La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

martes, 21 de febrero de 2012

El verdadero rostro de Alberto Ruiz Gallardón

Hoy hemos vuelto a ver el verdadero rostro de Alberto Ruiz Gallardón, actual ministro de Justicia, y para algunos líder “moderado” de la derecha. Mientras su compañero de gabinete, el ministro del Interior, da muestras de una cierta autocrítica, Alberto Ruiz Gallardón cierra filas y habla de “los que atacan" a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, afirmando que los agentes policiales han sido "violentamente agredidos" y han actuado "obligados" por esa violencia de las protestas estudiantiles. Nosotros no hemos visto nada de eso; lo que hemos visto, y ha visto todo el mundo, son policías empujando violentamente y golpeando a ciudadanos indefensos, muchos de ellos menores de edad.

A Ruiz Gallardón ya lo conocíamos apoyando también sin fisuras la guerra de Irak, y manifestando que lo más progresista que ha hecho en su vida es proponer una reforma legal para encarcelar a miles de mujeres y médicos. Si esta era la “imagen moderada” de la derecha española, ahora ya sabemos a qué atenernos.

Sobre la represión policial en Valencia

http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/02/20/valencia/1329747482_238876.html#sumario_3 



En los enlaces anteriores recojo algunos testimonios y vídeos sobre la violencia policial injustificada que se vivió en Valencia en el día de ayer. Los he seleccionado de dos medios de tendencia diferente, para que nadie piense que se trata de una visión parcial.


Una actuación policial tan violenta como la que se vivió ayer, yo no la recuerdo desde los tiempos de la Dictadura. Esto pasó de simples "excesos policiales", y fue algo políticamente premeditado. Si pretendían despejar la calle, tenían medios para hacerlo sin agredir a la gente. Pero NADA JUSTIFICA EL APALIZAMIENTO BRUTAL DE PERSONAS INDEFENSAS.


Para acabarlo de rematar, el jefe de la policía en Valencia se refiere a los estudiantes menores de edad como "el enemigo", en presencia de la delegada del Gobierno, Paula Sánchez de León, que calla y otorga. Ésta es la "gente" que nos gobierna.


El Sindicato Unificado de Policía ha señalado a los verdaderos responsables políticos: la delegada del Gobierno, que ordenó la carga policial, y el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, que no la ha cesado fulminantemente y la mantiene en el cargo. Además, dicho sindicato señala que los policías no tienen un protocolo de actuación claro para estos casos. Sin embargo, esta responsabilidad política no quita la responsabilidad penal que corresponda a los policías individuales y mandos que cometieron los actos brutales, que deben investigarse y llevarse ante la justicia.

lunes, 13 de febrero de 2012

Sobre Grecia

¿De verdad creen los griegos que quemando su país, sus edificios históricos, sus valores culturales, lo que puede servirles para progresar un poco aunque sea atrayendo el turismo, van a arreglar algo? ¿De verdad hemos de aprender de ellos, como dicen algunos? ¡Pero si lo que están aprobando es lo que necesitan para que la Unión Europea les preste más dinero aún, dinero sin el cual no podrán pagar a sus maestros ni a sus médicos! Desde luego, la ruina de Grecia la han causado sus sucesivos gobiernos, que gastaron cinco veces más de lo que tenían, mintieron en sus cuentas y encima llevan dos años engañando y mintiendo para que les den todavía más dinero. Pero los ciudadanos, acostumbrados a la corrupción y a la evasión sistemática de impuestos, alguna responsabilidad deben tener también, ¿no?

sábado, 11 de febrero de 2012

Valoración urgente de la reforma laboral aprobada

¿Es tan complicado entender que para que alguien adquiera un compromiso duradero con otra persona debe tener la seguridad de que si algo no va bien podrá hacer que la relación acabe? ¿Es tan difícil comprender que cuanto más fácil y más barato sea el divorcio habrá más posibilidades de que la gente se case? ¿Es tan complicado de explicar que cuanto más fácil sea descontratar si las cosas van mal, más fácil es que la gente se decida a contratar? ¿Es tan difícil admitir que, aunque hubiera crecimiento, no habría suficientes contrataciones si las indemnizaciones por despido hubiesen continuado siendo de las más altas de Europa? Por ello era necesaria una reforma laboral. Los líderes sindicales deberían ser capaces de comprender todo esto. Y también tendría que haber sido capaz de entenderlo el PP, que mintió en la campaña electoral prometiendo que no abarataría los costes del despido, y vuelve a mentir ahora la ministra diciendo que no los ha abaratado, cuando es evidente que sí que lo ha hecho. Es decir, aunque hayan avanzado en la dirección correcta, ¡no se atreven a admitirlo! Es el colmo del cinismo.


Sin embargo, no han avanzado demasiado en otro de los aspectos que era necesario cambiar: la eliminación de los contratos temporales, excepto en casos justificados. Se mantiene así la dualidad del mercado de trabajo, con las consecuencias negativas que la mayoríade los autores que han tratado el tema han señalado.


