La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

miércoles, 18 de mayo de 2011

Comentario crítico a Sartorius (II): ¿Es de izquierdas subir (o bajar) los impuestos, especialmente las rentas de capital?

El presidente José Luis Rodríguez Zapatero proclamó al inicio de su mandato que “bajar los impuestos era de izquierdas”. Sin embargo, muchas personas de izquierda consideran que los impuestos deben aumentarse, sobre todo los que afectan a los más ricos. ¿Quién tiene razón?

Para responder a esta pregunta, continuamos con el comentario crítico a la entrevista a Nicolás Sartorius publicada en el diario Público el día 19 de diciembre de 2010. Como en la primera parte del comentario, reproduzco en cursiva el texto original de la entrevista. Pido disculpas por la excesiva longitud de esta entrada, pero me he esforzado por desarrollar un ejemplo numérico detallado para que puedan comprenderse mejor los efectos económicos de los impuestos.

Sin impuestos globales no habrá solución a las necesidades de educación o sanidad.
El rescate de Irlanda ha demostrado la fragilidad de una desregulación que basa su atractivo en las rebajas fiscales. Frente a ello, Sartorius defiende que "si no hay impuestos globales no habrá solución a las necesidades globales de educación, sanidad, medio ambiente o lucha contra la pobreza". Toda la construcción del Estado del bienestar se ha basado en un sistema fiscal sólido. A partir de un determinado momento se empezó con rebajas de impuestos, sobre todo al capital. Los Estados han perdido capacidad fiscal por esta política ultraliberal y se han tenido que endeudar. De forma irónica, Sartorius explica que el Estado puede obtener dinero de forma coactiva, a través de los impuestos, o "educadamente, pidiendo prestado".

En cualquier manual de economía se indica que los impuestos son necesarios para que el Estado pueda cumplir sus funciones, pero asimismo se explican los efectos negativos de los impuestos sobre la económica de un país, sobre todo cuando éstos son excesivos. Los impuestos “imponen” unas determinadas cargas que ocasionan que muchos intercambios de productos o servicios no se realicen, de manera que perjudican tanto a los productores como a los consumidores, y hacen que la actividad económica se reduzca. Y cualquier manual explica también que el beneficio que obtiene el Estado de los impuestos es inferior al perjuicio ocasionado a los productores y consumidores, y que en determinados casos, si se aumentan los impuestos de manera excesiva, la recaudación puede incluso disminuir a causa de la reducción de la actividad, y al revés: una bajada de impuestos puede provocar una reactivación económica que incluso aumente la recaudación total.

Veamos un ejemplo. Supongamos que yo tengo un presupuesto mensual para libros de unos 60 euros, pero no estoy dispuesto a comprar ninguno si su precio es mayor que 40 euros. De esta manera, si el precio de cada libro de los que me interesan está entre 31 y 40 euros, compraré un solo libro al mes; si el precio está entre 21 y 30 euros, podré comprar dos libros al mes; si el precio está entre 11 y 20 euros, compraré tres libros; pero si el precio es de 10 euros o menor, como quizá sólo podré leer un libro como máximo por semana, compraré cuatro libros. Esta curva de la demanda, decreciente en función del precio, refleja la ley de la utilidad marginal decreciente: el primer libro que compre tendrá para mi un gran valor, puesto que satisfará mi necesidad imperiosa de lectura o estudio; pero el segundo y sucesivos libros tendrán cada vez menos valor, puesto que el tiempo que puedo dedicar a la lectura es limitado. Supongamos ahora que el precio real de mercado es (en media, en el tipo de libros considerado) de 18 euros; entonces compraré tres libros, y habré gastado en total 54 euros. Pero observemos que por el primero de los libros yo estaba dispuesto a pagar hasta 40 euros, y sólo he pagado 18; luego me he beneficiado en 22 euros. Por el segundo, yo hubiese pagado hasta 30, pero como sólo he pagado 18, mi beneficio ha sido de 12 euros. Por el tercero hubiese pagado 20 euros, luego al pagar 18 me he beneficiado en 2 euros. El beneficio total en mi compra, llamado excedente del consumidor, ha sido de 36 euros (22 + 12 + 2). El mismo resultado obtenemos, evidentemente, si sumamos los precios máximos de compra planeados de cada uno de los tres libros y a esta cantidad le restamos la realmente pagada: 40 + 30 + 20 - 54 = 36.

