La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

lunes, 26 de septiembre de 2011

La propuesta de Izquierda Unida para crear empleo

El siguiente artículo contiene un análisis somero de la propuesta de empleo de Izquierda Unida, pero que avisa sobre algunos de sus peligros y de sus falacias:

“Análisis de la propuesta deIzquierda Unida para crear 3 millones de empleos”, de El blog salmón

El plan de Izquierda Unida consiste básicamente en detraer fondos privados vía impuestos para financiar empleo en sectores como infraestructuras, medio ambiente, rehabilitación de viviendas, dependencia, etc. Esto suena muy bonito, pero es necesario tener en cuenta que una elevación de impuestos retrae fondos que, si permaneciesen en manos privadas, serían usados para el consumo reactivador de la actividad económica o para la inversión, es decir, para crear empleo productivo e indefinido; sin embargo, el empleo financiado con dichos fondos sería, en el mejor de los casos, en gran parte improductivo y puramente temporal, en sectores que en algunos casos son útiles e importantes, pero que deben atenderse sólo y en la medida en que lo fundamental esté cubierto: sanidad, educación y trabajo indefinido para todos; en el peor de los casos sería dinero puramente malgastado. La propuesta no tiene en cuenta el efecto desincentivador de la actividad económica que tienen los impuestos (v. mi entrada Comentariocrítico a Sartorius (II): ¿Es de izquierdas subir (o bajar) los impuestos,especialmente las rentas de capital?”); es decir, aunque se consiguiese recaudar todo lo que la propuesta indica y se consiguiesen financiar los empleos prometidos, no se tiene en cuenta los puestos de trabajo que se perderían a causa de la reducción de la actividad económica provocada por el aumento de impuestos, y tampoco se tiene en cuenta la disminución de recaudación que implicaría esta reducción de la actividad.

Y todo ello, además, suponiendo que los números previstos cuadrasen, y sobre todo sin tener en cuenta la pérdida de eficiencia que implica traspasar fondos del sector privado al sector público (y los que hemos trabajado en ambos sectores, sabemos de qué hablamos). Supondría convertir masivamente al Estado en empresario, con la consiguiente ineficiencia en la asignación de recursos, despilfarro, ineficacia, favoritismo, nepotismo, corrupción... La terrible experiencia de décadas de socialismo real ya nos ha vacunado contra iniciativas de este tipo.

Otro punto importante del plan consiste en prometer una reducción de jornada manteniendo el salario (nominal) para así crear empleo. Una propuesta célebre que ya viene desde los tiempos de Anguita, y que sería maravillosa si pudiera ser real, pero que no tiene en cuenta lo que afirma el artículo citado: que implicaría necesariamente una pérdida de la competitividad y un aumento inevitable de los precios a causa del aumento de los costes de producción (fenómeno conocido en economía como "inflación de costes"); es decir, se produciría una rebaja de los salarios reales, y lo que no se pierde manteniendo artificialmente los salarios nominales se perdería a causa del aumento de precios. Sencillamente, la propuesta no tiene en cuenta la distinción, fundamental en economía, entre salario nominal y salario real. Para que esta propuesta pudiese llevarse a cabo sin afectar a la competitividad de las empresas, debería ser subvencionada completamente por el Estado, por ejemplo, mediante un aumento de la masa monetaria por el banco central, lo cual, en este caso, sólo podría llevarse a cabo a escala del área euro, y ello con la consiguiente inflación. Pero, en este caso, la propuesta de “reparto de trabajo” sería realmente equivalente a una rebaja de salarios (reales) para poder activar el mercado de trabajo, es decir, aquello que propuso el premio Nobel Paul Krugman hace algún tiempo, con el consiguiente escándalo de sindicalistas y de los propios miembros de Izquierda Unida.