Tampoco se han atrevido a enfrentarse a las poderosas organizaciones sindicales y patronales en otro tema importante: el de la negociación colectiva. No queda suficientemente claro que el ámbito principal de ésta, en cuando a fijación de los salarios, debe ser la empresa; los acuerdos en la empresa continúan contemplándose como una excepción, mediante casos de “descuelgue” respecto a los convenios territoriales y sectoriales, y no como los prioritarios; en el escrito citado antes explico por qué los economistas piensan que esto era esencial.


En resumen: se avanza en la dirección correcta, pero con tantas indecisiones, dudas e insuficiencias que me temo que se han quedado a mitad de camino. Me temo que ésta no es más que una reforma más, y no la que realmente necesitaba el mercado laboral para que cuando haya crecimiento y se supere la crisis no nos sintamos contentos si el paro se queda en un 12 o un 15 por ciento, como otras veces.

viernes, 10 de febrero de 2012

Las reformas estructurales necesarias para salir de la crisis (II)

En la primera parte de esta exposición me referí a dos de las reformas estructurales que, recogiendo las recomendaciones de los principales economistas del país, considero necesarias para salir de la crisis y para volver por la senda del crecimiento sostenido: la reforma del mercado laboral y la reforma del sistema financiero; en dicha entrada mencionaba también la bibliografía utilizada. Hoy se ha aprobado un proyecto de reforma laboral, que será necesario leer detenidamente antes de hacer una valoración objetiva. En este escrito trataré de las otras dos reformas (o grupos de reformas) que mencionaba: la consolidación y la armonización fiscal a escala europea y el impulso de un nuevo modelo productivo.

Existe un consenso generalizado entre los economistas, al menos entre los que se sitúan dentro del paradigma económico comúnmente aceptado de la ciencia económica, y entre los políticos realistas que se abstienen de soluciones utópicas y propuestas irrealizables, sobre la necesidad de reducir el déficit público de nuestro país; es lo que se llama ajuste o armonización fiscal. Nuestro déficit público sufrió un aumento alarmante entre 2007, año en que hubo superávit, y 2009, ejercicio en que el déficit alcanzó la cifra del 11,2% del PIB (la más alta registrada en nuestro país en tiempos de paz desde que se conservan registros históricos), para descender muy lentamente al 9,2% en 2010 y a una cifra superior al 8% en 2011.


Este déficit tan elevado tiene consecuencias profundamente negativas para nuestra economía y para la creación de empleo. En primer lugar, siembra dudas sobre la capacidad de nuestras finanzas públicas para pagar sus deudas y los intereses de deuda, lo cual ocasiona que los inversores nacionales e internacionales se retraigan de comprar deuda pública española y huyan hacia otras inversiones percibidas como más seguras, con la consiguiente elevación de los tipos de interés que el Estado debe pagar al emitir nueva deuda; en esto consiste el aumento de la prima de riesgo (incremento en la rentabilidad exigida en función del riesgo) y del diferencial con respecto a Alemania (diferencia entre la rentabilidad exigida a la deuda alemana y la exigida a la española). Este aumento de los tipos de interés a que deben colocarse las nuevas emisiones de deuda pública necesarias para financiar el déficit incrementa la carga del Estado en cuanto a pago de intereses, lo cual aumenta nuevamente el déficit y la prima de riesgo, en una espiral infernal en la que han caído países irresponsables en el manejo de sus cuentas públicas, como Grecia en los últimos años.


Pero los efectos negativos del aumento de los tipos de interés y de la prima de riesgo no se limitan a las finanzas públicas: las empresas españolas ven también aumentados sus costes de financiación como consecuencia del riesgo país, es decir, del riesgo asociado a la economía española; ello ocasiona que numerosos proyectos de inversión que podrían ser rentables con unos costes de financiación menores dejan de serlo y no se llevan a cabo, con las consecuencias negativas que se derivan de ello para la creación de empleo.


Otra consecuencia negativa del déficit público es el llamado efecto expulsión o crowding out, bien estudiado y descrito por los economistas. El déficit, como ya hemos dicho, debe ser financiado con la emisión de nueva deuda pública, y esta nueva deuda es comprada por los inversores particulares o institucionales, sobre todo por los bancos e instituciones financieras. La deuda pública absorbe, de esta manera, una buena parte de los recursos de los ahorradores, de manera que disminuye la cantidad de ahorro disponible para proyectos de inversión; de esta manera, puesto que los bancos deben invertir parte de sus recursos en la compra de la deuda pública del Estado, cuentan con menos dinero para prestar a los hogares y a las empresas, lo cual hunde todavía más el consumo y la inversión y dificulta la creación de puestos de trabajo. Al mismo tiempo, la disminución del ahorro disponible y el aumento de la demanda de fondos prestables por parte del Estado presionan al alza sobre los tipos de interés y encarecen la financiación de las empresas, con las consecuencias negativas para el empleo que hemos indicado más arriba.


