La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Las pérdidas del Estado en la banca pública

La operación de venta del Banco de Valencia a Caixabank ha desatado mi más profunda indignación, y supongo que la de muchos ciudadanos.

Como es sabido, el Banco de Valencia estaba integrado en el grupo Bancaja (después, Bankia), que era su accionista mayoritario; es decir, formaba parte del sistema de banca pública, que fue objeto de una desastrosa gestión de los políticos –en este caso, del PP valenciano– y que como otras muchas cajas de ahorros del resto de España se vieron sometidas a los intereses particulares y partidistas, y en muchos casos a prácticas corruptas que están siendo objeto de investigación judicial.

Fruto de esta “gestión pública” –más bien, podríamos decir “ingestión” o “indigestión”–, el banco tuvo que ser intervenido –es decir, nacionalizado– por el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB, otra instancia del Estado) en noviembre de 2011, mediante la inyección directa de 1.000 millones de euros en capital y otros 2.000 millones en forma de crédito.

Ahora, la operación de venta a Caixabank se materializa mediante una ampliación de capital en el Banco de Valencia, suscrita por el FROB, por valor de 4.500 millones, con carácter previo a la venta de su participación mayoritaria en el banco por el valor simbólico de un euro. Hablando claro, esto significa que el Estado, por medio del FROB, reconoce que el Banco de Valencia no vale nada, que está en situación de quiebra y que los 5.500 millones de euros (4.500 actuales más los 1.000 inyectados anteriormente) invertidos por el Estado en capital pierden todo su valor y se han esfumado: sólo servían para intentar tapar el inmenso agujero producido por años de gestión, cuanto menos, ineficiente; y ello, sin contar los 2.000 millones de crédito, que será de dudosa recuperación. Además, el FROB (es decir, el Estado) suscribe un esquema de protección de activos (EPA) mediante el cual cubrirá el 72,5% de las pérdidas que se produzcan en la cartera de activos del banco, con lo cual la aportación final del Estado está aún por determinar.

Todo esto debe sumarse a las pérdidas registradas en una operación similar que se realizó hace unos meses mediante la venta de la Caja de Ahorros del Mediterráneo al Banco de Sabadell, también por un euro, que costó al Estado 5.249 millones en capital perdido (2.800 en el momento de la nacionalización más 2.449 antes de la venta), sin contar las pérdidas futuras derivadas del correspondiente EPA. Es decir, las pérdidas efectivas y realizadas del Estado en el sector de banca pública, sólo en estas dos operaciones, ascienden, como mínimo, a 10.749 millones de euros, es decir, más de un 1% del PIB, que deberá sumarse al déficit público de este año o, si la contabilidad creativa lo permite, del que viene. ¿Quién se supone que paga toda esta “fiesta”? Adivínenlo los lectores.

Es de destacar que no se trata de “ayudar o salvar a la banca con dinero público”. Podrá ser discutible si el Estado debe “salvar” o no a determinados bancos a fin de asegurar la estabilidad del sistema financiero, y la opinión de los expertos está dividida en este punto. Pero lo que está fuera de toda duda, porque lo confirma la realidad de los hechos, es que en nuestro país la banca privada, sometida a los criterios y a la disciplina del mercado, no ha necesitado hasta ahora la ayuda del Estado, sino que han sido sus accionistas los que han asumido las minusvalías derivadas de los descensos de cotización. Ha sido en el sector de las antiguas cajas de ahorro y entidades sometidas a ellas (controladas por las comunidades autónomas y los ayuntamientos, es decir, por instancias del Estado) donde se han concentrado la gestión nefasta, los desaguisados y las corruptelas que han conducido al desastre actual; y todo ello, con la connivencia del Banco de España, el teórico regulador (también estatal, claro está). Es decir, no es que el Estado haya “salvado a la banca”, sino que el Estado se ha salvado a sí mismo, o más bien ha reconocido su ineptitud primero pasándose la patata caliente de unas instancias estatales a otras y finalmente reconociendo sus pérdidas, mientras unos consejeros nombrados a dedo por los partidos políticos y los sindicatos se han repartido impunemente millones de euros procedentes de nuestros bolsillos.

Una seria advertencia, pues, para todos aquellos que desconfían de “los políticos” en general pero siguen defendiendo la existencia de una banca pública gestionada por estos mismos políticos, o por otros que no se diferenciarían en nada de los actuales en cuanto a incentivos, intereses y ignorancia, y que sin duda realizarían una gestión igualmente ineficiente, interesada y eventualmente corrupta.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Cataluña: por la libertad y el entendimiento

En Barcelona se produjo el día 11 de septiembre una movilización sin precedentes, que modifica las coordenadas políticas no solamente de Cataluña, sino las de España en su conjunto. No tiene sentido ignorarla ni intentar minimizarla con argumentos o justificaciones del tipo de que muchos manifestantes no eran propiamente independentistas, que estaban allí como protesta por la crisis, por el descontento con el fallo del Tribunal Constitucional respecto al Estatuto, etc. Ello puede ser cierto: quizá sólo un porcentaje indeterminado de los que asistieron a las movilizaciones, a la hora de verdad, no votarían a favor de la independencia; pero no es menos cierto que el lema de la convocatoria era inequívoco, y que la totalidad de los asistentes sabían a lo que iban, y no se sienten incómodos, sino más bien complacientes, con la idea de la independencia. Es necesario reconocer que, sean cuales sean las causas, una base amplísima del espectro social del catalanismo se ha desplazado claramente hacia posiciones independentistas; ya no se puede seguir pensando que el independentismo es y será siempre una opción minoritaria. Y se trata de una ola creciente. 

En primer lugar, debo expresar mi respeto hacia la opción independentista, como hacia todas las opiniones que se expresen en libertad y de manera pacífica, y mi defensa inequívoca del derecho de los pueblos a decidir su futuro. Sin embargo, considero que en una época en que el futuro de la construcción europea pasa por la cesión progresiva de la soberanía de los estados existentes a una Europa fortalecida en un contexto de libertad, democracia y paz, tiene poco sentido crear nuevos estados, que no serían otra cosa que obstáculos y barreras a la convivencia. Siempre me he sentido, como valenciano de padres castellanos y felizmente casado con una latinoamericana, partícipe de los dos ámbitos culturales que conforman mi existencia: el ámbito catalán, entendido en sentido amplio e integrador, como espacio cultural y lingüístico abierto a todos los territorios que compartimos la misma lengua, por encima de particularismos y denominaciones locales igualmente legítimas, y el español o hispanoamericano, como una de las culturas más ricas del planeta). Desde muy joven procuré aprender la lengua de mi país, y la cultivo y uso, junto a la mía de origen, en cualquier tipo de situaciones. Considero igual de “míos” a Ausiàs March, Cervantes, Salinas, Verdaguer, García Márquez, Lluís Llach, Javier Marías, María del Mar Bonet, Màrius Torres, Pío Baroja o Estellés. Me siento orgulloso de mi ciudadanía española, como expresión de un ámbito de convivencia en libertad y solidaridad, y no tengo problemas para usar el término España para referirme a este ámbito de convivencia o al estado que lo vertebra, aunque a veces uso también Estado español para no caer en repeticiones léxicas. No obstante, no me gusta usar el término nación, porque tras varios años de investigación y algunas publicaciones que ahora no suscribiría, no conseguí hallar una definición satisfactoria para dicho término. No me considero “nacionalista” porque creo que la pertenencia a un ámbito identitario no debe ser exclusiva ni excluyente; en este sentido, recomiendo el libro de Amin Maalouf que resumo en mi “Resum del llibre ‘Les identitats que maten. Per unamundialització que respecti la diversitat’”. 

Por todo ello, considero que la opción de convivencia más razonable, el “encaje” más adecuado entre Cataluña y el resto de España, es un estado federal, que tan bien funciona en países como Suiza, Estados Unidos y Alemania. Considero que el futuro de los pueblos pasa por superar las fronteras existentes y no por crear otras nuevas. 

Me preocupa, sin embargo, la postura del conjunto de los españoles respecto al tema. Muchos, me gustaría decir que la mayoría, han reaccionado ante la gran manifestación de Barcelona con sorpresa, admiración y respeto. Otros han exhibido posturas más o menos destempladas. Después de siglos ignorando o ocultando el problema catalán, o intentando barrerlo debajo de la alfombra, muchos parecen haber despertado de su bello sueño de la “nación española única e indivisible” y se han topado de bruces con la dura realidad. Es curioso que ahora oigamos hablar de estado federal (como mal menor) a muchos que nunca habían aceptado ni siquiera el estado de las autonomías. 

Se plantea a los catalanes la acusación de “insolidarios”: quieren –se dice– separarse porque son los más ricos y no desean aportar su parte a las regiones españolas más desfavorecidas. Apuntaré de paso que la postura oficial de Artur Mas, de reclamar el “pacto fiscal” y al mismo tiempo apuntarse a la locomotora en marcha de la independencia, me parece irresponsable y contradictoria; es como si en una pareja que está planificando su presupuesto para comprar un piso, uno de ellos plantease la separación: ya no tendría sentido comprar el piso. Sin embargo, debe recordarse que la solidaridad es voluntaria; no puede ser impuesta. Entre otras cosas, porque si se impone se convierte en un expolio que lastra la capacidad de desarrollo propio de los receptores eternos de solidaridad. No es correcto que se piense que “los catalanes, de las piedras hacen panes”, y al mismo tiempo que se pretenda esquilmar parte de dichos panes sin preocuparse por desarrollar los medios para fabricarlos por uno mismo. 

No tiene sentido, en mi opinión, plantear argumentos como que Cataluña independiente quedaría empobrecida, que quedaría fuera del euro, etc. Es cierto que, en un primer momento, una Cataluña independiente quizá perdiera parte de su cuota de mercado en el resto de España, o que algunas grandes empresas con sede actual en Barcelona se trasladarían a Madrid. Pero no voy a descubrir nada nuevo si recuerdo la tradición comercial e industrial de Cataluña, y su capacidad de iniciativa para salir adelante. Y a nadie se le puede ocultar la vocación europea de Cataluña; si así lo deseasen los catalanes, una Cataluña independiente sería inmediatamente integrada en las instituciones europeas e internacionales y en la moneda común, si es que no lo estuviese ya desde el inicio por los acuerdos alcanzados. 