Veamos ahora cuál ha sido el beneficio para el productor. Supongamos que a un precio inferior a 4 euros, la editorial no producirá ningún libro, ya que a ese precio, una vez pagados todos los gastos de amortización de las instalaciones, de impresión, de derechos de autor, etc., no tiene compensación suficiente para producirlos. A un precio entre 5 y 9 euros, la editorial producirá un libro al mes. A un precio entre 10 y 15 euros, estará dispuesta a dedicar más recursos y editará dos libros al mes (o habrá dos editoriales que podrán producir un libro cada una, lo cual para los efectos que consideramos es lo mismo). A un precio entre 16 y 21 euros, los editores producirán tres libros al mes. A partir de 22 euros, producirán cuatro libros al mes, y así sucesivamente. Esta curva de la oferta, creciente en función del precio, refleja los costes marginales crecientes, que es la otra cara de la moneda de los rendimientos marginales decrecientes de los factores productivos. Como yo estaba dispuesto a comprar tres libros a un precio máximo de 20 euros cada uno, y los editores pueden producir esos tres libros a un precio mínimo de 16 euros cada uno, nos ponemos de acuerdo en el precio indicado de 18 euros y intercambiamos tres libros al mes. Pero los editores estaban dispuestos a venderme el primer libro por sólo 5 euros, luego en este primer libro han ganado 13 euros. El segundo libro me lo hubiesen podido vender por 10 euros, luego en este segundo libro han obtenido un beneficio de 8 euros. El tercer libro lo hubiesen podido vender por 16 euros, luego al venderlo a 18 han ganado en él 2 euros. El beneficio total de los editores, llamado excedente del productor, ha sido de 23 euros (13 + 8 + 2, o, lo que es lo mismo, 54 - 5 - 10 -16).

A este precio de 18 euros, intercambiando la cantidad indicada de tres libros, ambas partes (comprador y vendedor) obtienen un beneficio; por tanto, el comercio o intercambio derivado de la división del trabajo es mutuamente beneficioso: las dos partes salen ganando (si no, no habría intercambios). La suma del excedente del consumidor y del excedente del productor hace un total de 59 euros (36 + 23). Obsérvese que yo ya no puedo comprar más libros, puesto que el cuarto libro les cuesta a los editores 22 euros, mientras que yo hubiese comprado un cuarto libro sólo si el precio sólo fuese igual o menor que 10 euros.

Supongamos ahora que aparece el Estado como recaudador, e impone un impuesto de 11 euros que debe liquidar el vendedor por cada libro que imprima (a los efectos que consideramos, da igual quien cobre y liquide el impuesto, ya que el mecanismo de fijación de precios por el mercado hace que el impuesto quede repartido entre el comprador y el vendedor). Ahora los editores deberán añadir 11 euros a los costes de producción, luego los precios mínimos de la oferta serán: a 16 euros sólo se producirá un libro; a 21 euros, se producirán dos libros; a 27 euros, se producirán tres libros; a 33 euros, cuatro libros, etc. Con estos nuevos precios de oferta, yo sólo podré comprar dos libros, a un precio que se encuentre entre 21 y 30 euros; por ejemplo, a 25 euros. El tercer libro ya no lo podré comprar, puesto que sólo compraría tres libros si su precio fuese como máximo de 20 euros, y sin embargo los editores sólo publicarán tres libros si los pudiesen vender a un mínimo de 27 euros cada uno.

Por tanto, en presencia de impuestos sólo se intercambian dos libros, en lugar de los tres que se intercambiarían sin impuestos; es decir, los impuestos han reducido el número de intercambios mutuamente beneficiosos que se hubieran efectuado en un mercado totalmente libre, por lo que se ha reducido el bienestar de los productores y de los consumidores. En este caso, yo me veré privado de la lectura de un libro que gustosamente habría leído, y el editor no podrá vendérmelo; si mi demanda refleja el comportamiento medio, el libro quizá no llegue a publicarse, ni a escribirse o traducirse, con los consiguientes perjuicios de escritores, traductores, impresores, etc. Y estos efectos se reproducen en todo tipo de mercados, tanto de bienes como de factores: por ejemplo, una elevación de las cotas de la seguridad social tendrá como efecto que muchos trabajadores no podrán ser contratados a un determinado salario, etc.

