La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

¿Es malo, necesariamente, el bipartidismo?

Existe una corriente de opinión muy extendida en algunos sectores que critican el bipartidismo como uno de los males de nuestra democracia y que tienden a una exaltación de los partidos minoritarios, independientemente de las ideologías. Incluso desde algunas plataformas en Internet se insta incluso a boicotear a los partidos mayoritarios a través del voto nulo o votando al partido minoritario, sea cual sea, que más posibilidades tenga de romper el denostado bipartidismo.

Con el debido respeto para mis amigos (de dentro y de fuera de la red) que militan o optan en su decisión de voto por alguna opción minoritaria, intentaré explicar por qué considero que el bipartidismo no es malo en sí mismo, y por qué mi opción de voto se inclina hacia el partido mayoritario de la izquierda.

En primer lugar, debemos recordar que los partidos mayoritarios no lo son por su especial naturaleza, ni por un privilegio legal, ni nada por el estilo. Debería ser obvio, pero es necesario subrayarlo: los partidos mayoritarios lo son precisamente porque son los más votados, y son los más votados porque cuentan con el apoyo de la mayoría de los españoles, que les otorgan su confianza a través de la militancia y del voto. Se afirma que ambos partidos “no representan a los intereses de la gente”; pero, ¿quién, si no “la gente”, sabe cuáles son sus intereses? ¿Es que acaso la mayoría somos estúpidos, estamos aletargados o alienados, etc.?

Es posible que alguien entre los minoritarios piense que es así, pero le recuerdo que esta vía de pensamiento, si se lleva al extremo, puede conducir a dar cancha a los autoproclamados “salvadores de la patria”, a los “auténticos defensores del pueblo”, al “partido del proletariado”, etc., es decir, a los que, desde un extremo u otro del espectro político, se consideran como los auténticos poseedores de la verdad. Éstos siempre han tendido a etiquetar a los que no concuerdan con sus ideas, aunque éstos sean mayoría, como “traidores a la patria”, “enemigos del pueblo”, “lacayos de la burguesía”, etc., y en último extremo, a excluirlos y a perseguirlos cuando han tenido ocasión para ello. Digámoslo claramente: una exaltación de las minorías, cuando va unida a un desprecio hacia las mayorías, conduce irremisiblemente por el camino de la dictadura. Desde luego, el respeto por las minorías es un signo de salud para la democracia, pero este respeto no puede convertirse en un desprecio abierto hacia las mayorías.

El ser mayoritario o minoritario tampoco es una cuestión “de origen”, ni está fijada históricamente, ni es definitiva. Una de las opciones que ahora son minoritarias se presentó a las primeras elecciones de 1977 como un partido poderoso, el único que contaba con una organización y una militancia activa, numerosa y entusiasta, con una historia notable, con una ideología que se pretendía científica, y que tenía una visión global del mundo y de la sociedad, con un apoyo internacional poderoso; sin embargo, no obtuvo el apoyo popular que preveía tener, y se quedó desde entonces como minoritario. En cambio, el que fue mayoritario en aquellas elecciones desapareció al cabo de pocos años. Uno de los dos mayoritarios de ahora procede de una de las fuerzas que fueron minoritarias en las primeras legislaturas.

Los minoritarios de hoy aspiran a ser mayoritarios mañana, y a veces lo consiguen. La vía para convertirse en mayoritario es convencer a la mayoría con ideas y propuestas. Obviamente, la ley electoral actual es un obstáculo para dicha transformación y para la renovación política en general, y es necesario reformarla; el partido mayoritario en la izquierda lleva en su programa como propuesta la reforma del sistema electoral. Sin embargo, puestos a concretar, es difícil encontrar un sistema ideal que satisfaga a todos; los sistemas estrictamente proporcionales (por ejemplo, el de Israel), aplicados en España, proporcionarían resultados que ciertas fuerzas –pienso, digamos, en las de representación territorial limitada–, probablemente no considerarían satisfactorios.

El bipartidismo no es un mal en sí mismo; al contrario, es completamente legítimo, y yo diría que es la situación normal en una sociedad fuertemente bipolarizada como la nuestra, por ejemplo, entre izquierdas y derechas. Cada uno de los dos partidos mayoritarios expresa la corriente mayoritaria dentro de cada lado del espectro: izquierda y derecha. Es natural que los partidarios de cada uno de los campos en litigio tiendan a agruparse alrededor de la opción que le ofrece más confianza y garantías, o de la que tiene más posibilidades de éxito. Véase, por ejemplo, la derecha: a pesar de las diversas corrientes que la integran, se presenta como una única opción organizativa y electoral, y está encantada con la dispersión de voto y con la disgregación que padece la izquierda.