Pero creo que el problema no es económico; se trata de un problema fundamentalmente identitario. Es cierto que el nacionalismo, en mi opinión, supone una exaltación, por encima de otras consideraciones, de un concepto vago y difícil de definir como el de "nación", y que los nacionalistas manejan una concepción esencialista y reduccionista de la identidad como pertenencia exclusiva a una única comunidad, en este caso nacional o lingüística, como excluyente de cualquier otra pertenencia, haciéndolas incompatibles. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que responde a una necesidad humana básica de autoidentificación y de pertenencia a una colectividad. Y cuando esta autoidentificación se siente en peligro, como ha sido históricamente en el caso catalán, surgen los conflictos, tal como advierte Amin Maalouf en el libro citado. 

Sin embargo, muchos españoles, en un ejercicio de mirar la paja del ojo ajeno y no ver la viga en el propio, estigmatizan el nacionalismo catalán olvidándose de que ellos mismos caen en el nacionalismo de tipo contrario: el nacionalismo español excluyente. No me referiré aquí a los agravios históricos –que los hay–, sino a actitudes que se manifiestan en expresiones como la "unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, sin tener en cuenta y por encima de la voluntad de sus miembros, la de “Cataluña es parte de España”, entendida como estructura eterna y fosilizada, y no modificable opinen lo que opinen los catalanes o otros pueblos hispanos, o en frases cavernícolas como el "háblame en cristiano", "esto es España y aquí se habla el español", en la supuesta "superioridad del español como lengua de España", etc., que aún se oyen de vez en cuando en territorios del Estado con una lengua distinta de la castellana. Es decir, en la negación permanente, miope y suicida de la realidad catalana y de otros pueblos de España. Creo que, lamentablemente, en el resto de España no se ha entendido ni se entiende a Cataluña ni a los catalanes, ni tampoco a los vascos, y me atrevería a decir de paso que tampoco a una parte de los valencianos. España no ha resuelto satisfactoriamente el problema del plurilingüismo y de la existencia en su territorio de pueblos que aspiran a una identidad propia y distinta de la que se les quiere adjudicar por decreto o por "derecho de conquista". 

Y la realidad, de la que no podemos huir, es que una parte creciente, quizá ya mayoritaria, de catalanes –y vascos–, sea con motivos objetivos o puramente subjetivos, se sienten agredidos respecto a su propia identidad, sienten que España no les comprende ni les respeta, y opinan que la única opción que les queda es la de “ser un país normal”, es decir, construir un estado propio. Simplemente, hay muchos que han llegado al independentismo por hartazgo, por “fatiga”, porque se sienten insatisfechos con y en el Estado español. Por suerte, no tengo experiencia en divorcios, pero creo que cuando alguien quiere separarse ambos miembros de la pareja suelen tener parte de culpa, y desde luego no la tiene siempre el que promueve la separación. Y cuando la armonía de la convivencia se rompe –si es que esta armonía existió alguna vez–, de nada sirven los reproches. 

Por ello, deben superarse las mentalidades exclusivistas que han llevado a esta situación, y debe entrarse en una vía de entendimiento que permita, de una vez por todas, un encaje satisfactorio entre Cataluña y España, donde los catalanes puedan sentirse cómodos. Una opción, para mí deseable como dije anteriormente, sería la del estado federal, un estado plurinacional que reconociese el derecho de sus pueblos a considerarse una “nación” (aunque ya dije que a mí no me gusta usar dicho término) y a decidir su futuro, incluida la separación, y la igualdad efectiva de derechos de sus ciudadanos a desarrollarse en su propia lengua y con su propia cultura. Cámbiese la Constitución si es necesario, revísese lo que haya que revisar, incluyendo el nombre oficial del Estado si hace falta, etc.; pero lléguese a un acuerdo entre iguales; no entre territorios, sino entre ciudadanos con los mismos derechos y deberes.
 
Pero quizá la locomotora que se puso en marcha el 11 de septiembre ya no pueda detenerse. Quizá ya pasó el momento, y se desaprovechó la oportunidad histórica de convivencia en un mismo estado. Si ello fuera así, contémplese la situación sin dramatismo, sin pensar que se rompe una parte de cada uno; no quedaría otro camino que el del sentido común (el seny) y, de nuevo, el del entendimiento. Por una parte, Cataluña no puede declarar la independencia de manera unilateral e ilegal, pues ello implicaría el rechazo internacional y el aislamiento. Pero por la otra, España no tendría otra opción que la de entrar en la vía de la negociación. En estos días también he oído voces histéricas recordando la inconstitucionalidad de las pretensiones de los catalanes, e incluso llamando a la intervención del ejército evocando su papel garante de la “unidad territorial de la nación española”. Seamos sensatos; si el pueblo catalán, o mañana el vasco o cualquier otro, reafirmase de manera repetida e inequívoca, bien sea por medio de movilizaciones pacíficas, de elecciones, de referéndum, etc., su voluntad de independencia, ¿alguien cree realmente que iba a ser impedimento, a medio o largo plazo, una constitución o un ejército?; ¿alguien en su sano juicio estaría dispuesto a iniciar una guerra contra Cataluña, o quizá también y simultáneamente contra el País Vasco, bajo el grito de “la maté porque era mía”?; ¿pero es que alguien cree que nos encontramos en los tiempos de los tercios de Flandes? Lo lógico, y lo deseable, sería que se actuase como en una ruptura de una pareja que desea separarse de manera civilizada. Se entraría –deseo y quiero esperar– en una vía de diálogo y negociación, donde los partidos españoles mayoritarios no tendrían más remedio que aceptar la situación; se modificaría la Constitución allá donde hiciera falta o incluso se sustituiría, y se negociarían, conjuntamente con las instituciones europeas, los aspectos económicos del asunto (deuda externa, moneda, etc.), de manera que la separación se realizase con los menores traumas posibles. Lo contrario, sería caer en la locura y en el suicidio colectivo.

viernes, 31 de agosto de 2012

La enésima mentira del Gobierno de Rajoy

Rajoy y sus ministros se hartaron de decir que no habría banco malo. Pues bien, ya tenemos banco malo. Pero si parecía que ésta era la única solución para los activos tóxicos y se había experimentado con éxito en otros países, ¿por qué se llenaron la boca a fuerza de negarlo?; ¿por qué tardaron tanto tiempo en implementar la medida? Y, ¿quién les va a creer ahora cuando dicen que no costará ni un euro al contribuyente?

viernes, 4 de mayo de 2012

Desarrollo, inversión internacional y expropiaciones: ¿a quién benefician o perjudican?

En los últimos días hemos presenciado dos actos de nacionalización o expropiación de sendas filiales de empresas españolas en dos países latinoamericanos. En ambos casos, los gobiernos respectivos las realizan “en nombre del pueblo”, “con el objetivo de controlar los recursos naturales”, “los sectores estratégicos”, “los servicios básicos”, etc. Sin entrar en detalles sobre cada caso concreto, sobre las consecuencias para las empresas matrices de las nacionalizadas ni sobre la justeza o no de las compensaciones económicas que puedan derivarse, mi objetivo en esta entrada es el de analizar las consecuencias de dichos actos para los pueblos de los propios países en cuestión: ¿les benefician o les perjudican?

En primer lugar, debemos recordar algunas cuestiones elementales. Es necesario comprender que el nivel de riqueza, de bienestar y de progreso económico de un país depende de la cantidad y calidad de los bienes de capital existentes en dicho país, es decir, de la densidad y la eficiencia de su tejido industrial, de sus fábricas, de sus infraestructuras, de sus medios de comunicación, etc.; no debemos olvidar incluir también el capital humano: la calidad de la enseñanza, el nivel de los conocimientos tecnológicos, etc. Es evidente que de la densidad de los medios de capital depende la productividad, es decir, la cantidad de producción en relación con la cantidad de trabajo empleado: un campesino con un arado romano y unos bueyes tardará un día en labrar un campo que, probablemente, araría en una hora si cuenta con el tractor o la maquinaria adecuada; igualmente, en un país que cuente con infraestructuras deficientes, medios de comunicación escasos y una población mayoritariamente analfabeta, la productividad será mucho menor que en otro que tenga medios de capital más desarrollados. Una mayor productividad, derivada de una alta densidad de bienes de capital, redunda en unos precios menores, ya que productos que antes eran muy costosos de producir, con unos medios de capital adecuados ven abaratados sus costes medios. Así mismo, tal como se explica en cualquier manual de economía, la productividad marginal (es decir, la productividad del último trabajador contratado) determina, los salarios de equilibrio, de manera que el nivel general de los salarios es mayor en los países que cuentan con mayor densidad de bienes de capital; es por ello que los salarios en Alemania, en Suiza o en Holanda son mayores que en España, Portugal, Irlanda o Grecia, y en estos países mayores que en Marruecos, China o Nicaragua, y no porque los sindicatos hayan sido más eficaces o las luchas sociales hayan sido más intensas en unos países que en otros.

El aumento de los bienes de capital puede conseguirse mediante dos vías no excluyentes: el ahorro y la inversión interior o bien la inversión exterior. De manera originaria, en los países desarrollados (en Europa y en algunos países poblados o relacionados con europeos) los bienes de capital han ido desarrollándose y acumulándose a lo largo de siglos, a partir de la revolución cientificotécnica que precedió a la Revolución Industrial, en un constante y progresivo proceso de desarrollo tecnológico, ahorro e inversión. Este proceso ha sido, en términos generales, paralelo al desarrollo humano y social en otros terrenos, como los derechos humanos, la democracia y la libertad, avances que han posibilitado la consolidación de instituciones sólidas en forma de estados democráticos y de derecho, y de una estabilidad política y jurídica que ha favorecido el desarrollo económico.