Pero, más aún: si no se llevase a cabo el aumento de la masa monetaria, el aumento de costes produciría probablemente una perturbación negativa de la oferta agregada que haría disminuir la producción total (algo parecido a las crisis que se produjeron en los años setenta a causa del aumento de los precios del petróleo), con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo. Lo que ocurriría es que las empresas que pudieran contratarían nuevos trabajadores para mantener la producción, pero  trasladarían el aumento de costes laborales aumentando los precios, con el consiguiente aumento de inflación tal como hemos indicado; pero las que, por tener menor demanda, no pudiesen soportar estos costes laborales, simplemente se verían abocadas a la quiebra, con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo, que compensaría a los puestos ganados mediante la reducción horaria. Y dada la escasa competitividad de la economía española actual, podemos estar seguros de que el efecto de pérdida superaría al de ganancia.

La propuesta de reducir el horario para “repartir el trabajo” se basa en la falsa idea de que el trabajo existe en una cantidad fija que debe repartirse equitativamente, sin tener en cuenta que el trabajo, como cualquier otra mercancía, se ajusta en cantidad y precio a través de la oferta y la demanda; si este ajuste no se produce es porque el mercado de trabajo no funciona a causa de perturbaciones externas al mismo, y por ello es necesaria su reforma (v. “El problema del paro”). La posibilidad de reducir la jornada manteniendo el salario real, si pudiera llevarse a cabo, sería como obtener algo por nada, lo cual obviamente es imposible.

Es decir, de aplicarse el plan propuesto por Izquierda Unida, lo que se produciría probablemente en realidad sería un aumento de la inflación, una disminución de la productividad y de la producción, una pérdida real de puestos de trabajo productivo y estable, y probablemente un aumento escandaloso del déficit público, con el consiguiente encarecimiento de la financiación que probablemente conduciría al colapso económico y a la ruina.

En mi opinión, el plan de Izquierda Unida contiene una gran dosis de buenos deseos, pero al final viene a ser algo así como la cuadratura del círculo o el deseo de que 2 + 2 = 5. Para que la izquierda anticapitalista pueda ser creíble en el terreno económico, es necesario mucho más de rigor.

sábado, 10 de septiembre de 2011

La reforma constitucional y la solicitud de referéndum

La reforma constitucional, tal como ha sido aprobada finalmente por las mayorías cualificadas del Congreso y del Senado, consagra constitucionalmente el principio de estabilidad presupuestaria. En primer lugar, es necesario aclarar que este principio es algo completamente distinto a la regla del “déficit cero”, que obligaría, de manera estricta, a mantener un presupuesto sin déficit en todos los ejercicios, independientemente de la coyuntura económica. Esta propuesta de déficit cero ha sido defendida en ocasiones por las corrientes más conservadoras –era una de las exigencias del Tea Party, que Obama con buen criterio rechazó– y por los ultraliberales anarcocapitalistas que intentan eliminar cualquier intervención del Estado en la economía. Una norma así impediría completamente cualquier estímulo estatal a la economía en tiempos de crisis (receta keynesiana que ha funcionado bastante bien en crisis anteriores, pero ahora topa con las dificultades derivadas del excesivo endeudamiento acumulado y la escasez de crédito) y dificultaría enormemente el mantenimiento de servicios sociales básicos, sobre todo en tiempos de crisis. Además, cuando hay crisis la recaudación impositiva se reduce de manera natural a causa de la menor actividad económica, mientras que las transferencias del Estado a los ciudadanos, en forma, por ejemplo, de subsidio a los parados, aumentan; si se permite que exista un déficit presupuestario controlado en los años malos, esta reacción natural ayudará a estabilizar la economía, mientras que si existiese una regla estricta de déficit cero sería necesario aumentar los impuestos y reducir las transferencias en un año de crisis, lo cual provocaría una retracción adicional de la demanda agregada que agravaría aún más la crisis. Por ello, la mayor parte de los economistas se manifiestan en contra de una regla de déficit cero. Su consagración en la Constitución implicaría dejar fuera de ella no sólo a las opciones ideológicas socialdemócratas y liberales de izquierda, sino a la pura ortodoxia económica.

