no ha superado aún el fracaso teórico y práctico del socialismo comunista y pretende perpetuar cualquier vestigio que recuerde al Estado-empresario, con su lastre de ineficiencia. Para tratar este tema, continuaré con mi comentario crítico a la entrevista a Nicolás Sartorius publicada en el diario Público el día 19 de diciembre de 2010):

"Tengo miedo de que la reestructuración de las cajas desemboque en su bancarización"

El sector financiero, por supuesto, necesita grandes reformas. Sartorius defiende la existencia de una banca pública, lo que no significa la nacionalización del sector. "Eso de que los bancos privados son de los accionistas es relativo, porque como depositantes y contribuyentes también nos jugamos el dinero en ellos. Por eso, el Gobierno tiene que tener una presencia en las entidades financieras sistémicas a través del consejo de administración o con una supervisión y control más estrictos. Pero hay una presión fortísima de los bancos y de ciertos Gobiernos para que no se adopten más medidas. Hay políticos que responden a los intereses de los mercados". En el caso concreto de España, cree que debería existir una banca pública "complementaria de la banca privada" y alerta de lo que pueda ocurrir con las cajas de ahorros: "Tengo miedo de que la reestructuración desemboque en su bancarización".

Ciertamente, Sartorius no reclama la nacionalización completa de la banca, sino la mera existencia de una banca pública complementaria de la privada, o bien una fuerte presencia del Estado en la dirección y el control de las entidades financieras. Si, como intentaré demostrar, la propiedad estatal completa de la banca sería nefasta para la sociedad, la propiedad estatal parcial del sistema bancario sería igualmente perjudicial. Otra cosa distinta es una regulación y un control externo tan estrictos como sea necesario y como decida democráticamente la sociedad a través de sus órganos representativos. Pero dicha regulación y control deben estar basados en estrictos criterios técnicos y científicos y deben ser llevados a cabo por organismos cualificados, y no sujetos al populismo demagógico; de hecho, una regulación así ya la efectúa el Banco de España y el Ministerio de Hacienda, y ello ha hecho que la banca española (excepto lo más parecido que tenemos a una “banca pública”, que son las cajas de ahorro) haya salido relativamente bien parada de la crisis, sobre todo si la comparamos con la banca de ciertos países incluso más desarrollados que el nuestro.

El mito de la banca pública se sustenta en un razonamiento muy simple y fácil de captar por las masas: “la banca es un gran negocio; produce muchos beneficios; por tanto, es preferible que los beneficios pasen al Estado, que los dedicará a construir más escuelas y hospitales, y no a manos privadas, que los dedicarán al lujo y a la ostentación”. Esto es la “pasta” del argumento; ahora veamos los “ingredientes”, que pueden crecer en la escala de la demagogia (o de la ignorancia) tanto como se desee, hasta llegar a cosas como: “los banqueros son unos capitalistas explotadores; son unos usureros que se hacen ricos a costa de los pobres (extraña coincidencia con el pensamiento de la Iglesia medieval, que condenaba la usura, es decir, el préstamo a interés); no tienen derecho a existir”, etc.; todo ello aderezado con las consabidas caricaturas del tío gordo y repugnante con un sombrero negro, un puro en la boca y una bolsa repleta con el signo del dólar. A ello se suele unir el coro, ciertamente más refinado en las formas, de periodistas y otros “intelectuales pseudoprogres” que claman contra los grandes sueldos y enormes bonus de los directivos de la banca. En definitiva; todo lo relacionado con la banca huele mal para esta izquierda utópica; “mejor que la banca sea pública, que entre el aire fresco del pueblo, del Estado, de la democracia...”, etc.

A estos “argumentos” clásicos se une ahora la culpabilización de “los banqueros”, junto a “los especuladores” y otra gente de mal vivir, como responsables directos de la crisis. Sin pretender negar las responsabilidades de cada uno, tanto de banqueros como de prestatarios o hipotecados con poca solvencia, unos y otros se vieron arrastrados en su momento por el torbellino del endeudamiento masivo provocado por los bajos tipos de interés impuestos por los bancos centrales controlados por los estados (v. mi entrada “Resumen y comentario crítico del libro Una crisis y cinco errores”).