Lamentablemente, esta situación relativamente favorable (y aun así, sometida a crisis económicas periódicas como la actual) sólo existe en un número reducido de países. En muchas zonas del mundo existen aún gobiernos despóticos al servicio de elites corruptas que someten a sus pueblos a la ignorancia y a la miseria. En otros países, aunque cuenten con regímenes políticos formalmente democráticos, sus instituciones son aún débiles e inestables y su nivel de corrupción es alto. En unos y en otros, los medios de capital, físicos y humanos, son muy escasos o incluso casi inexistentes, debido a que no han tenido la posibilidad de desarrollarse. Esto origina que su nivel de riqueza sea bajo y que abunde la pobreza y la miseria. Muchas veces se arguye como causa del subdesarrollo de los países pobres y de la riqueza de los desarrollados la explotación imperialista o colonialista; aún debiendo analizarse y denunciarse todos los abusos e injusticias que históricamente se hayan producido o puedan producirse, creo que esta explicación no es suficiente para dar cuenta de la situación real actual: por una parte existen países muchos países europeos desarrollados que no contaron con imperios coloniales (Noruega, Suecia, Suiza, Finlandia, Islandia...), y en muchos países del Tercer Mundo, como muchos de los países árabes o africanos, la dominación colonial fue de corta duración en términos históricos. Creo, más bien, que la explicación de la situación actual de unos países y otros está determinada por el distinto nivel de desarrollo de los bienes de capital fruto de su proximidad o lejanía o distinta relación histórica con el núcleo donde primeramente se desarrollaron, de manera paralela, las revoluciones cientificotécnica, industrial y democrática, y que el futuro de los países pobres depende de la política que adopten de cara a favorecer el incremento de su capacidad productiva, es decir, sus bienes de capital.

Por ello, una serie de países (Sudeste asiático, India, Brasil, incluso China...) han optado de manera decidida por la vía de la apertura al exterior, tanto en cuanto a la intensificación de los intercambios comerciales como a la inversión extranjera, y han experimentado un progreso económico indudable en las últimas décadas. En otros países, esta apertura ha sido más indecisa, sometida a bandazos en función de las circunstancias políticas, o incluso no se ha dado, con el consiguiente perjuicio para los pueblos, que se han visto sumidos en el estancamiento y el atraso, o en la pobreza generalizada y en la miseria extrema.

En este sentido, la inversión exterior representa un elemento imprescindible para el desarrollo económico de los países en vías de desarrollo y para el progresivo aumento del bienestar de sus pueblos. Países donde el tejido industrial, las infraestructuras, el nivel educativo, el desarrollo tecnológico, etc., son muy deficientes, tienen una capacidad productiva muy limitada y no pueden generar por sí mismos, a corto y a medio plazo, los recursos suficientes para mejorar el nivel de vida de sus habitantes ni para desarrollar, a través del ahorro interno y de la inversión endógena, sus propios recursos productivos. Sin inversión exterior, deberían atravesar un largo período de tiempo en adquisición de conocimientos y tecnología, ahorro y esfuerzo de inversión para aumentar sus recursos de capital que les permitiesen, a largo plazo, mejorar su productividad y aumentar su nivel de vida; es decir, deberían recorrer por sí solos el largo y costoso periplo de desarrollo que en Europa y otros países desarrollados ha costado siglos. En cambio, la inversión exterior permite que los países en vías de desarrollo se aprovechen de nuestros avances tecnológicos, de nuestro capital y de nuestra experiencia, y puedan recorrer el camino del progreso en un período mucho más corto que el que nosotros habíamos necesitado.

Cuando una empresa extranjera o una multinacional invierten en un país, desde luego lo hacen por interés propio y de sus accionistas, y no actúan como una ONG; su fin es maximizar los beneficios, de la misma forma que cuando invierten en cualquier parte, o de como actúa la mayor parte de la gente en el terreno económico. Pero esta inversión se traduce en el montaje de una fábrica o de unas instalaciones que aumentan el tejido industrial o las infraestructuras del país; para ello, requerirán la contratación de mano de obra, y a fin de fidelizar a sus trabajadores más eficientes, normalmente pagarán salarios más altos que los que ofrecían los escasos empleos en las manufacturas locales. Desde luego, los salarios y las condiciones de trabajo no serán, al principio, tan altos ni tan favorables como los que se ofrecen en los países desarrollados, puesto que la cantidad de mano de obra disponible es muy numerosa, y por ello la relación entre bienes de capital y trabajo (de la cual depende la productividad marginal y los salarios) es baja; pero sin duda, tales condiciones de trabajo y de vida son mejores que las que tenían cuando la empresa multinacional no existía. Y a medida que la inversión exterior se extiende y acuden nuevas empresas extranjeras a invertir al país, el tejido productivo se hace más denso, la relación entre bienes de capital y trabajo aumenta, y por ello empieza a funcionar la competencia entre las empresas por conseguir los trabajadores más eficientes, y necesariamente los salarios aumentan y las condiciones laborales mejoran. Una parte de los beneficios se reinvertirá en el país, mediante la mejora o ampliación de las instalaciones o la apertura de nuevas industrias. Por ello, la alternativa a una multinacional que ofrece salarios escasos y condiciones duras (en comparación con los estándares de los países ricos) no es que la multinacional se vaya, sino que acudan otras diez, cien o mil multinacionales más a enriquecer el tejido industrial y a ofrecer nuevos puestos de trabajo.

Al mismo tiempo, gracias a la inversión exterior proliferan las industrias locales que ofrecen sus productos y servicios a la multinacional, y se aprovechan los conocimientos y la tecnología exterior. De esta manera, se incrementan aún más los bienes de capital físico y humano, y se posibilita todavía más la mejora de salarios y condiciones de vida; a largo plazo, éstos se equilibrarán con los de los países desarrollados. Al mismo tiempo, al haber aumentado la producción en su conjunto, se ofrecen bienes y servicios inexistentes anteriormente, o de mejor calidad y a un menor coste que los previamente existentes, y por tanto a un precio más barato. El país en su conjunto se beneficia de la inversión exterior. Por supuesto, el país originario de la empresa inversora también se beneficia, a través de la parte de beneficios que revierten a los inversores y mediante los productos importados a precios más baratos.

Por todo ello, la inversión exterior permite a los países en vías de desarrollo captar el capital y la tecnología que les posibilitarán su progreso económico y tecnológico, como un intercambio que beneficia a ambas partes. Ello es tan evidente que incluso algunos países de regímenes comunistas han acudido a la inversión exterior, sobre todo en épocas de carestía y como último recurso para su desarrollo.

Con estas reflexiones previas, podemos valorar las acciones de expropiación o nacionalización como profundamente negativas para los pueblos que sufren a los gobiernos populistas que las ejercen. A pesar de la retórica “patriótica” que las envuelve, normalmente sirven de coartada política al gobierno de turno para justificar su ineficiencia o sus problemas en otros terrenos. Su resultado es que, allí donde había una empresa moderna dirigida por profesionales y técnicos competentes, que prestaba un servicio de calidad o proporcionaba unos bienes o productos a la población, nos encontraremos con una macroestructura estatal dirigida por funcionarios sin incentivos adecuados, y eventualmente susceptible de caer en los males que aquejan a este tipo de estructuras: corrupción, nepotismo, despilfarro de recursos públicos, ineficiencia, ineficacia, etc. Además, dejará de afluir la tecnología que aportaba la empresa expropiada, y todo ello redundará en un empeoramiento o incluso desaparición de servicio o bien prestado.

Pero las consecuencias generales para el país no se limitarán a los de la industria o empresa expropiada. Normalmente, la empresa o multinacional se encuentra en el país fruto de un acuerdo previo, por compra de una empresa local que antes era ineficiente, o bien por haber montado nuevas instalaciones fruto de una política previa de apertura al comercio y a la inversión exterior; en todos los casos ha habido una inversión o desembolso por parte de la multinacional, que ahora se pierde. Incluso en el dudoso supuesto de que se llegase a un acuerdo justo con la empresa en cuanto a indemnización a pagar, se genera un precedente de cambio de reglas de juego, y una inseguridad jurídica manifiesta; la expropiación implica una variación en la política de apertura económica previa. Todo ello desincentiva la inversión exterior: las empresas exteriores paralizan las inversiones proyectadas o disminuyen las existentes, y las que pensaban acudir al país desisten de ello; las industrias locales que habían iniciado su florecimiento decaen o desaparecen. Con ello, se congela o se reduce la estructura productiva, los salarios se reducen o no crecen, se pierden puestos de trabajo, las condiciones de vida se estancan, el país se empobrece y se ciega una magnífica vía para salir de la pobreza.
 
Por encima de la demagogia, éstas son las consecuencias reales de los actos populistas de expropiación o nacionalización. Las personas que, desde los valores de la izquierda, nos sentimos sensibles y solidarios con el progreso humano y el desarrollo de los pueblos no deberíamos ignorarlas.

viernes, 20 de abril de 2012

El problema no es sólo de Repsol

El problema no es sólo de Repsol. Cuando los argentinos se den cuenta de que no cuentan con tecnología ni recursos para explotar sus pozos, y que de repente se quedan sin energía; cuando se den cuenta de que, habiendo su presidenta violado el principio de seguridad jurídica y el derecho internacional, los inversores exteriores empiezan a no acudir, o incluso a desaparecer de Argentina; cuando se den cuenta de que sin inversión exterior la competencia, la demanda de trabajo y los salarios reales se reducen; cuando se den cuenta de que en lugar de profesionales han colocado al frente de sus empresas más importantes a politicastros corruptos e incompetentes; cuando los organismos internacionales impongan a Argentina una indemnización por el valor real de lo expropiado, que el Estado se niega a pagar, porque sus políticos se han llevado los recursos; cuando ya nadie quiera prestar dinero al estado argentino ni hacer negocios con él; en fin, cuando la sociedad argentina se empobrezca cada vez más por culpa del populismo demagógico, entonces las consecuencias no las sufrirá su presidencia, ni sus políticos; las sufrirá el pueblo argentino. Pero, los políticos no tendrán problema: siempre conservarán lo que se han llevado, y siempre existirá el "imperialismo", el "neoliberalismo", el "colonialismo", los "malditos gallegos" o cualquier otro fantasma para echarle la culpa y eludir los análisis serios y las responsabilidades.

viernes, 2 de marzo de 2012

Rajoy decepciona incluso cuando acierta

En otro giro espectacular respecto a lo prometido, después de haber afirmado hasta la saciedad que España cumpliría sus objetivos de déficit, Rajoy se permite desafiar a la Unión Europea negando todas sus promesas anteriores y afirmando que el objetivo del déficit para 2012 será del 5,8% del PIB, muy lejos del 4,4% comprometido.