Por mi parte, yo considero como deseable la confluencia hacia una futura unidad de toda la izquierda, bien sea organizativa o meramente electoral, sin prepotencias ni exclusiones, y lo he manifestado en más de una ocasión (v. “La frustrante dispersión en la izquierda). Pues bien, si se avanzase hacia este objetivo, siempre habría fuerzas que preferirían mantener su identidad en lugar de integrarse, y quedarían inevitablemente como minoritarias; ¿deberíamos premiarlas por ello? Para mí, lo más importante es la opción entre izquierda y derecha, y la coherencia de las ideas y las propuestas, y no el hecho de ser mayoritario o minoritario.

Ante las anteriores elecciones, yo manifesté mi opción de voto por el PSOE-PSPV, partido mayoritario en la izquierda (v. “A qui votaré en les pròximes eleccions?”). Creo que las razones que allí expuse continúan siendo válidas para mí, y que no existen motivos suficientes para cambiar mi voto. El PSOE representa la opción socialdemócrata y progresista, la más próxima a mi visión de la izquierda (v. “Qué significa para mí ser de izquierdas”), netamente diferenciada de la derecha ultraliberal y conservadora (v. “¿Es lo mismo el PP que el PSOE?”). En lugar de limitarse a confiar en una reactivación económica espontánea (posición ultraliberal mantenida por el PP), el PSOE propone una política activa de incentivos para la creación de empleo, por ejemplo con rebajas en las cuotas a la Seguridad Social financiadas mediante nuevos impuestos sobre los beneficios de las instituciones financieras, sobre las grandes fortunas y sobre las transacciones internacionales. A pesar de mi escepticismo respecto a algunas de sus propuestas (v. “Rubalcaba y la socialdemocracia: mi apoyo crítico”), creo que el programa del PSOE propone un programa razonable para reducir el paro e intentar salir de la crisis manteniendo al mismo tiempo el estado del bienestar y la cohesión social.

Sin embargo, siempre estaría abierto a reconsiderar mi voto si hubiese motivos razonables para ello, pero creo que no es el caso. Supongamos que yo estuviese cansado o defraudado de los partidos mayoritarios y del bipartidismo. ¿A quién podría votar?

Veamos, por ejemplo, Izquierda Unida. Esta fuerza continúa siendo una opción minoritaria porque sigue defendiendo un sistema social fracasado en la teoría y en la práctica. La oscilación de sus resultados siempre va en sentido contrario a los resultados de la fuerza mayoritaria en la izquierda, y su crecimiento casi siempre ha coincidido con un ascenso o una victoria de la derecha. Por lo que respecta a estas elecciones, IU defiende una propuesta contra el paro que, en mi opinión (v. “La propuesta de Izquierda Unida para crear empleo”), si fuese puesta en práctica, no sólo no disminuiría el paro, sino que produciría inflación, disminuiría la productividad y la competitividad de nuestra economía, aumentaría el déficit público y ocasionaría una pérdida real de puestos de trabajo productivo y estable. Es decir, en mi opinión, IU se sitúa al margen de la teoría económica convencional. Sin embargo, continúo considerando que IU es la opción natural –la única opción coherente en este sentido, a mi parecer– para los que desconfían de la economía convencional, para los descontentos del sistema, para los que buscan una alternativa al mismo o para los que quieren dar un giro de izquierdas a la política.

En muchos casos, parece como si los minoritarios aceptasen su papel: como saben que no tienen posibilidades de gobernar, se permiten realizar propuestas irreales que rayan en la demagogia, propuestas que, si tuviesen posibilidades reales de ganar, no harían, ante la imposibilidad evidente de las mismas. Es el caso de Equo: además de lo que yo considero una actuación poco ética por parte de sus socios en el País Valenciano –actuación que analicé brevemente en mi escrito sobre las elecciones autonómicas anteriormente citado, y en la cual creo que no vale la pena insistir– y de su efecto disgregador de la izquierda, su programa está lleno de ideas que yo pienso que entran directamente en el terreno de la demagogia. Es el caso de su propuesta de una renta social mínima generalizada de 500 euros: ¿cómo piensan financiarla, precisamente en una época de déficit público generalizado? ¿De dónde piensan sacar el dinero, si ni siquiera disponemos de la máquina de imprimir billetes, aún a costa de la inflación? Por otra parte, su oposición global a los transgénicos me parece fruto del más puro oscurantismo anticientífico.