Además, todo el sistema bancario, sobre todo en Estados Unidos, se vio desestabilizado por la excesiva desregulación del sistema llevada a cabo por las distintas administraciones tanto republicanas como demócratas en las últimas décadas. Esta desregulación permitió el desarrollo sin control de complicados instrumentos de ingeniería financiera (que no son nocivos en sí, pero que han resultado letales al desarrollarse fuera de control), como los derivados de la titulización de préstamos concedidos (principalmente hipotecas inmobiliarias), los seguros sobre dichos préstamos y titulizaciones, etc., instrumentos que trasladaban el riesgo de los créditos concedidos fuera de los balances bancarios, lo cual desincentivaba la cuidadosa selección y el control de riesgos. Además, se creó todo un entramado de sociedades comercializadoras y distribuidoras de dichos instrumentos, legales pero fuera de la supervisión de los organismos reguladores (la llamada banca a la sombra). Todo ello, unido a los artificialmente bajos tipos de interés impuestos por la Reserva Federal (con la buena voluntad de hacer crecer la economía), impulsó el endeudamiento generalizado, el apalancamiento excesivo de las propias sociedades financieras y la proliferación de créditos de cobro dudoso, que desembocó en la crisis de las hipotecas basura.

La situación de iliquidez, insolvencia y quiebra técnica o real de muchos bancos, fundamentalmente extranjeros, originó una congelación del sistema habitual de crédito, que exacerbó los efectos de la burbuja inmobiliaria. Ante esta situación de colapso bancario, que ponía en peligro los propios depósitos de los ciudadanos y toda la economía en general, los estados decidieron acudir “al rescate” –medida discutible y discutida entre los propios economistas, pero probablemente necesaria– en forma de préstamos o compra de activos tóxicos o depreciados. Incluso algunos estados han recurrido a la “nacionalización” total o parcial de su sistema bancario, de forma que parecería que se ponía en práctica el ideario socialcomunista; pero no hay tal: se ha tratado de préstamos temporales o entradas del Estado en el capital de los bancos en forma de compras de acciones a precios de saldo y de manera temporal, que serán vendidas, en cuento se recuperen, a un precio probablemente muy superior con los consiguientes beneficios para el Estado –y de hecho, en muchos casos ya se ha producido dicha venta y beneficio.

Este colapso del crédito a nivel internacional también ha repercutido en la banca española (que como hemos dicho y con la excepción de ciertas cajas de ahorro estaba mucho más controlada y saneada en términos comparativos) dificultando la recuperación de la crisis. (Sobre el papel de la banca española respecto a la crisis, puede verse el interesante artículo de El País del día 24-06-2011 "Mejor vigilar que expropiar".

Hay que aclarar que los “responsables” de la crisis ya pagaron por ello, en forma de quiebra o pérdida de casi todo el valor de las acciones de dichos bancos, que fueron compradas a precio de saldo por el Estado o por otras entidades más sanas, de forma que sus accionistas perdieron prácticamente todo el dinero invertido, y numerosos directivos y empleados perdieron su puesto de trabajo. Es verdad que ciertas instituciones (como las agencias de calificación) cumplieron un triste papel, y que algunos ejecutivos se aprovecharon de los contratos que ya tenían firmados previamente a la crisis. No obstante, y sin perjuicio de la necesaria depuración de responsabilidades, es necesario distinguir entre lo que son errores cometidos de buena fe (como el mantenimiento de una política monetaria expansiva, que estaba produciendo buenos resultados, por más tiempo del debido, o los derivados de la inmadurez de los conocimientos aceptados en una ciencia en desarrollo, como la excesiva confianza en la eficiencia de los mercados financieros y en su capacidad para autorregularse) o bien errores de cálculo en la estimación de los riesgos, de lo que son delitos tipificados en el código penal, y es necesario recordar que en una sociedad civilizada se persiguen penalmente únicamente los delitos, y no los simples errores. Por lo que respecta a los bancos españoles, con una actuación mucho más sensata y responsable respecto a los riesgos contraídos (excepto algunas cajas, como ya hemos dicho), sus cotizaciones en bolsa han caído más o menos un 50% desde el comienzo de la crisis, lo cual quiere decir que sus accionistas han perdido la mitad de su dinero.

