Como es sabido, el Banco de Valencia estaba integrado en
el grupo Bancaja (después, Bankia), que era su accionista mayoritario; es
decir, formaba parte del sistema de banca pública, que fue objeto de una
desastrosa gestión de los políticos –en este caso, del PP valenciano– y que
como otras muchas cajas de ahorros del resto de España se vieron sometidas a
los intereses particulares y partidistas, y en muchos casos a prácticas
corruptas que están siendo objeto de investigación judicial.
Fruto de esta “gestión pública” –más bien, podríamos decir
“ingestión” o “indigestión”–, el banco tuvo que ser intervenido –es decir,
nacionalizado– por el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB, otra
instancia del Estado) en noviembre de 2011, mediante la inyección directa de
1.000 millones de euros en capital y otros 2.000 millones en forma de crédito.
Ahora, la operación de venta a Caixabank se materializa
mediante una ampliación de capital en el Banco de Valencia, suscrita por el
FROB, por valor de 4.500 millones, con carácter previo a la venta de su
participación mayoritaria en el banco por el valor simbólico de un euro.
Hablando claro, esto significa que el Estado, por medio del FROB, reconoce que
el Banco de Valencia no vale nada, que está en situación de quiebra y que los
5.500 millones de euros (4.500 actuales más los 1.000 inyectados anteriormente)
invertidos por el Estado en capital pierden todo su valor y se han esfumado:
sólo servían para intentar tapar el inmenso agujero producido por años de
gestión, cuanto menos, ineficiente; y ello, sin contar los 2.000 millones de
crédito, que será de dudosa recuperación. Además, el FROB (es decir, el Estado)
suscribe un esquema de protección de activos (EPA) mediante el cual cubrirá el
72,5% de las pérdidas que se produzcan en la cartera de activos del banco, con
lo cual la aportación final del Estado está aún por determinar.
Todo esto debe sumarse a las pérdidas registradas en una
operación similar que se realizó hace unos meses mediante la venta de la Caja
de Ahorros del Mediterráneo al Banco de Sabadell, también por un euro, que
costó al Estado 5.249 millones en capital perdido (2.800 en el momento de la
nacionalización más 2.449 antes de la venta), sin contar las pérdidas futuras
derivadas del correspondiente EPA. Es decir, las pérdidas efectivas y
realizadas del Estado en el sector de banca pública, sólo en estas dos
operaciones, ascienden, como mínimo, a 10.749 millones de euros, es decir, más
de un 1% del PIB, que deberá sumarse al déficit público de este año o, si la
contabilidad creativa lo permite, del que viene. ¿Quién se supone que paga toda
esta “fiesta”? Adivínenlo los lectores.
Es de destacar que no se trata de “ayudar o salvar a la
banca con dinero público”. Podrá ser discutible si el Estado debe “salvar” o no
a determinados bancos a fin de asegurar la estabilidad del sistema financiero,
y la opinión de los expertos está dividida en este punto. Pero lo que está
fuera de toda duda, porque lo confirma la realidad de los hechos, es que en
nuestro país la banca privada, sometida a los criterios y a la disciplina del
mercado, no ha necesitado hasta ahora la ayuda del Estado, sino que han sido
sus accionistas los que han asumido las minusvalías derivadas de los descensos
de cotización. Ha sido en el sector de las antiguas cajas de ahorro y entidades
sometidas a ellas (controladas por las comunidades autónomas y los
ayuntamientos, es decir, por instancias del Estado) donde se han concentrado la
gestión nefasta, los desaguisados y las corruptelas que han conducido al
desastre actual; y todo ello, con la connivencia del Banco de España, el
teórico regulador (también estatal, claro está). Es decir, no es que el Estado
haya “salvado a la banca”, sino que el Estado se ha salvado a sí mismo, o más
bien ha reconocido su ineptitud primero pasándose la patata caliente de unas
instancias estatales a otras y finalmente reconociendo sus pérdidas, mientras
unos consejeros nombrados a dedo por los partidos políticos y los sindicatos se
han repartido impunemente millones de euros procedentes de nuestros bolsillos.
Una seria advertencia, pues, para todos aquellos que desconfían de “los políticos” en general pero siguen defendiendo la existencia de una banca pública gestionada por estos mismos políticos, o por otros que no se diferenciarían en nada de los actuales en cuanto a incentivos, intereses y ignorancia, y que sin duda realizarían una gestión igualmente ineficiente, interesada y eventualmente corrupta.
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