Sin embargo, yo estoy de acuerdo con la reforma de la Constitución tal como finalmente ha quedado redactada. En contra de lo que afirman algunos y a pesar de la desacertada formulación inicial de Zapatero, que se acercaba a ello, esta reforma no plantea una constitucionalización del déficit cero, sino, como hemos dicho al principio, del principio de “estabilidad presupuestaria”; este principio implica que debe existir un equilibrio aproximado entre ingresos y gastos, pero no necesariamente dentro de un ejercicio, sino a lo largo de un período de tiempo más largo, que puede incluir un ciclo económico completo. Se trata simplemente de un principio de pura lógica aritmética que toda familia prudente conoce: no se puede gastar de manera sostenible más de lo que se gana, pero ello no impide que en épocas malas no pueda uno incurrir en déficits ocasionales o endeudarse por necesidades de inversión, siempre que se pueda cumplir con el pago del principal y de los intereses. Por ello, en la Constitución se habla de un límite de “déficit estructural” que podrá ser sobrepasado en caso de “catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria”.

No obstante, y aún reconociendo la necesidad de un déficit coyuntural controlado en épocas de crisis, deben recordarse los efectos nocivos sobre la economía (es decir, sobre los ciudadanos, y en primer lugar, sobre los trabajadores) de un déficit excesivo: además de hacer aumentar los intereses, es decir, los costes de financiación tanto para el Estado como para las empresas, el déficit hace que disminuya el ahorro nacional, de manera que queda lastrada nuestra capacidad de desarrollo económico a largo plazo; además, la capacidad de financiación de las empresas (y con ello, la capacidad de creación de puestos de trabajo) queda seriamente comprometida, al tener que competir con el Estado por unos mismos fondos prestables (se trata del efecto exclusión, bien conocido y descrito por la teoría económica). De la misma forma que unos gastos excesivos pueden arruinar a una familia, cualquiera puede comprender que una deuda galopante puede conducir a la ruina y a la miseria de un país.

El principio de estabilidad presupuestaria es, pues, algo completamente razonable y sensato que merece figurar en la constitución de cualquier país. Es necesario también recordar que este principio estaba ya consagrado por la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, modificada en 2006 con el voto mayoritario de los grupos de izquierdas y nacionalistas que ahora, de manera incomprensible, se oponen.

Gracias a la prudente intervención del candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, en el texto de la Constitución no se menciona ninguna cifra, sino que éstas se dejan a una posterior ley orgánica. Los topes de déficit se refieren siempre al “déficit estructural”, es decir, al que se extiende a largo plazo y no depende de la coyuntura económica; se permite así, como hemos dicho, que pueda haber años de crisis con déficit superior al fijado, que se compensen con años déficit menor o incluso con superávit, para que la media se mantenga inferior al límite.

Se deja así suficiente margen para que puedan mantenerse las políticas sociales en tiempo de crisis, e incluso los estímulos a la demanda de corte keynesiano en caso de que ello sea posible y necesario. Es falso, pues, que se constitucionalice una opción ideológica conservadora o que se pongan en peligro las políticas sociales y el estado de bienestar; por el contrario, se asegura que éste sea sostenible en el futuro, lo cual sería imposible si el Estado quebrara a causa de una política presupuestaria irresponsable.

Sobre la necesidad y la oportunidad reforma constitucional, debemos recordar que España necesita refinanciar periódicamente la deuda a corto y medio plazo que tiene acumulada, y que no puede permitirse que la desconfianza de los inversores hacia nuestra capacidad de pago eleve los intereses más allá de lo razonable. La reforma da confianza a los inversores internacionales (los mal llamados “mercados”), que deben prestarnos el dinero necesario para atender a nuestras necesidades, incluyendo los gastos en sanidad y educación y las ayudas a los más necesitados, y otorga mayor credibilidad a nuestra economía y a nuestro país. Unos intereses excesivos lastrarían nuestra capacidad para atender a dichas necesidades. La reforma no se hace, pues, para “obedecer a Merkel” o en interés de “los mercados”, sino en interés de los propios ciudadanos.