Como dije en una entrada anterior, mi objetivo no es ni mucho menos defender a los “banqueros” ni a los “capitalistas”, sino intentar aclarar la verdad y contribuir a la reflexión sobre lo que debería ser una política de izquierdas, desbrozando lo que yo considero posturas demagógicas o utópicas, y por tanto, disgregadoras para el conjunto de la izquierda.

Veremos ahora la realidad de lo que representaría una banca pública. Para ello, veamos primero cuál es la esencia del negocio de la banca: se trata de una parte fundamental del sistema financiero, que vehicula los fondos dinerarios desde los ahorradores a los que necesitan el dinero para gasto o inversión. Concretamente, toman unos fondos monetarios de sus clientes (que se ven librados de la tarea de custodia) en forma de libretas, cuentas corrientes o depósitos, por los cuales pagan un interés (ciertamente, ahora, mínimo, determinado por el nivel general de tipos de interés que dicta el Estado) que depende del plazo, prestan ciertos servicios (como el descuento de letras, que proporciona liquidez a los intercambios comerciales) a cambio de las correspondientes comisiones (también ahora mínimas, puesto que dependen de la competencia), y, sobre todo, colocan estos fondos captados en forma de prestamos (a un tipo de interés que marca el mercado y la competencia). La fuente más importante del beneficio de los bancos se encuentra, pues, en la diferencia, o margen, entre el tipo de interés que paga a los depositantes y el tipo de interés al cual presta el dinero a los prestatarios, tipos que, si no tenemos en cuenta el poder del Estado a través de los bancos centrales en la fijación de la oferta monetaria y por tanto de los tipos de interés (poder que, recordémoslo, ha resultado nefasto y ha supuesto el origen real de ésta y de casi todas las crisis) vienen determinados por los mercados de fondos prestables, es decir, por la oferta y la demanda y por la competencia.

Para obtener beneficios, los bancos deben realizar bien la importante tarea de seleccionar, de entre los solicitantes de préstamos, aquéllos que ofrecen garantías y solvencia suficientes como para poder retornar los préstamos en los plazos fijados y pagar los intereses. Concretamente, cuando el préstamo se solicita para inversión en bienes de capital (para montar o ampliar una empresa), deben examinar atentamente el proyecto de negocio presentado por los solicitantes para discriminar si el negocio será rentable o no; con ello, realizan una primera selección para una correcta asignación del capital, en proyectos que vayan a ser beneficiosos para los consumidores (la selección definitiva la realizará el mercado a través de la competencia, que premiará con los beneficios a las empresas que produzcan bienes o servicios de suficiente calidad y suficientemente baratos como para ser demandados por sus clientes, y castigará con la bancarrota a las empresas ineficientes, cuyos productos no interesen a nadie o que se producen con unos costes que impliquen unos precios demasiado altos). Si sobra dinero de los depósitos, y dependiendo del modelo de banco concreto, los bancos también dedican parte de sus activos a la inversión directa en forma de acciones de empresas o bonos del Estado o de empresas particulares, letras del Tesoro, etc., y quizá también dediquen una parte mínima a las operaciones especulativas, cuyos efectos en general beneficiosos vimos en una entrada anterior. Para todo ello, los bancos están sometidos a unos controles y a unas normas del Estado y del Banco de España que implican transparencia en la contabilidad y solidez financiera en cuanto a unos ratios determinados de capital, de solvencia y de liquidez que deben cumplir en todo momento. Si los bancos no realizan bien su tarea, la asignación de capitales a proyectos eficientes no se realizará correctamente, la cuenta de morosos crecerá, el banco no podrá cumplir sus ratios y, en último extremo, quebrará (o será comprado por el Estado o por otro banco a un precio ridículo, con lo cual sus accionistas perderán la mayor parte de su capital).