Si, pero el Estado necesita dinero para construir carreteras, escuelas y hospitales, para pagar a médicos y maestros y para satisfacer las prestaciones de desempleo y la cobertura de la dependencia. De acuerdo, pero no podemos olvidar las consecuencias negativas de los impuestos, a fin de hacer de ellos una herramienta socialmente eficiente. Si continuamos con nuestro cálculo, veremos que teniendo en cuenta los impuestos, el excedente del consumidor para los dos libros intercambiados es de 20 euros (40 - 25 + 30 - 25, o bien 40 + 30 - 2·25), mientras que sin impuestos este excedente era de 36 euros. El excedente del productor es ahora de 13 euros (25 - 16 + 25 - 21, o bien 2·25 - 16 - 21), mientras que sin impuestos era de 23 euros. Con impuestos, el excedente total (suma del excedente del consumidor y del excedente del productor) es, pues, de 33 euros (13 + 23), mientras que sin impuestos era de 59 euros; es decir, ha habido una reducción de 26 euros en el excedente total. El importe recaudado por el Estado (y se supone que eficientemente gastado en servicios sociales) es el producto de dos libros vendidos por 11 euros recaudados por cada libro, es decir, 2·11 = 22 euros. Por tanto, comprobamos que los beneficios sociales de los impuestos (en el caso de que el Estado los gaste de manera completamente eficiente, caso que no es real, como veremos) son inferiores a la pérdida de bienestar para los productores y los consumidores. Es decir, a causa de los impuestos se produce una pérdida neta para el conjunto de la sociedad de 4 euros (reducción en los excedentes menos total recaudado: 26 - 22): la reducción en los excedentes del productor y del consumidor no queda compensada por la recaudación, y por lo tanto una parte de los beneficios de la división del trabajo y del comercio se esfuma a través de los impuestos. Además, esta pérdida neta es creciente a medida que los impuestos aumentan: si los impuestos fueran del 100% no habría ningún intercambio, y los beneficios del comercio serían cero, pues no habrá ningún excedente; claro, entonces el Estado tampoco recaudaría nada.

Y es que existe, además, otro efecto que debe ser tenido en cuenta. Muchas personas con escasa formación en economía piensan erróneamente que cuanto mayor sea la tasa impositiva mayor será la recaudación, y el Estado podrá dedicar más recursos a servicios sociales. Esto no siempre es cierto, como veremos seguidamente. Ciertamente, si partimos de unos impuestos muy bajos, éstos podrán ser aumentados para aumentar la recaudación total. En el ejemplo que considerábamos, tanto si el impuesto es de 1 euro por libro como si es de 2 euros, la cantidad intercambiada no varía y es la misma que si no hubiese impuesto: tres libros al mes. Supongamos que partimos de un impuesto de 1 euro por cada libro; en este caso, el Estado recaudará 3 euros. Si sube la tasa de 1 a 2 euros, como la cantidad de intercambios no ha variado (en un ejemplo más realista con numerosos compradores y vendedores y con curvas de oferta y demanda continuas en lugar de “a saltos”, la cantidad disminuiría ligeramente), la cantidad recaudada será de 6 euros; al aumentar la tasa, ha aumentado la cantidad recaudada. Pero si partimos de un impuesto alto, y pretendemos aumentarlo aún más, podemos encontrarnos con sorpresas. Por ejemplo, con un impuesto de 11 euros por libro se intercambiaban dos libros, y el Estado recaudaba 22 euros. Si se eleva la tasa del impuesto a 18 euros por libro, los editores podrán ofertar su segundo libro sólo a partir de 28 euros (10 de costes + 18 de tasa), precio al cual yo aún podré comprarlo (yo compro dos libros si su precio está entre 21 y 30 euros); en este caso el Estado recaudará 36 euros (18·2). Pero si ahora el Estado pretende elevar aún más la tasa, por ejemplo, a 23 euros por libro, los editores deberán añadir estos 23 euros a sus costes, de manera que podrán editar dos libros sólo a un precio de venta mínimo de 33 euros cada uno (10 de costes + 23 de tasa); pero a ese precio yo sólo estoy dispuesto a comprar un libro, de manera que el Estado sólo recaudará lo correspondiente a la compraventa de un sólo libro, es decir, 23 euros. Por tanto, a una tasa de 18 euros por libro, la recaudación total es de 36 euros, mientras que a la tasa superior de 23 euros, la recaudación total es inferior: 23 euros. Al aumentar la tasa, la recaudación ha disminuido, en lugar de aumentar.