La decisión, en sí, no puede calificarse de negativa, sino todo lo contrario. El compromiso de déficit del 4,4% se tomó cuando se preveía una cierta recuperación económica que habría permitido ir enjugando el enorme déficit acumulado en los años anteriores; en lugar de ello, la economía ha experimentado un retroceso generalizado en el último trimestre de 2011, lo cual ha originado que el déficit del último año fuese más alto que el inicialmente previsto. En 2012, muchos países prevén una desaceleración que en algunos, como en España, se traducirá sin duda en recesión. En estas condiciones, el cumplimiento del objetivo prefijado hubiera obligado a una profundización de los recortes sociales que hubiera hundido aún más la economía y habría hecho que aumentara aún más de lo previsto el número de parados. Por ello, el mantenimiento del compromiso hubiese sido poco menos que suicida. Muchas voces se han pronunciado en este sentido, y el acierto de la decisión ofrece pocas dudas.


Sin embargo, la forma de tomar esta decisión resulta decepcionante, y puede calificarse de alarmante. La situación de dificultad en el cumplimiento de lo pactado no afecta únicamente a España, sino, como hemos dicho arriba, a muchos países de la Unión Europea. Se ha desaprovechado una magnífica ocasión de introducir un debate de altura en el conjunto de la Unión Europea para evaluar los resultados de la política de austeridad a ultranza seguida hasta ahora, y para valorar la posibilidad de reintroducir incentivos de tipo keynesiano para reactivar la economía; es decir, se ha perdido la oportunidad de convencer a los gobiernos más conservadores de la necesidad de cambiar el rumbo de la política económica seguida hasta ahora. Una decisión consensuada en sentido positivo habría generado confianza y habría permitido ir saliendo conjuntamente de la crisis.


Es decir, se imponía la vía de la negociación con nuestros socios, para tomar entre todos las decisiones más convenientes. Sólo agotada la carta de la negociación, y después de que se hubiese comprobado el fracaso de ésta, podría haber tenido justificación el incumplimiento por parte de España, para evitar males mayores. Sin embargo, el gobierno se lanza a una decisión unilateral, sin contar con nadie, en claro desafío a toda la Unión Europea. Con ello, el PP incumple de nuevo sus promesas electorales y sus afirmaciones anteriores (ya lo hizo al aumentar los impuestos) en un nuevo bandazo que compromete nuestra credibilidad de país para cumplir sus compromisos, y nos expone en solitario a los avatares de los mercados, dificultades que podrían provocar un aumento exagerado de la prima de riesgo que mermase nuestra capacidad de financiación en el exterior y agravase aún más la crisis. Ojalá, además de volver a mentir, el gobierno no se haya equivocado.

martes, 21 de febrero de 2012

El verdadero rostro de Alberto Ruiz Gallardón

Hoy hemos vuelto a ver el verdadero rostro de Alberto Ruiz Gallardón, actual ministro de Justicia, y para algunos líder “moderado” de la derecha. Mientras su compañero de gabinete, el ministro del Interior, da muestras de una cierta autocrítica, Alberto Ruiz Gallardón cierra filas y habla de “los que atacan" a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, afirmando que los agentes policiales han sido "violentamente agredidos" y han actuado "obligados" por esa violencia de las protestas estudiantiles. Nosotros no hemos visto nada de eso; lo que hemos visto, y ha visto todo el mundo, son policías empujando violentamente y golpeando a ciudadanos indefensos, muchos de ellos menores de edad.

A Ruiz Gallardón ya lo conocíamos apoyando también sin fisuras la guerra de Irak, y manifestando que lo más progresista que ha hecho en su vida es proponer una reforma legal para encarcelar a miles de mujeres y médicos. Si esta era la “imagen moderada” de la derecha española, ahora ya sabemos a qué atenernos.

Sobre la represión policial en Valencia

http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/02/20/valencia/1329747482_238876.html#sumario_3 



En los enlaces anteriores recojo algunos testimonios y vídeos sobre la violencia policial injustificada que se vivió en Valencia en el día de ayer. Los he seleccionado de dos medios de tendencia diferente, para que nadie piense que se trata de una visión parcial.


Una actuación policial tan violenta como la que se vivió ayer, yo no la recuerdo desde los tiempos de la Dictadura. Esto pasó de simples "excesos policiales", y fue algo políticamente premeditado. Si pretendían despejar la calle, tenían medios para hacerlo sin agredir a la gente. Pero NADA JUSTIFICA EL APALIZAMIENTO BRUTAL DE PERSONAS INDEFENSAS.


Para acabarlo de rematar, el jefe de la policía en Valencia se refiere a los estudiantes menores de edad como "el enemigo", en presencia de la delegada del Gobierno, Paula Sánchez de León, que calla y otorga. Ésta es la "gente" que nos gobierna.


El Sindicato Unificado de Policía ha señalado a los verdaderos responsables políticos: la delegada del Gobierno, que ordenó la carga policial, y el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, que no la ha cesado fulminantemente y la mantiene en el cargo. Además, dicho sindicato señala que los policías no tienen un protocolo de actuación claro para estos casos. Sin embargo, esta responsabilidad política no quita la responsabilidad penal que corresponda a los policías individuales y mandos que cometieron los actos brutales, que deben investigarse y llevarse ante la justicia.

lunes, 13 de febrero de 2012

Sobre Grecia

¿De verdad creen los griegos que quemando su país, sus edificios históricos, sus valores culturales, lo que puede servirles para progresar un poco aunque sea atrayendo el turismo, van a arreglar algo? ¿De verdad hemos de aprender de ellos, como dicen algunos? ¡Pero si lo que están aprobando es lo que necesitan para que la Unión Europea les preste más dinero aún, dinero sin el cual no podrán pagar a sus maestros ni a sus médicos! Desde luego, la ruina de Grecia la han causado sus sucesivos gobiernos, que gastaron cinco veces más de lo que tenían, mintieron en sus cuentas y encima llevan dos años engañando y mintiendo para que les den todavía más dinero. Pero los ciudadanos, acostumbrados a la corrupción y a la evasión sistemática de impuestos, alguna responsabilidad deben tener también, ¿no?

sábado, 11 de febrero de 2012

Valoración urgente de la reforma laboral aprobada

¿Es tan complicado entender que para que alguien adquiera un compromiso duradero con otra persona debe tener la seguridad de que si algo no va bien podrá hacer que la relación acabe? ¿Es tan difícil comprender que cuanto más fácil y más barato sea el divorcio habrá más posibilidades de que la gente se case? ¿Es tan complicado de explicar que cuanto más fácil sea descontratar si las cosas van mal, más fácil es que la gente se decida a contratar? ¿Es tan difícil admitir que, aunque hubiera crecimiento, no habría suficientes contrataciones si las indemnizaciones por despido hubiesen continuado siendo de las más altas de Europa? Por ello era necesaria una reforma laboral. Los líderes sindicales deberían ser capaces de comprender todo esto. Y también tendría que haber sido capaz de entenderlo el PP, que mintió en la campaña electoral prometiendo que no abarataría los costes del despido, y vuelve a mentir ahora la ministra diciendo que no los ha abaratado, cuando es evidente que sí que lo ha hecho. Es decir, aunque hayan avanzado en la dirección correcta, ¡no se atreven a admitirlo! Es el colmo del cinismo.


Sin embargo, no han avanzado demasiado en otro de los aspectos que era necesario cambiar: la eliminación de los contratos temporales, excepto en casos justificados. Se mantiene así la dualidad del mercado de trabajo, con las consecuencias negativas que la mayoríade los autores que han tratado el tema han señalado.


Tampoco se han atrevido a enfrentarse a las poderosas organizaciones sindicales y patronales en otro tema importante: el de la negociación colectiva. No queda suficientemente claro que el ámbito principal de ésta, en cuando a fijación de los salarios, debe ser la empresa; los acuerdos en la empresa continúan contemplándose como una excepción, mediante casos de “descuelgue” respecto a los convenios territoriales y sectoriales, y no como los prioritarios; en el escrito citado antes explico por qué los economistas piensan que esto era esencial.


En resumen: se avanza en la dirección correcta, pero con tantas indecisiones, dudas e insuficiencias que me temo que se han quedado a mitad de camino. Me temo que ésta no es más que una reforma más, y no la que realmente necesitaba el mercado laboral para que cuando haya crecimiento y se supere la crisis no nos sintamos contentos si el paro se queda en un 12 o un 15 por ciento, como otras veces.

viernes, 10 de febrero de 2012

Las reformas estructurales necesarias para salir de la crisis (II)

En la primera parte de esta exposición me referí a dos de las reformas estructurales que, recogiendo las recomendaciones de los principales economistas del país, considero necesarias para salir de la crisis y para volver por la senda del crecimiento sostenido: la reforma del mercado laboral y la reforma del sistema financiero; en dicha entrada mencionaba también la bibliografía utilizada. Hoy se ha aprobado un proyecto de reforma laboral, que será necesario leer detenidamente antes de hacer una valoración objetiva. En este escrito trataré de las otras dos reformas (o grupos de reformas) que mencionaba: la consolidación y la armonización fiscal a escala europea y el impulso de un nuevo modelo productivo.

Existe un consenso generalizado entre los economistas, al menos entre los que se sitúan dentro del paradigma económico comúnmente aceptado de la ciencia económica, y entre los políticos realistas que se abstienen de soluciones utópicas y propuestas irrealizables, sobre la necesidad de reducir el déficit público de nuestro país; es lo que se llama ajuste o armonización fiscal. Nuestro déficit público sufrió un aumento alarmante entre 2007, año en que hubo superávit, y 2009, ejercicio en que el déficit alcanzó la cifra del 11,2% del PIB (la más alta registrada en nuestro país en tiempos de paz desde que se conservan registros históricos), para descender muy lentamente al 9,2% en 2010 y a una cifra superior al 8% en 2011.