Pero si un banco realiza bien su tarea, es decir, si sirve correctamente a los intereses de la sociedad haciendo de vehículo eficiente entre ahorradores y demandantes de fondos, si realiza correctamente sus servicios de custodia de fondos, de dar liquidez a los intercambios descontando letras, si realiza préstamos otorgando dinero fresco a aquellos que quieren comprarse un coche o una casa y de otra forma tendrían que haber estado toda su vida ahorrando para hacerlo, si han seleccionado diligentemente los proyectos de inversión para que los capitales aportados por los ahorradores se asignen correctamente a las empresas que serán beneficiosas para la sociedad, si han invertido prudentemente en empresas rentables, o si han ayudado al Estado a financiar el déficit, y quizá si han tenido suerte en sus (escasas, en relación al capital total manejado) operaciones especulativas debidamente controladas...; si han realizado todo ello correctamente, con eficiencia y eficacia, minimizando además los costes para no dilapidar factores de producción, entonces... tendrán beneficios. Desde luego, algunas veces se equivocan (¿quién no?) y sus beneficios se ven recortados; alguna vez en la historia, algunos bancos han tenido que ser “rescatados”; a veces, algunos de ellos han quebrado. Pero esto es la excepción; en épocas normales, los bancos responsables casi siempre obtienen beneficios; “muchos” beneficios, tantos como para ser pieza apetecible de los cazadores de “burgueses” o de “capitalistas explotadores”.

Pero, ¿cuánto son, en realidad, estos “muchos” beneficios? Desde luego, miles de millones de euros cada año, en el caso de un gran banco. Mucho dinero. Con sólo una mínima fracción, cualquiera de nosotros, y nuestros hijos, nietos y descendientes en varias generaciones podrían vivir con holgura sin trabajar. “Una injusticia”, ¿no?. Claro, la gente está acostumbrada a hablar en cantidades absolutas, pero cuando las cifras alcanzan muchos ceros, ya nos mareamos y no sabemos de qué estamos hablando; ¡menos mal que ahora se cuenta en euros, y no en pesetas! Pero si en lugar de cantidades absolutas, hablamos de porcentajes sobre la cantidad invertida, la cosa ya cambia. Por ejemplo, el porcentaje de beneficios sobre el capital total manejado, lo que técnicamente se llama ROA (Return on Assets, o rentabilidad económica), en el sector de la banca no suele pasar del uno o dos por ciento, o quizá el 3% en los mejores años y en los bancos más rentables. Ciertamente, a veces (casi siempre) los beneficios crecen, y entonces algunos políticos y periodistas pseudoprogres suelen hablar de los grandes beneficios, de que los beneficios de la banca siempre aumentan, de que hay que ponerles más impuestos, etc.; no se dice que también los capitales manejados han aumentado, con lo cual el porcentaje queda más o menos estable o crece mucho menos que los beneficios en bruto. Claro, cuando los beneficios caen, como en los últimos ejercicios, la noticia pasa casi desapercibida, excepto para las secciones de economía, que casi nadie lee, o para la prensa especializada.

¿Cuánto suponen para sus propietarios los beneficios de la banca? Si hablamos de los rendimientos reales históricos medios para los accionistas teniendo en cuenta revalorizaciones de las acciones y dividendos, difícilmente pueden llegar al 10% medio que se suele citar como referencia para el conjunto del mercado de renta variable, ya que la banca es (excepto accidentes, que también ocurren, como hemos podido comprobar) un sector más estable y por tanto menos rentable que la media del mercado. Y no olvidemos que hablamos de la media histórica; desde luego, en años buenos la rentabilidad puede subir al 50% o más, pero en los años malos las pérdidas también pueden superar el 50% de lo invertido. ¿Quién querría arriesgarse a ser accionista de un banco? Muchos ciudadanos poseen acciones de bancos, bien sea directamente o a través de fondos de inversión, pero esto sólo es recomendable si se accede desde una perspectiva de ahorrador-inversor, a largo plazo; también hay quien se arriesga como especulador, pero ya hemos hablado de los riesgos que corren los especuladores. Pero, en todo caso, ¿no sería mejor que estos beneficios vayan a parar al conjunto de la sociedad, y no a unos pocos?