Respecto al método de aprobación, creo que la misma constitución marca los procedimientos para su reforma, indicando qué partes deben someterse a referéndum y cuáles no. Respecto al tema que nos ocupa, creo que se trata de un tema puramente técnico, que no debería ideologizarse, y por ello no debe ser sometido a referéndum, de la misma manera que no puede ser sometido a referéndum si el valenciano es catalán o no lo es. Hay una infinidad de temas, muchos de los cuales se mencionan en la Constitución, sobre los cuales yo no tengo ni idea, y no me atrevería a opinar sobre ellos, y menos a pedir un referéndum, y, más aún, si se convocara algún referéndum sobre alguno de dichos temas, me sentiría perplejo y cargado con una responsabilidad que no me corresponde asumir. ¿Cuántos de los que convocan o asisten a manifestaciones contra la reforma serían capaces de explicar la diferencia entre deuda y déficit? ¿Cuántos han oído hablar del “efecto expulsión”, ocasionado por el déficit público, a que nos hemos referido anteriormente? ¿Cuántos de los eventuales votantes se sentirían en la ineludible obligación de, antes de emitir su voto, informarse sobre las consecuencias del déficit público para la economía, digamos yendo a consultar al menos algún manual en una biblioteca? Y ello, simplemente, porque cada uno tiene sus intereses y sus preocupaciones, y los temas técnicos sólo interesan a las personas interesadas –valga la redundancia– en el tema de que se trate. Por ello, yo creo en la democracia representativa, y no en la asamblearia. En un referéndum se suele votar, más que en función del tema en concreto, en función de la simpatía o antipatía que nos ofrece el gobierno de turno, en la necesidad de castigarlo, etc.; por ello, los referéndums se prestan más al discurso demagógico que a la discusión rigurosa y al debate racional. Imaginémonos las catastróficas consecuencias para nuestro país de un resultado negativo, ocasionado por un voto condicionado por circunstancias de este tipo ajenas al tema consultado. Por ello, creo que los referéndums deben limitarse a las cuestiones ideológicas auténticamente transcendentes, lo cual no es el caso que nos ocupa.

domingo, 4 de septiembre de 2011

“El hambre cotiza en Bolsa”

“El hambre cotiza en Bolsa” (El País, 04-09-2011)

Sobre los precios de los alimentos también existe mucha demagogia, un ejemplo de la cual es, en mi opinión, el titular de este artículo. En principio, lo que se negocia en la bolsa de Chicago son los contratos de futuros, es decir, los precios de compraventa de estos productos acordados de antemano. Si no existiesen estos contratos, los precios oscilarían mucho más, pues caerían en época de cosecha y se dispararían en el invierno. Los contratos se revenden en la bolsa, y ahí intervienen los especuladores; pero ya lo he dicho otras veces: lo que un especulador gana otro lo pierde, o lo que un especulador gana hoy, lo puede perder el día siguiente.

Ciertamente, los precios financieros influyen sobre los precios reales, y ocasionalmente se producen burbujas especulativas, tanto al alza como a la baja; pero el alza ocasional de precios que quizá perjudica hoy a los pobres de Somalia beneficia otros países productores, también pobres, que quizá se morirían de hambre si no existiese el comercio internacional. Pero el determinante último de los precios es la oferta y la demanda real: si ahora existe mucha demanda de materias primas y de alimentos es porque cientos de millones de chinos que se morían de hambre (literalmente) en la época comunista (donde no existían mercados financieros) ahora, afortunadamente, han dejado de hacerlo (gracias a que del comunismo sólo queda el nombre y el sistema político dictatorial). Igualmente ha aumentado la demanda en la India, el sudeste asiático, etc., gracias al comercio mundial. Y los que se benefician de este aumento de la demanda son los países productores, que asimismo son países pobres en su mayoría.

Los principales responsables del hambre en el mundo no son, pues, los mercados financieros, sino, como ya he expuesto también en otra ocasión, las élites corruptas y dictatoriales locales que mantienen a sus países en el atraso y el subdesarrollo; y aquí es necesario mencionar de paso la política agraria común europea, que subvenciona artificialmente a los agricultores de los países ricos y distorsiona el comercio mundial perjudicando a los productores pobres.