Este déficit tan elevado tiene consecuencias profundamente negativas para nuestra economía y para la creación de empleo. En primer lugar, siembra dudas sobre la capacidad de nuestras finanzas públicas para pagar sus deudas y los intereses de deuda, lo cual ocasiona que los inversores nacionales e internacionales se retraigan de comprar deuda pública española y huyan hacia otras inversiones percibidas como más seguras, con la consiguiente elevación de los tipos de interés que el Estado debe pagar al emitir nueva deuda; en esto consiste el aumento de la prima de riesgo (incremento en la rentabilidad exigida en función del riesgo) y del diferencial con respecto a Alemania (diferencia entre la rentabilidad exigida a la deuda alemana y la exigida a la española). Este aumento de los tipos de interés a que deben colocarse las nuevas emisiones de deuda pública necesarias para financiar el déficit incrementa la carga del Estado en cuanto a pago de intereses, lo cual aumenta nuevamente el déficit y la prima de riesgo, en una espiral infernal en la que han caído países irresponsables en el manejo de sus cuentas públicas, como Grecia en los últimos años.


Pero los efectos negativos del aumento de los tipos de interés y de la prima de riesgo no se limitan a las finanzas públicas: las empresas españolas ven también aumentados sus costes de financiación como consecuencia del riesgo país, es decir, del riesgo asociado a la economía española; ello ocasiona que numerosos proyectos de inversión que podrían ser rentables con unos costes de financiación menores dejan de serlo y no se llevan a cabo, con las consecuencias negativas que se derivan de ello para la creación de empleo.


Otra consecuencia negativa del déficit público es el llamado efecto expulsión o crowding out, bien estudiado y descrito por los economistas. El déficit, como ya hemos dicho, debe ser financiado con la emisión de nueva deuda pública, y esta nueva deuda es comprada por los inversores particulares o institucionales, sobre todo por los bancos e instituciones financieras. La deuda pública absorbe, de esta manera, una buena parte de los recursos de los ahorradores, de manera que disminuye la cantidad de ahorro disponible para proyectos de inversión; de esta manera, puesto que los bancos deben invertir parte de sus recursos en la compra de la deuda pública del Estado, cuentan con menos dinero para prestar a los hogares y a las empresas, lo cual hunde todavía más el consumo y la inversión y dificulta la creación de puestos de trabajo. Al mismo tiempo, la disminución del ahorro disponible y el aumento de la demanda de fondos prestables por parte del Estado presionan al alza sobre los tipos de interés y encarecen la financiación de las empresas, con las consecuencias negativas para el empleo que hemos indicado más arriba.


Todo esto explica el consenso a que nos hemos referido, al menos por lo que respecta a la reducción de un déficit tan elevado como el de nuestro país. Sin embargo, existe un debate a escala internacional sobre la velocidad adecuada en esta reducción, o incluso sobre la conveniencia o no de un déficit moderado en países con una situación mejor que el nuestro. Los economistas de la escuela keynesiana, como Paul Krugman y Joseph Stiglitz, critican la política de austeridad seguida por la mayor parte de países y abogan por un incremento del gasto y la inversión pública como estímulos para la reactivación económica. Sin embargo, otros economistas y gobiernos insisten en la necesidad de una estabilidad presupuestaria que siente las bases de un sano crecimiento futuro. Es evidente, sin embargo –y sobre ello existe también consenso entre la mayor parte de los economistas– que estabilidad presupuestaria a medio y largo plazo no es lo mismo que un déficit cero obligatorio en todos los ejercicios sea cual sea la coyuntura económica: en los años de recesión es conveniente y necesario incurrir en un déficit moderado tanto para mantener las prestaciones sociales y los servicios públicos como para aplicar los estímulos económicos que sean necesarios, compensándose este déficit con el correspondiente superávit en cuanto la situación mejore (v. mi entrada “La reforma constitucional y la solicitud de referéndum”).


Sin embargo, hay tener en cuenta que las propuestas de aumento del gasto para reactivar la economía realizadas por los economistas keynesianos se realizan primordialmente en el contexto de países cuyos costes de financiación son muy inferiores al nuestro; las recetas keynesianas que Krugman o Stiglitz recomiendan son probablemente adecuadas para los Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania, con tipos de interés real de la deuda negativos o muy bajos, pero no pueden trasladarse automáticamente a otros países con elevada prima de riesgo, como España o Italia, o mucho menos aún, Portugal o Grecia.


La solución sólo puede venir, pues, a través de una negociación global, o al menos a escala europea. Es necesario convencer a nuestros socios europeos, y particularmente a Alemania, de que la austeridad a ultranza está provocando una recaída en la recesión que no hará más que aumentar el paro y hacer aún más profunda la crisis y más lejana la recuperación. Sin embargo, este convencimiento no se producirá mediante descalificaciones o insultos a determinados líderes europeos –particularmente, contra la señora Merkel, que al fin y al cabo no hace más que defender los intereses de su país de la manera que cree mejor posible–, sino a través de una negociación para alargar por uno o dos años los plazos de los compromisos de reducción del déficit, de manera que la política de ajustes se haga compatible con los estímulos económicos a corto plazo que favorezcan el crecimiento económico, imprescindible para la creación de empleo a corto plazo. Esta es la propuesta, a mi modo de ver razonable y coherente, que mantiene el ya secretario general del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba, enfrente de las actitudes demagógicas y populistas de otros líderes y de la actitud empecinada del gobierno del PP de reducir del déficit sin ninguna medida de estímulo y aun a costa de aumentar los impuestos en contra de toda lógica económica.


Otra solución a medio plazo pasa por la financiación conjunta de la Unión Europea, o al menos de la zona euro, mediante la emisión de deuda solidaria compartida por todos los estados miembros: los llamados eurobonos. Estos eurobonos estarían respaldados por el Banco Central Europeo (BCE) y contarían como garantía con la solidez económica de toda Europa, de manera que podrían emitirse a tipos de interés menores que los exigidos a la deuda de ciertos estados y resistirían mejor las reticencias y las presiones de los “mercados”. De esta forma, la garantía ofrecida de países más solventes, como lo es Alemania, permitiría a países más débiles económicamente endeudarse a menor coste. Sin embargo, es comprensible que estos países solventes se hayan mostrado reticentes y contrarios a los eurobonos, puesto que la existencia de éstos supondría que los países responsables en sus finanzas públicas se hacen cargo de los excesos presupuestarios de los países más despilfarradores; es normal que dichos países solventes exijan medidas de restricción y recortes del gasto presupuestario y de armonización fiscal en todos los países antes de proceder a su emisión. Sin estas medidas, la exigencia de eurobonos sería como exigir, a cambio de nada, que los vecinos más laboriosos y eficientes de una comunidad pagasen las fiestas de los más improductivos y derrochadores.


A propósito de este tema, muchas veces surge la cuestión de por qué el BCE no presta dinero directamente a los estados, como hace la Reserva Federal de los Estados Unidos o el Banco de Inglaterra, en lugar de a los bancos; se arguye que el BCE presta a los bancos a un interés muy bajo, y éstos “hacen negocio” prestando a los estados a un interés más alto. Sin embargo, es necesario  tener en cuenta que, hoy por hoy y tal como fue creado, el BCE no tiene la función de prestar dinero a los estados, pero sí que tiene la de servir de prestamista de último recurso a los bancos, como otros bancos centrales. El BCE, como banco central, decide el tipo de interés al cual prestan a los bancos la cantidad que necesitan diariamente para cumplir con sus ratios de liquidez, es decir, con las reservas obligatorias que deben tener para satisfacer las eventuales retiradas de dinero de los clientes. Estos préstamos están completamente garantizados, y son normalmente por períodos muy cortos; por ello, su tipo de interés no puede compararse con los de la deuda pública de los estados, que varían obviamente según el plazo de la deuda y según la solvencia de cada estado para poder devolver lo prestado. Los tipos de interés de la deuda pública se determinan en los mercados de deuda pública y en las subastas en las que cada estado emite su deuda, y en éstos participan no sólo los bancos, sino cualquier inversor particular o institucional que lo desee. Cuando los bancos prestan a los estados al tipo de interés del mercado asumen el riesgo implicado en dicho préstamo, riesgo que hoy por hoy no puede asumir el BCE porque no está autorizado para ello. La diferencia con respecto a la Reserva Federal o al Banco de Inglaterra radica en que mientras que los Estados Unidos o Gran Bretaña son países cohesionados desde hace siglos y se solidarizan con las cuentas de cada uno de sus componentes, Europa (o la zona euro), aún no lo es. Para que el BCE pueda emitir cumplir la función que se le pide, bien prestando directamente a los estados o emitiendo deuda propia, es necesario armonizar antes las cuentas públicas de todos los estados implicados. Simplemente, las cosas son así, y no podemos exigir a nuestros vecinos una solidaridad incondicional si nosotros no cumplimos con nuestros compromisos y obligaciones.


Este es el sentido de las decisiones adoptadas en las últimas cumbres europeas; para garantizar la estabilidad de la Unión Europea y de su moneda, es necesario profundizar en la unión política, que vaya más allá de lo que hasta ahora ha sido una pura unión económica y monetaria. Es necesaria, pues, la armonización fiscal europea, que implica avanzar hacia una política fiscal común europea.


Pero para todo ello, y sea cual sea el resultado de la negociación indicada o de las velocidades que se adopten, nos vemos obligados, en definitiva, a la reducción del déficit. ¿Cómo debe abordarse dicha reducción? Evidentemente, existen dos vías, que no son incompatibles: aumento de los ingresos y reducción de los gastos.


El aumento de los ingresos será posible, y se producirá de manera natural, cuando se reactive la actividad económica, mediante el aumento natural de las bases impositivas. Sin embargo, un aumento de los ingresos por vía del aumento de impuestos, tal como la emprendida por el gobierno, es contraria a la lógica económica y no estaba contemplada en las propuestas de los economistas (al menos, de los que se encuentran dentro del paradigma comúnmente aceptado), incluidos los propios miembros del gobierno. Ya me he referido en otras ocasiones a los efectos negativos generales de los impuestos sobre la actividad económica (“Comentario crítico a Sartorius (II): ¿Es de izquierdas subir (o bajar) los impuestos, especialmente las rentas de capital?”) y sobre las consecuencias nefastas de la decisión del gobierno de subir los impuestos en estos momentos (“Se desveló el programa oculto del PP”), y por tanto no insistiré sobre ello.