En primer lugar, hay que mencionar que de los beneficios de la banca, o de cualquier empresa, no se benefician solamente los propietarios, sino el conjunto de la sociedad. Que las empresas, y concretamente los bancos, tengan beneficios, es una magnífica noticia para toda la sociedad, y cuanto mayores sean los beneficios, mejor es la noticia. Ello es así porque una parte de los beneficios se reinvierte en la propia empresa, para ampliarla y mejorarla, lo cual significa acumulación en bienes de capital que se manifiesta en más producción y mejores servicios, más demanda de trabajo y mejores salarios; otra parte de los beneficios se dedica a realizar compras de otras empresas que funcionaban peor y que tendrán oportunidad de reestructurarse (mayor eficiencia, mejores productos y servicios y más beneficios, es decir, acumulación de capital, más puestos de trabajo y mejores salarios). La otra parte de los beneficios se distribuye en forma de dividendos, que redundarán en mayor consumo (impulso a la actividad económica) y mayor inversión (de nuevo más acumulación de bienes de capital, más productos y servicios, más demanda de trabajo y mejores salarios, y además el capital acumulado producirá mayores beneficios... en un círculo virtuoso que beneficia a toda la sociedad).

¿A dónde van a parar los dividendos? Desde luego, al bolsillo de los accionistas, que son los que han ahorrado, invertido y corrido con el riesgo. Pero es necesario destacar que estos beneficiarios directos no son ya unos pocos. Debemos cambiar ya el cliché que tenemos sobre los “banqueros” y sobre los “empresarios” en general. Si observamos la composición del accionariado de los grandes bancos y de muchas grandes empresas que cotizan en bolsa (datos que son públicos y que pueden consultarse en la web de la Comisión Nacional del Mercado de Valores), observaremos que el capital social está distribuido en muchos miles de pequeños accionistas, el mayor de los cuales apenas tiene un pequeño porcentaje de acciones. En ocasiones, los grandes accionistas son a su vez sociedades o fondos de inversión que cuentan asimismo con miles de partícipes. La mayor parte de estos “banqueros” o “capitalistas” son pequeños ahorradores que han depositado sus ahorros en fondos de inversión o en acciones con la esperanza de obtener un rendimiento mayor que el que se obtiene en depósitos bancarios o en renta fija, asumiendo un riesgo asimismo mayor.

Pero, ¿y los grandes accionistas? Bueno, desde luego, en muchas sociedades existen accionistas que, aunque posean solo un pequeño porcentaje sobre el capital, este pequeño porcentaje, que se puede extenderse además sobre muchas sociedades, implica una gran cantidad de capital. Bueno, ¿y qué? Si el gran accionista ganó su dinero o lo heredó legalmente, y paga sus impuestos, no hay nada que objetar. Ya hemos dicho que los beneficios y dividendos se destinan al consumo y a la inversión. Y cuanto más grande sean los ingresos de alguien, más porcentaje de la renta dedicará a la inversión, generadora de bienes de capital, productos y servicios, demanda de trabajo, etc. Lo único que se debe exigir es un sistema fiscal ágil y eficiente que persiga e impida el fraude fiscal.