Además, supongamos que para la compraventa de este único libro se fija un precio de 31 euros, precio al cual coincide la cantidad demandada (un libro, que se demanda a un máximo de 40 euros) con la ofrecida (un libro, que se ofrece a un mínimo de 28 euros: 5 de costes más 23 de impuestos). En este caso, el excedente del consumidor será de 9 euros (40 - 31), mientras que el excedente del productor será de 3 euros (31 - 28); el excedente total será de 12 euros (9 + 3). Respecto al excedente que se producía sin impuestos (59 euros), observamos una reducción de 47 euros (59-12). Si ahora tenemos en cuenta que la recaudación total es de 23 euros, la pérdida neta para la sociedad como consecuencia de los impuestos (reducción en los excedentes menos impuestos totales recaudados) será de 24 euros (47 - 23), mucho más elevada que los 4 euros que habíamos calculado como pérdida social neta con una tasa de 11 euros por libro.

En resumen: si pretendemos elevar demasiado los impuestos, no sólo se producirá una pérdida neta para la sociedad a causa de la disminución del número de intercambios, pérdida no compensada por el total recaudado, sino que la pérdida neta aumentará a medida que aumentamos la tasa impositiva; por otra parte, llegará un momento en que la reducción de la actividad económica será tan grande que la recaudación disminuirá, en lugar de aumentar. Si representamos en una gráfica la recaudación total en función de la tasa impositiva (curva de Laffer), observaremos que, al ir aumentando progresivamente la tasa, la recaudación crece al principio hasta alcanzar un máximo y luego desciende. En nuestro ejemplo, la tasa que permite la máxima recaudación es de 20 euros por libro, tasa que permite vender dos libros a un precio de 30 euros y obtener 40 euros de recaudación; no obstante, con esta tasa el recorte en los excedentes del productor y del consumidor sería enorme, y si hubiésemos trazado unas curvas de oferta y demanda continuas, observaríamos que el descenso progresivo en el número de transacciones produciría en efecto una pérdida neta para el conjunto de la sociedad que crecería de manera continua a medida que aumenta la tasa.

Estos efectos negativos de los impuestos, y en particular, de unos impuestos demasiado elevados, son objetivos y reales; no dependen de la ideología, y no pueden ser ignorados. Por ello, desde la perspectiva social liberal, que tiene en cuenta los valores de la izquierda pero que no puede ignorar las lecciones básicas de la economía, los impuestos no pueden ser tan altos como para que se resienta en demasía la actividad económica productora de riqueza; en particular, no pueden ser tan altos como para que la caída en la actividad económica sea tan acusada que se supere el máximo de recaudación implícito de la curva de Laffer. Por ello, una vez fijadas las funciones del Estado, subir o bajar los impuestos no es de derechas ni de izquierdas, sino que es una cuestión de pura eficiencia económica. Lo que sí que puede ser una decisión ideológica es la de fijar cuáles son las tareas esenciales y la dimensión del Estado, y sobre todo, la manera cómo se distribuyen los fondos del Estado. Desde luego, no es lo mismo dedicar fondos estatales a la sanidad y a la educación o a la protección de los desfavorecidos que dedicarlos a financiar a la Iglesia, a la monarquía o al ejército. No obstante, y teniendo en cuenta lo expuesto (pérdida neta creciente para el conjunto de la sociedad a medida que aumenta la tasa impositiva), los impuestos han de ser tan bajos como sea posible, y el Estado, para que sea eficiente y pueda cumplir su papel, debe ser lo más reducido posible siempre que se garanticen las sus funciones esenciales: proteger la vida, la integridad y los derechos de los ciudadanos; impartir justicia y hacer cumplir las leyes; asegurar la libre competencia; suministrar los bienes públicos que el mercado no ofrece en cantidad suficiente (ciertos servicios esenciales, ciencia básica, promoción de la cultura...); asegurar unos mínimos estándares de calidad para todos en servicios indispensables (sanidad, enseñanza); limitar las externalidades negativas (contaminación, etc.), y realizar una tarea redistributiva para asegurar un bienestar mínimo para los menos favorecidos y una igualdad de oportunidades para todos.