Otra vía que se señala habitualmente para aumentar los ingresos es la persecución del fraude fiscal. Sin embargo, la necesidad de acabar con la evasión fiscal es algo que se plantea desde los inicios de la democracia; se ha avanzado mucho en ello, y debe hacerse un mayor esfuerzo en este sentido. Sin embargo, la erradicación del fraude fiscal es una meta a medio y largo plazo, que es mucho más fácil de enunciar como deseo que de conseguir en la realidad, y no podemos confiar en que a corto plazo podamos conseguir el dinero suficiente para enjugar nuestro déficit únicamente por esta vía.


Por ello, es imprescindible emprender la reducción del déficit público a través de la reducción del gasto superfluo o improductivo. Desde luego, sería deseable no tocar los fundamentos del estado de bienestar (sanidad y educación), y mantener, dentro de lo posible, las inversiones productivas. Pero existen muchas partidas en subvenciones o gastos innecesarios que quizá tengan una justificación en época de bonanza o normalidad, pero que en estos momentos resultan un lujo y son prescindibles. Es necesario, por ejemplo, reducir o eliminar las subvenciones a los partidos políticos, a los sindicatos, a la Iglesia y a otras organizaciones con contenido ideológico, que deberían mantenerse con las aportaciones de sus militantes, simpatizantes o seguidores.


Hace poco, el economista José Ramón Rallo publicó un artículo donde señalaba una seria de partidas del presupuesto del estado con cuyo recorte se podría ahorrar hasta 32.000 millones sólo en la Administración central (sin contar lo que se podría ahorrar en las autonómicas y locales), y ello sin tocar el sueldo de los funcionarios, el estado de bienestar ni los servicios básicos del Estado. Como afirma el propio autor citado, no es necesario estar de acuerdo con todos los recortes que propone para "reconocer que hay un margen enorme para reducir el gasto sin necesidad de subir todavía más los impuestos".
Igualmente, sería necesario reducir el tamaño del Estado, que en nuestro país alcanza unas dimensiones y una estructura demasiado compleja, con multitud de competencias duplicadas o multiplicadas. Es necesario plantearse la eliminación de instituciones que no cumplen un papel esencial, como las diputaciones provinciales y el Senado, así como reducir el número de municipios mediante agrupación de los más pequeños que se encuentran próximos, a fin de maximizar la eficiencia en la utilización de los servicios ofrecidos. Igualmente, es necesario reducir o eliminar los asesores y los cargos de confianza que pululan en todas las administraciones públicas, así como bajar el sueldo de los políticos y de los altos cargos de la Administración y reducir su número. Así mismo, deben privatizarse las empresas públicas como Loterías y Apuestas del Estado, Aena, los paradores nacionales, las participaciones del SEPI, muchos de los canales de televisión pública, y la mayoría de las empresas públicas creadas a nivel autonómico o local que no comporten servicios esenciales del Estado; de esta forma, la gestión de estas empresas dejaría de estar sometida a los intereses de los políticos (muchas veces se convierten en retiro dorado para pago de ex altos cargos, sus amigos o familiares) y se sometería a los criterios profesionales y de mercado, liquidándose las deficitarias y generando las demás mayores beneficios que podrían revertir en creación de puestos de trabajo.


Igualmente, debe plantearse una racionalización del gasto público, incluso en los servicios esenciales, para impedir el derroche y el abuso, a fin de que estos servicios públicos puedan seguir funcionando con criterios de universalidad, calidad y eficiencia. Por ello, debe dejar de ser tabú el establecimiento de alguna forma de copago de ciertos servicios, como la sanidad, para que sean usados en la medida en que realmente son necesarios; evidentemente, la forma de copago a adoptar debería ser compatible con la universalidad del servicio a las personas necesitadas, mediante un sistema adecuado de exenciones, etc. El copago es normal en la mayoría de países de nuestro entorno, y debería dirigirse a desincentivar los abusos que se derivan de un coste nulo.


Asimismo, debe asegurarse la sostenibilidad del sistema de pensiones públicas, si se plantease como necesaria una nueva reforma, mediante la transición a un sistema mixto entre reparto y capitalización, aunque fuese de manera voluntaria, tal como funciona con éxito en países tan diversos como Suecia o Chile.


Evidentemente, muchos de los temas que planteo son conflictivos y polémicos, pero pienso que deben ser objeto de reflexión y debate desapasionado, desde el punto de vista de la racionalidad y el realismo y sin apriorismos ideológicos. Pienso que un Estado más reducido y eficiente podría cumplir mejor sus funciones primordiales, como la de garantizar la justicia, la libertad y igualdad de oportunidades.


Me quedaría por tratar la última de las reformas estructurales necesarias: el impulso de un nuevo modelo productivo. No me extenderé en este aspecto, puesto que se trata de algo que es mucho más fácil de enunciar que de concretar o de poner en práctica. Sin embargo, existe mucho espacio de mejora en múltiples aspectos, como la educación, la inversión en investigación y desarrollo (la famosa I+D+i), supresión, reducción o simplificación de trámites para montar una empresa, mejora en la eficiencia del sistema de justicia, etc., a fin de aumentar nuestra productividad y competitividad y hacer que nuestro país sea más eficiente y que pueda situarse en el lugar que le corresponde dentro del contexto europeo e internacional.

viernes, 3 de febrero de 2012

Gracias, Zapatero

Gracias, Zapatero. A pesar de tus errores, tardanzas e indecisiones, hiciste lo que pudiste en momentos extremadamente difíciles. Aprobaste leyes históricas sobre derechos y libertades ciudadanas, que ahora están en peligro, y supiste mantener la protección social. Aunque no acertaste a explicarlo bien y fuiste incomprendido por muchos de los tuyos, cambiaste de rumbo cuando era necesario hacerlo, tomaste decisiones difíciles y pusiste el interés general por delante de tu carrera política. Fuiste, sobre todo, un hombre honrado.

Las reformas estructurales necesarias para salir de la crisis (I)

En una entrada anterior (La crisis económica y los “fallosdel Estado”) me referí a las dificultades de los estados para enfrentarse a la crisis aplicando las recetas clásicas de la macroeconomía keynesiana, al menos desde un país de manera aislada, y a la necesidad de efectuar reformas estructurales que mejoren nuestro sistema económico y nos permitan salir adelante. Entre estas medidas se encuentran la reforma profunda del mercado laboral, la reforma del sistema financiero, la consolidación y la armonización fiscal a escala europea y el impulso a un nuevo modelo productivo. En esta entrada intentaré incluir y sintetizar algunas de las medidas más importantes propuestas por los más importantes economistas del país que han escrito sobre el tema, por ejemplo Guillermo de la Dehesa: La primera gran crisis financiera del siglo XXI. Orígenes, detonantes, efectos, respuestas y remedios, Alianza Editorial, 2009; Blas Calzada Terrados y Juan Pablo Calzada Torres: La encrucijada económica de España. Propuestas para salir de la crisis, Ed. Deusto, 2009; Juan Velarde (coord.): Lo que hay que hacer con urgencia, Actas Editorial, 2011, o Jorge Juan (pseudónimo de seis economistas de FEDEA): Nada es gratis. Cómo evitar la década perdida tras la década prodigiosa.

Abordaré en esta entrada las dos primeras reformas estructurales (la reforma profunda del mercado laboral y la reforma del sistema financiero), y dejaré para un próximo escrito las otras dos.

En cuanto a la reforma laboral, su necesidad es obvia para casi todo el mundo, con el fin de reducir y eliminar progresivamente la lacra social que nos azota con más fuerza, y que, además de comportar un drama humano para los que lo padecen, supone un problema económico de primer orden en forma de infrautilización de los recursos disponibles, caída en la recaudación fiscal y aumento de los recursos dedicados a prestaciones por desempleo, aumento de la inseguridad general y contracción de la demanda ante el temor a perder el empleo. Si tenemos en cuenta que nuestro país es el que tiene un nivel de paro más alto en nuestro entorno (cerca ya del 23%) y que, incluso antes de la crisis, la tasa de paro sólo descendió del 10% en un período muy corto de tiempo (en la cima de la burbuja teníamos más paro que la mayoría de países en plena crisis), llegaremos a la conclusión que algo no funciona bien en nuestro mercado de trabajo, y que la mayor parte del desempleo que padecemos es de carácter estructural; es decir, no depende de la crisis, sino de una legislación inadecuada que debe ser reformada.

Nuestro mercado de trabajo tiene un carácter eminentemente dual, marcado por la división entre contratos indefinidos y contratos temporales, que permite que el porcentaje de contratos temporales sea el más alto entre los países de nuestro entorno. Esta división se manifiesta en la existencia de unos trabajadores aparentemente muy protegidos con altas indemnizaciones por despido –y digo aparentemente, porque también ellos están amenazados permanentemente por la pérdida de su empleo sin perspectivas de recolocación rápida–, y otros trabajadores prácticamente sin ninguna protección. Por ello, en las épocas de bonanza una gran parte de los empleos que se crean son de tipo temporal, ante la perspectiva que se plantea a los empresarios de hacer frente a altas indemnizaciones si la cosa va mal; esta alta temporalidad plantea grandes problemas no sólo de tipo personal (inseguridad, escasas posibilidades de plantearse un futuro estable...) sino también económico (escaso esfuerzo por parte de las empresas y trabajadores de cara a la formación, excesiva rotación en el puesto de trabajo...). Además, cuando llegan las vacas flacas, los trabajadores temporales son los primeros en ser despedidos, como se comprueba en el alto porcentaje de pérdida de puestos de trabajo temporales producidos en esta crisis.

Por tanto, la reforma laboral debe ir en la dirección de eliminar esta dualidad, estableciendo un único tipo de contrato normal indefinido, con una indemnización por despido intermedia entre los dos modelos de contrato ahora existentes, inicialmente reducida pero progresivamente creciente según el tiempo transcurrido, y que no desincentive la contratación. Los contratos temporales deben reservarse para los casos estrictamente justificados por el carácter temporal del trabajo a realizar, y debe utilizarse también el contrato voluntario a tiempo parcial.