En el caso de UPyD, existen muchos puntos en su programa que me parecen positivos. Sin embargo, su imagen de partido centralista y reticente ante la autonomía y el autogobierno y su carácter de partido centrado en una persona me hace pensar que se trata de un una opción destinada a recoger los votos de algunos descontentos de izquierda o de derecha, más bien que una auténtica opción alternativa.

En definitiva, el proyecto del PSOE me parece el más razonable y convincente, por lo cual no puede extrañarnos que sea la fuerza mayoritaria de la izquierda. No encuentro ningún motivo para no votarlo, y sí muchos aspectos positivos para hacerlo.

Los minoritarios me encontrarán a su lado a la hora de luchar para conseguir un sistema electoral más justo y equitativo, pero me tendrán enfrente si pretenden erigirse como portadores de las esencias o de la verdad absoluta, menospreciando a la mayoría. De todas formas, mientras no se reforme la ley electoral, es necesario comprender que el voto a un partido o opción que no cuenta con ninguna posibilidad de obtener representación en la circunscripción correspondiente puede tranquilizar la conciencia de quien lo emite, pero no tiene ninguna incidencia ni repercusión allí donde se toman las decisiones que nos afectan a todos.

martes, 1 de noviembre de 2011

Las propuestas fiscales de Rajoy: ni una a derechas

La oposición del PP al gobierno en los últimos cuatro años ha sido, en el terreno económico, completamente irresponsable. Han aprovechado la crisis económica para cargar las culpas de todos los males del mundo a Zapatero sin ofrecer ninguna alternativa coherente, y se han abstenido o han votado en contra en el parlamento ante las necesarias medidas de control del déficit y en otras reformas económicas importantes. Han preferido permanecer al margen, confiados de que el propio desgaste del gobierno los conduciría directamente a la Moncloa. Y ahora, forzados por la inminencia de las elecciones, se descuelgan con unas propuestas fiscales ambiguas e inconcretas, donde se nos promete al mismo tiempo bajar los impuestos y controlar el déficit, pero no se nos detalla demasiado dónde ni cómo ni en qué. Además, ya nos advierten de que los recortes de impuestos podrán dejarse en suspenso en función de la “herencia recibida”; una insidiosa manera de “curarse en salud” y justificarse por adelantado ante los eventuales incumplimientos de lo prometido.

Una de las medidas propuestas que ha trascendido no puede menos que dejarnos estupefactos: la rebaja de los impuestos sobre las rentas de capital. Desde luego, debe admitirse que la rebaja de impuestos en general es una medida clásica dentro de las recetas keynesianas para impulsar la economía, sobre todo en tiempos de crisis; otra cuestión diferente es si esta rebaja es posible cuando el déficit público ha alcanzado cifras alarmantes y se pretende al mismo tiempo reducir el déficit. Igualmente, es cierto que los impuestos sobre las rentas de capital tienden, en general, a castigar el ahorro, y por tanto comprometen el desarrollo a largo plazo. Sin embargo, debemos cuestionarnos si tales rebajas tienen sentido precisamente en el momento presente, cuando lo prioritario es impulsar la salida de la crisis económica y reducir el paro.

Y aquí es donde, en mi opinión, la propuesta de Rajoy carece de sentido. En caso de ser posibles las rebajas de impuestos con el propósito de impulsar la demanda agregada, los expertos nos indican que éstas deben dirigirse a los sectores más desfavorecidos, a los que por culpa de la crisis han visto disminuida su capacidad de consumo, a los que tienen más dificultades para acceder al crédito. Por ejemplo, Guillermo de la Dehesa, en su obra La primera gran crisis financiera del siglo XXI. Orígenes, detonantes, efectos, respuestas y remedios” (p. 237), nos indica que: “para estimular el consumo sugieren dos recomendaciones. La primera es dirigir selectivamente la reducción de impuestos o las transferencias a aquellos consumidores que se encuentran más constreñidos por el crédito. Extendiendo la provisión de subsidios de desempleo a un mayor número de desempleados o dando mayor duración a los que ya los reciben, elevando el mínimo exento del impuesto sobre la renta, expandiendo la red de seguridad a más personas o elevándola cuando ésta es muy baja o ayudando a los deudores hipotecarios para evitar que pierdan su vivienda, incluso utilizando recursos públicos para la amortización de sus préstamos. Estas medidas ayudan tanto a mantener la demanda agregada como a mejorar la situación del sistema financiero”. Recordemos que, a pesar de las dificultades originadas por la crisis, el gobierno socialista ha impulsado y mantenido la red de protección social más alta conocida en nuestro país.