Pero, fuera de estas tareas esenciales, en que todos estamos de acuerdo, el Estado debe limitar su actuación a los asuntos imprescindibles. Desde luego, ciertos países ricos pueden permitirse un Estado más amplio y un nivel impositivo quizá más alto que el nuestro, puesto que su nivel de desarrollo y su renta es superior a la nuestra; pero incluso en muchos de estos países se ha optado por una vía de reducción de unos impuestos que, por excesivos, obstaculizaban su propio desarrollo. En nuestro caso, tenemos un Estado sobredimensionado, con estructuras que frecuentemente se superponen (administración central, autonómica, diputaciones provinciales, entidades comarcales, administración local, etc.), competencias duplicadas o triplicadas, etc. Por ello, antes de lastrar el desarrollo económico con más impuestos, aún existe mucho margen para disminuir el gasto innecesario reduciendo la burocracia, suprimiendo o reformando las estructuras ineficientes o duplicadas, abandonando el intervencionismo injustificado en numerosas áreas, etc.; y todo ello con el debido respeto a la Constitución y a los derechos consensuados por todos.

A los efectos microeconómicos de los impuestos deben agregarse los efectos macroeconómicos. Es bien sabido, y es fácil de comprender, que un aumento de impuestos reduce la cantidad de dinero disponible en las familias para el consumo y para el ahorro, de manera que desplaza la curva de la demanda agregada de la economía hacia la izquierda, lo cual reduce a su vez la renta global o producto interior bruto; y al contrario, una disminución de impuestos aumenta la renta global. Este efecto negativo de los impuestos sobre la renta global o producto interior bruto es muy importante en época de crisis. Por ello, los que proponen resolver el problema del déficit y la deuda españolas por la vía de aumentar los impuestos deberían tener en cuenta los efectos negativos que este aumento produciría sobre el crecimiento. Hasta incluso los economistas de las escuelas macroeconómicas más próximas a la socialdemocracia, como los keynesianos y neokeynesianos, coinciden en que una reducción de impuestos en época de crisis puede reactivar la economía favoreciendo el consumo y la inversión, y que un aumento de impuestos sería como administrar cianuro al enfermo.

En todo lo que hemos dicho, hemos supuesto que el Estado es plenamente eficiente a la hora de gastar nuestro dinero; es decir, no hemos tenido en cuenta la pérdida de eficiencia que provoca el traspaso de fondos del sector privado al sector público. Como explicaremos más detalladamente cuando hablemos de la banca pública, no podemos ignorar que la gestión pública, al no contar con los incentivos necesarios, es en muchos casos mucho más ineficiente que la gestión privada. Por ejemplo, y volviendo a la propuesta de Sartorius, ¿quién recaudaría los “impuestos globales” que reclama para la educación o la sanidad de los países pobres? ¿Y quién gestionaría estos servicios? ¿Los gobiernos tiránicos y corruptos que abundan en el Tercer Mundo, que son incapaces de distribuir ni tan siquiera la ayuda humanitaria? Lo más probable es que la mayor parte de lo que se recaudase iría a parar a los bolsillos de las élites corruptas de estos países o a financiar las guerras entre las castas y los clanes. Hay que ser más realista, y aceptar que el Tercer Mundo no saldrá de la pobreza mientras no se extienda la cultura y la democracia occidental, que ponga fin a los abusos de estos regímenes.

Con respecto a los impuestos sobre el capital, es muy fácil caer en una postura populista reclamando su aumento y quejándose del bajo nivel de éstos con respecto a los impuestos del trabajo. Para valorar la justeza o no de estas reclamaciones, en primer lugar es necesario recordar que lo que se llaman “impuestos sobre el capital” son en realidad impuestos sobre el ahorro, ya que en economía el capital está constituido por las fábricas, la maquinaria, las materias primas, etc., es decir, por los medios materiales que posibilitan la producción; para que este capital se encuentre disponible, es necesario que antes alguien haya ahorrado parte de sus ingresos, que ya habían tributado como tales ingresos, a fin de acumular los fondos disponibles para poder realizar la inversión en dicho capital; por tanto, si no tenemos en cuenta los intercambios con el exterior, la “inversión” es igual al “ahorro” de un país. Es decir, unos determinados ingresos, que ya han tributado al tipo correspondiente cuando han sido generados como renta del trabajo o de otras actividades económicas, en lugar de ser gastados son ahorrados; naturalmente, si no es que se guardan en un calcetín o se dejan pudrir en una cuenta corriente a interés cero, estos ahorros se convierten en inversión (directamente como propiedad de bienes de capital o como préstamos que posibilitan a otros adquirir el capital) y producen unos rendimientos (las rentas de capital, bien sean en forma de plusvalías, de dividendos o de intereses).