Es decir, debemos adoptar, con las modificaciones necesarias en función de nuestro sistema productivo, el modelo de flexiseguridad existente en numerosos países europeos (por ejemplo, Noruega u Holanda, con unas tasas de paro entre el 4% y el 6% en plena crisis), basado en bajos costes de indemnización por despido (compensados por la mayor probabilidad de encontrar rápidamente un empleo) y unas prestaciones por desempleo generosas, pero ligadas a la búsqueda de trabajo y a la formación en programas de eficacia comprobada.

Otro problema de la legislación laboral actual que es necesario reformar es el modelo de negociación colectiva. Actualmente, la preponderancia de los convenios territoriales y sectoriales por encima de los de empresa impone unas condiciones que muchas pequeñas empresas no pueden soportar. Además, los convenios permanecen en vigor una vez caducados mientras no se negocie el nuevo convenio, lo cual implica incentivos que dificultan la negociación. Esta situación comporta una rigidez que impide la adaptación de los salarios y demás costes laborales a las condiciones reales de las empresas, de manera que cuando sobrevienen dificultades el ajuste se produce necesariamente mediante la destrucción de puestos de trabajo o la no creación de nuevos puestos.

Por ello, es necesario fijar como marco de negociación prioritaria la empresa, sobre todo en lo que se refiere a los salarios, condiciones de trabajo, jornada, etc., de manera que los ámbitos de negociación superior queden reservados a condiciones generales que afecten a todo el sector (por ejemplo, regulaciones sobre seguridad, etc.) o a todos los trabajadores (derechos generales, etc.). Los salarios y demás costes laborales deben estar ligados a la productividad en cada empresa, puesto que es bien sabido que todo aumento de salarios que no esté acompañada de aumento de actividad produce paro estructural (v. “El problema del paro”). Debe favorecerse la flexibilidad ante los cambios de ciclo o de perspectivas de las empresas, de manera que éstas puedan adaptarse a las condiciones existentes y no se vean obligadas a despedir trabajadores ante la primera adversidad. Igualmente, deben reducirse los costos de las contrataciones, por ejemplo, mediante bonificaciones o reducciones de las cuotas a la Seguridad Social, si es necesario a costa de otras partidas del Presupuesto del Estado, de manera que la creación de nuevo empleo, prioritario en estos momentos, se vea favorecida.

Resulta curioso que esta necesaria adaptación del marco de la negociación colectiva a la empresa, reclamado por la mayor parte de expertos que han estudiado el tema, no haya sido vista como necesaria por los sindicatos y por las asociaciones patronales en la reciente negociación. ¿Están éstos pensando en la supervivencia de su estructura organizativa general, que podría verse vaciada de contenido si la negociación se concretase a nivel de empresa? ¿Tendrá el gobierno la valentía de legislar en el sentido de los intereses generales, tanto de trabajadores como empresarios, pasando por encima de los intereses particulares de las organizaciones establecidas?

Podría pensarse que alguno de los aspectos de la reforma laboral aquí considerados van en contra de los “intereses de los trabajadores” o de las conquistas sociales consolidadas. Nada más lejos de la realidad, si intentamos mirar más allá de la pura retórica. En primer lugar, porque una gran parte de los trabajadores, casi uno de cada cuatro, están realmente desposeídos de todo derecho, comenzando por el primero y esencial: el derecho al trabajo. Además, una gran parte de los trabajadores que tienen puesto de trabajo, incluidos los fijos, tienen continuamente sobre sí la espada de Damocles en forma de posibilidad de ser despedidos sin perspectivas de encontrar rápidamente un empleo similar, y se ven dificultados para buscar un trabajo mejor remunerado de acuerdo con su formación y capacidades. Por ello, una reducción o eliminación progresiva del desempleo es un objetivo social irrenunciable, que interesa en primer lugar a los propios trabajadores: con un mercado laboral eficiente en que la tasa de paro fuese reducida, funcionaría realmente la competencia entre las empresas por conseguir y retener a los mejores trabajadores pagándoles el sueldo requerido, y los trabajadores no tendrían temor a perder su puesto ante las posibilidades reales de encontrar otro igual o mejor. Con ello, mejoraría tanto la calidad de vida de cada trabajador como el bienestar económico de la sociedad en general.

Por otra parte, es cierto, como se afirma frecuentemente, que la reforma laboral no creará trabajo por sí sola. Efectivamente, no se crearán puestos de trabajo mientras que no exista crecimiento suficiente de la economía. Sin embargo, la reforma laboral es condición necesaria para acabar con el paro estructural, aquél que no depende de los vaivenes de la situación económica coyuntural, puesto que pocos se arriesgarán a hacer contrataciones indefinidas si deshacer el contrato es excesivamente complicado o costoso; y aún con crecimiento, sin reforma laboral nos veríamos abocados, como hasta ahora, al excesivo predominio de los contratos temporales, que son los que primero se destruyen en tiempos de crisis.

La segunda reforma estructural que debe abordarse sin dilación es la reforma del sistema financiero. Uno de los problemas que originaron la crisis y retrasan la recuperación económica es la desconfianza existente respecto a las entidades financieras y entre ellas mismas, a causa de la existencia en los balances de las mismas de los llamados “activos tóxicos”; en el caso de las entidades españolas, sobre todo en determinadas cajas de ahorros, demasiado subordinadas a intereses políticos, existen activos de dudosa valoración producto de inversiones fallidas en el sector de la construcción o de préstamos de dudoso cobro. Esta desconfianza ha dificultado la circulación de efectivo, que en ciertos momentos ha ocasionado una auténtica paralización del crédito.

Es necesario, pues, que las entidades afectadas hagan aflorar estos activos deteriorados, contabilizados ahora en los balances a precio de coste, que ahora resulta irreal, para que sean valorados a precio razonable de acuerdo con las actuales circunstancias del mercado. Esto provocará necesariamente disminución de beneficios, o incluso pérdidas, que deberán ser afrontadas por las propias entidades. No debe dedicarse dinero público para subsanar estas pérdidas, puesto que cada entidad debe ser responsable de las decisiones tomadas, tanto cuando eran acertadas como cuando han resultado erróneas. Si alguna de estas pérdidas ocasiona la insolvencia o la quiebra de alguna entidad, puesto que entre éstas no se contará ninguna de las “sistémicas” (que podrían hacer peligrar al conjunto del sistema financiero con su caída), las entidades que resulten insolventes deberán ser absorbidas o liquidarse, con substitución del equipo directivo y asegurando la protección debida a los depositantes. Las demás deberán refinanciarse sobre todo con capital privado, que asuma los riesgos y los eventuales beneficios, de manera que las entidades saneadas actúen con criterios de eficiencia y profesionalidad; si alguna intervención estatal se hace necesaria (como las del actual FROP), deberá ser en forma de préstamos o participaciones de capital temporales, de manera que puedan ser recuperadas con beneficios y el riesgo para los contribuyentes se reduzca al mínimo.

La reforma del sistema financiero es, pues, necesaria y urgente para que las entidades resultantes se encuentren saneadas, de manera que se reinstaure la confianza y vuelva a circular el crédito a las familias y a las empresas, condición imprescindible para la reactivación económica y para la creación de puestos de trabajo. En los momentos de redactar este escrito, el Gobierno ha anunciado una reforma del sistema financiero que parece que va en la dirección que hemos señalado. Sin embargo, la necesaria regularización de valoraciones en los balances en el plazo de un año (o dos en el caso de que se opte por fusiones) originará pérdidas en muchas entidades, lo cual hará que en el corto plazo se contraiga aún más el crédito y se ahogue todavía más a la actividad económica. Por ello, se ve como cada vez más necesaria la renegociación de los compromisos de déficit con nuestros socios europeos, de manera que se hagan posibles los incentivos a la actividad económica.

Por otra parte, deben abordarse o completarse las reformas legislativas necesarias para conseguir una regulación más eficiente en el sistema financiero: exigencia de suficientes ratios de solvencia (capital) y de liquidez (efectivo disponible); imposición de coeficientes máximos de endeudamiento a los bancos (algunas medidas en este sentido fueron ya adoptadas por los acuerdos de Basilea III); prohibición de la ocultación de riesgos, como la que se produjo mediante la extracción de los balances de riesgos asumidos a través de la titulización; establecimiento de normas claras de buen gobierno para que los directivos actúen en función de los intereses a largo plazo de los inversores y de la sociedad, y no en beneficio propio a corto plazo; exigencia de responsabilidades, incluso penales, por negligencia (que, por supuesto, no pueden ser retroactivas en un estado de derecho); regulación del sueldo de los directivos y de los operadores de bolsa para que estén ligados a resultados a largo plazo, con el objetivo de eliminar los “incentivos perversos” derivados de bonos o premios conseguidos asumiendo unos riesgos excesivos que ponen en peligro la solvencia futura de la sociedad, etc.

A fin de no extenderme en demasía, dejaré para otro escrito próximo las otras dos reformas necesarias para reconducirnos a la senda del crecimiento: la armonización fiscal y el impulso a un nuevo modelo productivo.

viernes, 27 de enero de 2012

Gobierno inoperante

¿Hoy tampoco ha decidido nada este gobierno sobre las reformas estructurales imprescindibles para salir de la crisis? ¿Para cuándo la reforma laboral, que elimine la dualidad de nuestro mercado de trabajo y posibilite la creación de empleo? ¿No se dieron de plazo hasta Reyes? ¿De qué año? ¿Para cuándo la reforma del sistema financiero, que desbloquee el crédito a las empresas y las familias? ¿Sólo han hablado de “estabilidad presupuestaria”? ¿De verdad creen que sólo con recortes y habiendo subido los impuestos, en contra de sus promesas electorales y de toda lógica económica, van a lograr algo positivo? ¿Para cuándo los “incentivos a los emprendedores” que prometieron? ¿De verdad les preocupa más equilibrar el presupuesto que resolver el paro, que ya llega al 23%? ¿Aún hay alguien que crea que este gobierno nos va a sacar de la crisis? ¿Esperan que se resuelva por sí sola? ¿Cuántos de los que votaron al PP les volverían a votar? Desde luego, yo no lo hice. Si lo hubiera hecho, estaría indignadísimo y decepcionadísimo; así, sólo estoy indignadísimo, pero esto tampoco es un consuelo.

viernes, 20 de enero de 2012

La crisis económica y los “fallos del Estado”

En economía se habla habitualmente de los “fallos del mercado”, que justifican la intervención del Estado. Como ejemplos de estos “fallos” podemos citar la existencia de “externalidades negativas”, como la contaminación; la necesidad de suministrar bienes públicos o servicios sociales que por su naturaleza el mercado no suministra en cantidad suficiente; la formación de monopolios y oligopolios, que entorpecen o impiden la competencia; la existencia de información desigual entre los agentes que intervienen, etc. En estos casos, el Estado interviene para intentar resolver estos y otros problemas donde el mercado no funciona correctamente, además de ejercer su función natural de asegurar el cumplimiento de las leyes, el respeto a los derechos, y realizar una labor de redistribución que asegure la igualdad de oportunidades y unos mínimos vitales para todos. Desde mi punto de vista de izquierda social-liberal, en otro lugar expuse mi opinión sobre los respectivos papeles del mercado y del Estado: “Qué significa para mí ser de izquierdas”. 