En cuanto a las rebajas de impuestos a las rentas de capital, el mencionado autor afirma (en la misma obra y página): “El tercer tipo de estímulo fiscal es el dirigido a incentivar el gasto de inversión en las empresas. Éstas se enfrentan no sólo a una caída de la demanda interna e internacional en sus productos o servicios sino también a una elevada incertidumbre sobre el futuro de la misma. Ante esta incertidumbre y al igual que los consumidores, toman una actitud de espera ante sus inversiones hasta ver atisbos de que la situación puede mejorar. Ante esta situación, las reducciones de impuestos sobre beneficios o sobre las ganancias de capital no suelen tener muchos efectos sobre la inversión. Es más importante conseguir que no reduzcan sus operaciones actuales por falta de financiación o por no poder pagar unos márgenes tan elevados que conseguir que hagan nuevas inversiones. Esta tarea corresponde además a la política monetaria del banco central y no a la fiscal”. (En esta última frase, el autor se refiere a la reducción de los tipos de interés, que sí que favorece la inversión.)

Es decir, lo que dificulta la inversión de las empresas, más que un punto más o menos en la tasa de impuestos sobre rentas de capital, es la incertidumbre ante la situación económica, la posibilidad de que los productos se queden en los almacenes por falta de demanda. Por ello, y sin negar el posible efecto positivo de esta medida en cuanto a la posibilidad de atraer capitales hacia nuestro país, considero que es más prioritario el estímulo de la demanda de los sectores más desfavorecidos en el sentido antes indicado. Más que ahorro a largo plazo, lo que necesitamos es impulsar la demanda a través del consumo, y hacerlo ya.

Por tanto, la propuesta de Rajoy de disminuir los impuestos sobre las rentas de capital, si bien puede ser correcta en términos generales y atemporales (si no se tiene en cuenta el ciclo económico), es completamente inadecuada en los momentos de profunda recesión y elevado paro en que nos encontramos. En cambio, las propuestas de Rubalcaba, en el sentido de aumentar temporalmente los impuestos a los más ricos, aunque parezcan inadecuadas desde el punto de vista de la teoría económica abstracta (es decir, si prescimos de los ciclos económicos), pueden ser en realidad adecuadas en estos momentos del ciclo y pueden tener efectos positivos si el importe de lo recaudado se dedica a favorecer a los más débiles e impulsar la demanda.

Algunas otras medidas económicas propuestas por el PP no dejan de plantearnos serias dudas. Por ejemplo, la de que los convenios de empresa deben primar sobre los convenios de ámbito general. Se trata de una medida en abstracto correcta, hacia la cual tendía la última reforma de la negociación colectiva aprobada por el gobierno (por cierto, con el voto en contra del PP). Pero si el gobierno no pudo o no quiso llegar más lejos en la citada dirección, fue por la búsqueda de consenso entre los agentes sociales, y una vez vista la imposibilidad de un acuerdo, por la necesidad autoimpuesta de mantener la oposición de los sindicatos dentro de unos límites razonables. ¿Se atreverá el PP a imponer por decreto una reforma laboral y de la negociación colectiva más dura, prescindiendo de cualquier tipo de acuerdo entre los agentes sociales y pasando por encima de los sindicatos? Si es así, deberían de aclararlo.

No entro en este escrito a valorar la impresentable posición del PP por su indefinición ante la ley del aborto o su silencio ante otras conquistas democráticas o derechos sociales: matrimonio de los homosexuales, derecho a una muerte digna, laicidad del Estado, etc.

Los que confiaban en la capacidad del PP y de Rajoy para sacarnos de la crisis pueden empezar a salir de su espejismo, y el conjunto de los españoles debemos sentirnos realmente preocupados de que las riendas del país caigan en manos de semejantes políticos.