¿Y los grandes directivos? Ellos cobran unos sueldos exorbitantes. Bueno; los grandes directivos son empleados, y el sueldo de los empleados, en una sociedad privada, es un asunto propio e interno de la gestión social, un asunto a negociar entre propietarios (accionistas) y empleados. Los sueldos de los ejecutivos los fija el consejo de administración, que representa a los accionistas, y que debe dar cuenta a la junta general de accionistas. Cualquier accionista que tenga un porcentaje mínimo para asistir puede levantarse en una sesión de la junta general y exponer su opinión favorable o contraria a la gestión del consejo, e incluso, si logra aliarse con otros accionistas, puede lograr una mayoría suficiente para derrocar al consejo de administración y nombrar otro. Y, en última instancia, si el accionista no está de acuerdo sobre como se gestiona la sociedad, siempre le queda el recurso de vender sus acciones. Pero, sobre todo, el mercado ha inventado la OPA (oferta pública de adquisición de acciones), que puede ser hostil, mediante la cual, si la empresa va mal y sus acciones han bajado de precio, otra sociedad o otro grupo inversor puede ofrecer un precio atractivo por las acciones a los pequeños accionistas, comprar la mayoría de la sociedad y nombrar otro consejo de administración y un nuevo equipo gestor. En definitiva, accionistas, consejeros, directivos y empleados, todos tienen interés en que la empresa vaya bien y prospere.

En cuanto al sueldo de los ejecutivos, como el de cualquier empleado, se rige mediante la oferta y la demanda. Si los sueldos de los ejecutivos son muy altos es porque existen muy pocas personas con los conocimientos y experiencia necesarios para dirigir un banco o una gran empresa. ¿Alguien se atreve a dirigir un banco? Y por el lado de la demanda, no puede haber duda que los beneficios que generan para la empresa son más altos que los sueldos marcados en los contratos; en caso contrario, no durarán mucho en su cargo.

Desde luego, es cierto que a veces las cosas no funcionan tan bien como debieran. En algunos casos, los directivos son antiguos políticos reconvertidos como “pago a los servicios prestados”; esto suele suceder en antiguas empresas estatales privatizadas, pero no deja de ser la excepción, más que la regla. Muchas veces, por la misma dispersión de los pequeños accionistas, en las juntas generales se aprueba sin oposición lo que propone el consejo de administración. A veces, los ejecutivos se fijan incentivos (los famosos bonus) que premian la consecución de beneficios a corto plazo, por encima de los intereses a largo plazo de la empresa; esto debería evitarse fijando en los contratos de los ejecutivos unos emolumentos que estén más ligados a los resultados a largo plazo. En definitiva, se trata de problemas tan previstos por la teoría de las finanzas que hasta tienen un nombre (“problemas de agencia”), y que se deben resolver; nada es perfecto. Pero los accionistas siempre cuentan con los mecanismos de defensa expuestos anteriormente.

¿En definitiva, no sería mejor que la banca fuese pública, y así los beneficios serían para todos? “¡Que sea el Estado el que invierta en cosas beneficiosas para todos!” Pues no. Y el motivo, es el mismo que podríamos aplicar a cualquier actividad económica que pueda ser realizada por la iniciativa privada. Un empresario privado, o un ejecutivo de una empresa, tiene grandes incentivos por dar un buen servicio y que la empresa funcione bien: si es accionista o propietario, tiene el incentivo de los beneficios; si es un ejecutivo, deberá dar cuenta de su gestión al consejo de administración y a la junta general de accionistas, y perderá su buen sueldo y su trabajo si la empresa va mal; si es un empleado, tiene incentivos, de acuerdo con su responsabilidad en la empresa, para que ésta funcione bien, a fin de conservar su puesto de trabajo y su salario, e incluso aumentarlo. Sin embargo, ¿a quién deberá dar cuentas (reales) un empleado público que tiene su sueldo y su trabajo de por vida, tanto si realiza bien su trabajo como si lo hace mal? ¿A quién dará cuentas un ejecutivo de una empresa pública, aunque sea contratado? Podría contestarse que al político que lo ha nombrado, y que éste tiene el incentivo de la reelección. Pero, lamentablemente, las elecciones tienen lugar cada cuatro años, y en sus decisiones los políticos muchas veces se rigen por un criterio cortoplacista semejante al que indicamos en el sistema de bonus de algunos ejecutivos, y no hay manera sencilla de fijar una perspectiva de incentivos a largo plazo en el caso de los políticos; lo más probable es que la empresa pública dilapide sus ingresos en gasto corriente innecesario, cercenando los eventuales beneficios que deberían ir a parar a la inversión. Y aunque muchos de los funcionarios accedan a su puesto bajo criterios de igualdad, mérito y capacidad, por desgracia es muy frecuente que los nombramientos de los altos cargos de las empresas públicas se realicen, no bajo criterios de idoneidad en el puesto, sino por motivos de amiguismo, nepotismo, clientelismo, pago de servicios pasados, etc.; y no digamos nada de los asesores políticos o cargos de confianza nombrados directamente a dedo. Todos conocemos numerosos casos de ejecutivos de las cajas de ahorros o empresas públicas que, sin dudar –en principio– de su capacidad, han accedido a su cargo por su condición de antiguos políticos en retiro. Y si damos un paso más, nadie asegura que las empresas públicas se vean libres de las lacras que todos conocemos en el sistema político: corrupción, cohecho, etc. Desde luego, estos problemas pueden encontrarse también en las empresas privadas, sobre todo en las grandes, pero en ellas existe el sistema de incentivos (positivos: beneficios; negativos: bancarrota) que no existe en la Administración pública.