Igualmente, el Estado se atribuye la función de regular el funcionamiento general de la economía a través de la política monetaria y fiscal, con el objetivo de prevenir las crisis económicas o aminorar sus consecuencias. Pero, en este aspecto, tenemos derecho a preguntarnos si es eficaz la intervención del Estado y si esta intervención ha dado los resultados deseados o no. Por ello, el objetivo de este escrito es examinar la actuación del Estado antes y durante la crisis económica que vivimos, para ver cuáles han sido los resultados.

He de advertir que me refiero al Estado en general, como institución o conjunto de instituciones que forman la estructura jurídico-política de la sociedad, y no al Gobierno (una de estas instituciones), y mucho menos a la actuación de un gobierno concreto. No hablaré, pues, del gobierno de Zapatero ni de su eventual influencia en el desarrollo de la crisis. Mi opinión respecto al mismo es conocida, y la he expuesto en diversas ocasiones: “A qui votaré en les pròximes eleccions?”; “ Rubalcaba y la socialdemocracia: mi apoyo crítico”; “¿Es lo mismo el PP que el PSOE?”. Creo que Zapatero podía haberlo hecho mucho mejor, y también podía haber actuado mucho peor; pero no creo que ningún gobierno hubiera podido hacer milagros, dada la difícil situación de la economía mundial y española. Ahora se trata, más bien, de cuestionarnos el papel del Estado, en sus diversas manifestaciones que afectan a la actuación de la mayor parte de los gobiernos, de los bancos centrales, de los legisladores, etc.

En el origen de la crisis pueden señalarse tres actuaciones del Estado –dos por acción y una por omisión–, que, en mi opinión, posibilitaron el desarrollo de la misma, actuaciones que deberían hacer reflexionar a aquéllos que reclaman la intervención masiva del Estado en la economía. En primer lugar, el Estado, a través de los bancos centrales, controla la oferta monetaria y tiene la capacidad de manipular los tipos de interés. En principio, esta capacidad debería servir para suavizar los ciclos económicos; concretamente, cuando se avecina una crisis, a través de una política monetaria expansiva teóricamente se estimula la demanda agregada, lo cual debería permitir la recuperación económica. Esta política funcionó efectivamente en crisis anteriores de menor profundidad, como la de 2001. Sin embargo, los bancos centrales cometieron el grave error de mantener los tipos de interés artificialmente bajos durante demasiado tiempo. Los tipos de interés básicos reales (teniendo en cuenta la inflación) permanecieron prácticamente en valores negativos entre 2001 y 2005, y esto propició la existencia de crédito barato, que provocó el endeudamiento generalizado en hogares, empresas y bancos y originó la gigantesca burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, España y otros países.

En segundo lugar, en los Estados Unidos, ya desde 1977, durante el mandato de Jimmy Carter y después bajo las administraciones de Cinton y Bush, se promulgaron una serie de leyes que promovían la concesión de hipotecas para la compra de vivienda a familias con pocos recursos, con la esperanza de que se cumpliese el “sueño americano”, mejorase su situación económica y pudiesen pagar los préstamos, que eran financiados y garantizados por las agencias hipotecarias semipúblicas Fannie Mae y Freddie Mac. En esta legislación se encuentra el origen de las “hipotecas basura” o “créditos ninja“ (no incomes, no job, no assets), cuya explosión en 2007 marcó el inicio de la crisis.

En tercer lugar, las diversas administraciones norteamericanas se lanzaron a una serie de acciones legislativas que promovían la desregulación de los mercados financieros; dichas actuaciones se simbolizan en la derogación en 1999, bajo el mandato de Bill Clinton, de la Ley Glass-Steagall, vigente desde 1933, que separaba las actividades de los bancos comerciales y de inversión. Esta desregulación era fruto del predominio de ciertos modelos matemáticos en economía financiera sin fundamento económico real y de una confianza excesiva en la capacidad de autorregulación de los mercados financieros, pero resultó letal, pues permitió la proliferación descontrolada de los productos financieros sofisticados a través de todo el sistema financiero, la creación de una “banca a la sombra” fuera de control y la existencia de préstamos y riesgos fuera del balance de los bancos.

Estos tres elementos, mezclados y agitados en un cóctel fatídico, impulsaron la asunción de riesgos excesivos y mal calculados por parte de los agentes financieros. Por otra parte, existía un sistema de “incentivos perversos” entre los grandes directivos financieros que les exigía la consecución de resultados a corto plazo para no quedarse atrás respecto a sus competidores, asumiendo riesgos que podían ser contrarios a las perspectivas de futuro estable de sus empresas y al interés general; esto les impulsó a una vorágine competitiva de consecuencias desastrosas. El Estado renunció a su papel de controlar y regular el buen funcionamiento de los mercados financieros, y al mismo tiempo no supo dar una respuesta al evidente “fallo del mercado” que suponía la existencia de dichos incentivos perversos, de manera que cuando durante el verano de 2007 estalló la crisis de las hipotecas basura todo el sistema financiero estaba podrido. (Sobre estos y otros aspectos de la crisis financiera, puede verse mi “Resumen y comentario del libro Por qué quiebran los mercados”.

¿Cuál fue la respuesta de los estados y de los bancos centrales ante el inicio de la crisis? Inmediatamente reaccionaron siguiendo el modelo keynesiano: política monetaria expansiva basada en inyecciones masivas de liquidez (dinero destinado a préstamos a bancos) y bajadas de los tipos de interés (sin que debamos olvidar la esperpéntica actuación de Jean-Claude Trichet, presidente del BCE, que llegó a subir los tipos en julio de 2008 para volverlos a bajar en septiembre). Ante la amenaza de colapso del sistema financiero, se realizaron rescates o ayudas a los bancos en forma de nacionalizaciones temporales (compras de acciones a bajo precio), préstamos y compra de activos tóxicos. Al mismo tiempo, desde la política fiscal, se realizaron programas de estímulo a la economía mediante el aumento de los gastos y de la inversión del Estado (por ejemplo, el plan E de Zapatero y los planes de estímulo de Obama), de eficiencia discutida.

De esta forma, se salvó al sistema financiero y se evitó que la crisis alcanzara proporciones incalculables, pero se provocó el endeudamiento generalizado de muchos estados, de manera que no pudo aplicarse la otra pata de la política fiscal keynesiana: la bajada de impuestos, que hubiese permitido incentivar la inversión y el consumo. Recordemos que tanto Merkel como Rajoy incumplieron sus promesas electorales de rebajar los impuestos, llegando éste último a subirlos en contra de toda lógica macroeconómica (v. “Se desveló el programaoculto del PP”). El aumento del déficit provocó que, inmediatamente después de que parecía que se iniciaba la recuperación de la crisis financiera, al menos en algunos países (recordemos los “brotes verdes” de 2009-2010), se enlazara con el inicio de la crisis de la deuda en la primavera de 2010.

En estos momentos nos encontramos, en mi opinión, en una especie de situación “entre la espada y la pared”, en que existen diversas opiniones entre los expertos: por una parte, los estados se encuentran con una necesidad imperiosa de reducir del déficit, no sólo por el peligro de impago y por el aumento de la de la prima de riesgo en algunos países, sino por el encarecimiento en los costes de financiación de las empresas a causa del riesgo-país y por el llamado efecto expulsión (crowding out), que consiste en la reducción de la cantidad de dinero disponible para préstamos a empresas y familias a causa de la compra por parte de los bancos de la nueva deuda pública. Por otra, algunos economistas neokeynesianos, como Paul Krugman y Joseph Stiglitz, critican la política de austeridad a toda costa y proclaman la necesidad de estímulos para la reactivación económica.

Es obvio que sin estímulos es difícil crecer, pero las recetas keynesianas parecen difícilmente aplicables, al menos de manera aislada en un único país, como España, con alta prima de riesgo (v. mi entrada “Keynes tenía razón, según Krugman”). Por ello, parecería más adecuado negociar con nuestros socios europeos y convencerlos de la necesidad de alargar por uno o dos años los plazos de los compromisos de reducción del déficit, tal como prometió Rubalcaba en la campaña electoral y contrariamente a la dirección en la que se ha embarcado el nuevo gobierno de Rajoy. Y todo ello, combinado con una reducción del gasto superfluoo improductivo, y la implantación de las reformas estructurales imprescindibles: reforma profunda del mercado laboral, que elimine la dualidad de nuestro mercado de trabajo entre indefinido y temporal y posibilite la creación de empleo; reforma del sistema financiero, que clarifique los balances de los bancos para que pueda fluir de nuevo el crédito, e impulso de un nuevo modelo productivo.

Pero, volviendo al tema principal de la entrada, y ante los “fallos del Estado” señalados y las dificultades e indecisión presentes, es lícito plantearnos la siguiente pregunta: ¿puede el Estado en realidad prevenir o resolver las crisis económicas, o más bien ayuda a provocarlas? Los economistas de la Escuela Austríaca de Economía (v. por ejemplo Juan Ramón Rallo o Jesús Huerta de Soto) nos responderán que es el Estado, a través de la manipulación de los tipos de interés por parte de los bancos centrales y su ayuda permanente a un sistema bancario con coeficiente de caja fraccionario, el que provoca las crisis (v. mi “Resumen y comentario crítico del libro Una crisis y cinco errores”). Se trata de un punto de vista que no puede ignorarse.