Pues bien, pretender que estos rendimientos vuelvan a tributar a unos tipos aún más altos implicaría situaciones verdaderamente paradójicas e injustas. Imaginémonos cualquier trabajador que un año tiene como excedente una determinada cantidad y puede elegir entre gastar todo lo que le ha sobrado haciendo un viaje de un mes al Caribe, o bien ahorrar una parte de sus ingresos, conformarse con una semana en un cámping en los Pirineos y comprar acciones en la bolsa; estas acciones sirven como fondos de capital necesarios para el funcionamiento de las empresas. Si tiene un buen año en la bolsa, probablemente recaudará unos buenos dividendos o podrá vender las acciones a un precio más alto, beneficiándose de las plusvalías. Los ahorros que ha invertido en acciones, igual que el conjunto de su salario o sus honorarios, ya habían tributado como rentas del trabajo, pero ahora se pretende que el Estado le reclame, “de forma coactiva” en palabras de Sartorius, una buena parte del fruto de estos ahorros, que son fruto de su trabajo. Sin embargo, si tiene un mal año o ha elegido mal sus acciones, no cobrará dividendos y sufrirá unas minusvalías que sólo podrá compensar con plusvalías realizadas en un número limitado de años. Evidentemente, al siguiente año nuestro esforzado trabajador preferirá irse de viaje al Caribe en lugar de ahorrar y comprar acciones.

Lo mismo puede decirse de cualquier propietario de bienes de capital, incluso aunque sean heredados: ya sus antepasados habían pagado impuestos sobre el trabajo o sobre su actividad económica, y habían ahorrado una cantidad suficiente para montar la empresa, o bien habían obtenido el capital mediante un préstamo pagando intereses, etc. (Cualquier otra forma de acumulación originaria que implique medios ilegales sería obviamente ilegítima, y debería haber sido perseguida en su momento; pero no podemos remontarnos a supuestos individuales sobre el pasado para tomar decisiones generales sobre el presente y el futuro.) Sea de cualquier manera, si el capital es gravado con excesivos impuestos, el empresario preferirá desmontar o vender su fábrica y gastarse el dinero, o bien trasladar su empresa, si ello le es posible, a un país con unos impuestos más razonables.

Pero si todo el mundo siguiese el ejemplo de nuestro trabajador o nuestro empresario, y nadie quisiera comprar acciones y todo el mundo quisiera venderlas o desmontar su empresa, la bolsa se hundiría, las empresas no podrían financiar sus inversiones de capital o desaparecerían y el país se paralizaría. Es obvio, por tanto, que unos elevados impuestos sobre el capital desincentivan la inversión, necesaria para el desarrollo económico de cualquier país. Y aunque no existiesen los paraísos fiscales y los impuestos estuvieran equilibrados en todo el mundo, si nadie ahorra nadie invertirá, y la economía global no podrá desarrollarse.

Algo parecido se puede argumentar sobre los beneficios empresariales. Una empresa que tiene unos beneficios debe pagar el impuesto sobre sociedades, que si es demasiado elevado restará valiosos fondos para ampliar la empresa o para montar una nueva planta que cree nuevos puestos de trabajo; pero al mismo tiempo, los accionistas deben pagar de manera individual el impuesto sobre las rentas de capital en forma de dividendos. Es decir, existe una doble imposición completamente desalentadora para el ahorro y de la inversión.