En definitiva, las empresas públicas son fuente de todos los problemas de despilfarro de recursos, ineficiencia e ineficacia, como se ha demostrado en los sistemas en que toda o la mayor parte de la economía era controlada por el Estado. Y si nos referimos ahora al caso de la banca, y recordando las funciones del sistema bancario, esenciales para el buen funcionamiento de la economía, una banca pública, dirigida por políticos y gestionada por funcionarios, difícilmente podrá seleccionar correctamente a los solicitantes de préstamos que ofrezcan garantías y solvencia suficientes, tal como lo hacen los especialistas de la banca privada impulsados por los incentivos. Es muy probable que los fondos prestables se distribuyan con criterios de amiguismo, nepotismo, etc., y que esta distribución pueda ser fuente de corrupción. La importante función de una correcta asignación del capital en proyectos potencialmente beneficiosos para los consumidores se verá perjudicada, y los morosos y préstamos incobrables se multiplicarán. Los beneficios de la banca pública caerán, y con ellos la inversión (y la acumulación de capital, demanda de trabajo, etc.); con toda probabilidad, la banca pública sería un modelo de ineficiencia, abocada a las pérdidas, y una carga insoportable para el Estado.

El cuadro que hemos expuesto no es una película de terror. Hemos podido comprobar su realidad en la evolución de las cajas de ahorro, sobre todo desde que cayeron en las garras de los políticos de las comunidades autónomas. Si existe algún sector con graves problemas entre las entidades financieras españolas, ese es el de las cajas de ahorro, que, sometidas a influencias políticas más que a criterios de gestión eficiente, se han encontrado muchas de ellas en una situación de insolvencia que ha hecho necesarias las intervenciones del Banco de España y las fusiones, y ahora una nueva inyección de capital público, y en definitiva, su privatización. Si en España hemos necesitado una reforma del sistema financiero, ha sido a causa precisamente de la situación de muchas de las cajas; esta reforma requiere que continúen las que, tras completarse el proceso de fusiones, puedan continuar siendo viables, y el resto no habrá más remedio que privatizarlas, al menos parcialmente, para que dejen de ser un lastre para nuestra estructura económica; ¿cómo, si no es mediante inyección de capital privado –que obviamente exigirá poder de decisión y unos criterios de actuación puramente empresariales– se podrían recapitalizar estas entidades para que cumplan los ratios de solvencia y liquidez necesarios y garantizar así su supervivencia? Esto es, en realidad lo que ya está empezando a suceder mediante su proceso de conversión en bancos. Es cierto que las cajas han realizado una cierta labor social a través de la obra social que merecería ser conservada, pero el futuro económico del país no puede continuar hipotecado a la ineficiencia de estas entidades.

Quizá entre las medidas que se deban incluir en la reforma del sistema financiero deba de figurar un mayor control por parte del Banco de España, e incluso un impuesto sobre los riesgos, como el que se ha propuesto en otros países, que esté en función del tipo de operaciones que realicen las entidades financieras, a fin de crear un fondo para que en caso de crisis financiera puedan acudir a él y no necesiten ser “rescatadas”. Pero de ninguna manera dicha reforma debe incluir nada parecido a la creación de una banca pública o la permanencia de una banca semipública políticamente controlada, deficitaria e ineficiente.

lunes, 4 de julio de 2011

La esquizofrenia se instala en el 15-M

Los indignados 'sientan en el banquillo' a instituciones y bancos (El País, 04-07-2011)

¿En qué documento de consenso o en qué decálogo está recogida esta payasada, que además constituye probablemente un delito de amenazas?

En algunas asambleas realizadas en los comienzos del 15-M se elaboraron, tras arduas discusiones, unos documentos de consenso, como el aprobado en Madrid el 25 de mayo o el decálogo de Valencia, que sintetizan en unos pocos puntos las aspiraciones de regeneración democrática de la mayoría de la sociedad; gracias a estas reivindicaciones y a una actuación fundamentalmente pacífica y moderada, el movimiento ha conseguido ganarse una simpatía y una adhesión amplísima y una fuerte capacidad de convocatoria.

En todo movimiento mínimamente estructurado, se supone que los documentos aprobados deben inspirar las acciones y reivindicaciones del movimiento en su conjunto. Sin embargo, después se han sucedido convocatorias, en nombre del mismo 15-M, de acciones como la indicada en el enlace que encabeza esta entrada, o manifestaciones contra las reformas del Gobierno o en solidaridad con los manifestantes vandálicos de Grecia, acciones que no tienen nada que ver con los puntos de consenso aprobados.

Es evidente que en el 15-M conviven dos almas diferentes: la de la regeneración democrática, recogida en los documentos consensuados y a la que muchos nos adherimos, y la de revolución antiliberal y anticapitalista, que yo, y supongo que muchos otros, rechazamos. Ambas tendencias se encuentran en el movimiento desde el principio, pero al menos yo confié en que se impondría el sentido común expresado en los documentos aprobados. Lamento comprobar que no ha sido así. El movimiento debería aclarar esta situación esquizofrénica, porque si no, las esperanzas de muchos que depositamos alguna confianza en la capacidad de regeneración democrática del movimiento se agotarán pronto.

Si en el Movimiento 15-M va a prevalecer la vertiente antiliberal, con ribetes violentos y autoritarios como los que se muestran en la acción indicada o en otros episodios pasados, los que entonan cantos de sirena en forma de reforma de la ley electoral o lucha contra la corrupción deberían quitarse definitivamente la careta, puesto que los que sinceramente aspiramos a estas reformas no estamos dispuestos a seguir siendo “compañeros de viaje” de sus aventuras.

Ni que decir tiene que en una sociedad democrática como la nuestra caben todas las opiniones e ideas, siempre que se defiendan de forma pacífica y con respeto a las ideas y opiniones contrarias. Los que estén en contra del sistema político o económico actual tienen perfecto derecho a luchar por sus ideas. Sin embargo, creo que para oponerse al capitalismo no hacía falta ningún 15-M: ya hay suficientes partidos a la “izquierda” del PSOE que defienden alternativas anticapitalistas.

Los contrarios al sistema socioeconómico deberían esforzarse por construir una alternativa coherente al mismo al menos en la teoría, de forma que puedan ser capaces de ganarse para su causa a la mayoría de la sociedad. De lo contrario, estarán condenados a continuar siempre como fuerzas marginales. Por lo que a mí respecta, desde la bancarrota teórica y práctica del marxismo y del socialismo real dudo mucho de que exista una alternativa tal. Y los que pretendan esgrimir métodos violentos, autoritarios o antidemocráticos, desde luego conmigo que no cuenten ni para la simpatía, y en todo lo que pueda me encontrarán enfrente defendiendo la libertad.