En este punto es preciso recordar brevemente el papel del ahorro en la economía y en el bienestar del país. Ahorrar significa prescindir de parte del consumo en el presente para poder consumir más en el futuro. Pero para que esto sea posible, este ahorro se utiliza para invertirlo en bienes de capital (financiación de nuevas industrias, instalaciones, etc.), bien sea directamente o a través de los mercados financieros. Estos nuevos bienes de capital serán los que posibilitarán que la productividad del trabajo aumente, para que así sea posible un mayor consumo en el futuro; por ello, el rendimiento del ahorro es el interés: un ahorrador presta dinero, por ejemplo, a un empresario (por medio del sistema financiero) y éste le paga un interés, o le hace partícipe de propiedad de la empresa como accionista dándole una participación en los beneficios. El empresario utiliza los fondos recaudados para construir una nueva fábrica, comprar maquinaria, etc. (bienes de capital), que aumentan los puestos de trabajo disponibles o sirven para aumentar la productividad del trabajo. A causa de este aumento de productividad, puede elevar los salarios reales o contratar nuevo personal. (Recordemos que los salarios teóricos deben equivaler a la productividad marginal del trabajo; si una determinada empresa pretendiese pagar salarios inferiores a esta productividad, simplemente los trabajadores se irían a otra empresa; y si los salarios reales son superiores a la productividad marginal, se produce el paro estructural.)

En definitiva, el aumento del ahorro y su consecuencia directa, el aumento de la inversión, hace que aumente la demanda de trabajo al haber aumentado la productividad, y ello hace que aumenten los salarios reales, por el simple juego de la oferta y la demanda. Igualmente, al haber aumentado los bienes de capital, también aumentan los beneficios empresariales, lo cual posibilita nuevo ahorro y nueva inversión. Por otra parte, el aumento de la productividad posibilita que se produzcan más y mejores productos y servicios por habitante, con lo cual los precios reales (distintos de los nominales, que dependen de la inflación) bajan, proceso que beneficia a todo el mundo como consumidor. Pues bien, todo este “círculo virtuoso” (que es plenamente real, como puede verse si comparamos nuestro nivel de vida con el de nuestros abuelos) se ve dificultado si los impuestos, sobre todo los impuestos sobre el ahorro y sobre el capital, son excesivos.

Respecto al aumento de impuestos a las rentas más altas, es muy fácil también caer en la demagogia gritando consignas como que “hay que poner más impuestos a los ricos” o “que paguen más los que más ganan”. En la mayor parte de los estados modernos rige un sistema de fiscalidad progresiva, que significa que los tipos impositivos son más altos cuanto más altas son las rentas personales; este sistema es considerado como el más justo, pues impone un porcentaje de contribución mayor a los que más ganan. Pero, sin negar la necesidad y la justeza de una progresividad en los tipos impositivos, deben tenerse en cuenta también los efectos negativos que tendría una exageración en esta progresividad. En efecto: los que más ingresos tienen son los que tienen mayor capacidad de ahorro, es decir, aquéllos para los cuales la proporción ahorro/gasto es mayor; por tanto, un aumento de los tipos de las rentas más altas iría también en contra del ahorro y de la inversión. Podría pensarse que el aumento en la inversión estatal compensaría la disminución de la inversión privada; esto podría ser cierto si la cantidad mayor recaudada se dedicase a inversión productiva y no a gasto corriente, pero, en todo caso, es necesario tener en cuenta la pérdida de eficiencia que supone la inversión pública respecto a la privada a la cual nos hemos referido antes; y todo ello sin tener en cuenta el efecto que produciría un aumento de impuestos en cuanto a salida de capitales hacia otros países con un sistema fiscal más favorable. Por tanto, el aumento de los tipos a las rentas más altas puede ser un recurso puntual en caso de necesidad extrema, pero no puede ser esgrimido como principio general.

En conclusión, el tema de los impuestos debe de ser abordado de la manera más racional, abandonando consignas populistas y considerando que son imprescindibles para que el Estado pueda ejercer sus funciones, pero teniendo en cuenta sus efectos negativos, sobre todo en época de crisis.

Por último, diremos que la mención de Irlanda que hace Sartorius también es desafortunada. La intervención de Irlanda tiene su origen en el hundimiento de su sistema bancario, afectado por la crisis de las hipotecas subprime, hundimiento que la intervención estatal no logró resolver e hipotecó al estado irlandés. Pero el tejido económico irlandés se encuentra bastante sano; su sistema impositivo basado en unos impuestos reducidos (sobre todo, el bajo impuesto sobre sociedades, en competencia con el del resto de países de la UE) permitió un despegue económico sin precedentes, tanto que los irlandeses se han esforzado por mantener los impuestos reducidos en el marco de las negociaciones para el rescate por la Unión Europea.

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