Todo esto explica el consenso a que nos hemos referido, al menos por lo que respecta a la reducción de un déficit tan elevado como el de nuestro país. Sin embargo, existe un debate a escala internacional sobre la velocidad adecuada en esta reducción, o incluso sobre la conveniencia o no de un déficit moderado en países con una situación mejor que el nuestro. Los economistas de la escuela keynesiana, como Paul Krugman y Joseph Stiglitz, critican la política de austeridad seguida por la mayor parte de países y abogan por un incremento del gasto y la inversión pública como estímulos para la reactivación económica. Sin embargo, otros economistas y gobiernos insisten en la necesidad de una estabilidad presupuestaria que siente las bases de un sano crecimiento futuro. Es evidente, sin embargo –y sobre ello existe también consenso entre la mayor parte de los economistas– que estabilidad presupuestaria a medio y largo plazo no es lo mismo que un déficit cero obligatorio en todos los ejercicios sea cual sea la coyuntura económica: en los años de recesión es conveniente y necesario incurrir en un déficit moderado tanto para mantener las prestaciones sociales y los servicios públicos como para aplicar los estímulos económicos que sean necesarios, compensándose este déficit con el correspondiente superávit en cuanto la situación mejore (v. mi entrada “La reforma constitucional y la solicitud de referéndum”).


Sin embargo, hay tener en cuenta que las propuestas de aumento del gasto para reactivar la economía realizadas por los economistas keynesianos se realizan primordialmente en el contexto de países cuyos costes de financiación son muy inferiores al nuestro; las recetas keynesianas que Krugman o Stiglitz recomiendan son probablemente adecuadas para los Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania, con tipos de interés real de la deuda negativos o muy bajos, pero no pueden trasladarse automáticamente a otros países con elevada prima de riesgo, como España o Italia, o mucho menos aún, Portugal o Grecia.


La solución sólo puede venir, pues, a través de una negociación global, o al menos a escala europea. Es necesario convencer a nuestros socios europeos, y particularmente a Alemania, de que la austeridad a ultranza está provocando una recaída en la recesión que no hará más que aumentar el paro y hacer aún más profunda la crisis y más lejana la recuperación. Sin embargo, este convencimiento no se producirá mediante descalificaciones o insultos a determinados líderes europeos –particularmente, contra la señora Merkel, que al fin y al cabo no hace más que defender los intereses de su país de la manera que cree mejor posible–, sino a través de una negociación para alargar por uno o dos años los plazos de los compromisos de reducción del déficit, de manera que la política de ajustes se haga compatible con los estímulos económicos a corto plazo que favorezcan el crecimiento económico, imprescindible para la creación de empleo a corto plazo. Esta es la propuesta, a mi modo de ver razonable y coherente, que mantiene el ya secretario general del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba, enfrente de las actitudes demagógicas y populistas de otros líderes y de la actitud empecinada del gobierno del PP de reducir del déficit sin ninguna medida de estímulo y aun a costa de aumentar los impuestos en contra de toda lógica económica.


Otra solución a medio plazo pasa por la financiación conjunta de la Unión Europea, o al menos de la zona euro, mediante la emisión de deuda solidaria compartida por todos los estados miembros: los llamados eurobonos. Estos eurobonos estarían respaldados por el Banco Central Europeo (BCE) y contarían como garantía con la solidez económica de toda Europa, de manera que podrían emitirse a tipos de interés menores que los exigidos a la deuda de ciertos estados y resistirían mejor las reticencias y las presiones de los “mercados”. De esta forma, la garantía ofrecida de países más solventes, como lo es Alemania, permitiría a países más débiles económicamente endeudarse a menor coste. Sin embargo, es comprensible que estos países solventes se hayan mostrado reticentes y contrarios a los eurobonos, puesto que la existencia de éstos supondría que los países responsables en sus finanzas públicas se hacen cargo de los excesos presupuestarios de los países más despilfarradores; es normal que dichos países solventes exijan medidas de restricción y recortes del gasto presupuestario y de armonización fiscal en todos los países antes de proceder a su emisión. Sin estas medidas, la exigencia de eurobonos sería como exigir, a cambio de nada, que los vecinos más laboriosos y eficientes de una comunidad pagasen las fiestas de los más improductivos y derrochadores.


A propósito de este tema, muchas veces surge la cuestión de por qué el BCE no presta dinero directamente a los estados, como hace la Reserva Federal de los Estados Unidos o el Banco de Inglaterra, en lugar de a los bancos; se arguye que el BCE presta a los bancos a un interés muy bajo, y éstos “hacen negocio” prestando a los estados a un interés más alto. Sin embargo, es necesario  tener en cuenta que, hoy por hoy y tal como fue creado, el BCE no tiene la función de prestar dinero a los estados, pero sí que tiene la de servir de prestamista de último recurso a los bancos, como otros bancos centrales. El BCE, como banco central, decide el tipo de interés al cual prestan a los bancos la cantidad que necesitan diariamente para cumplir con sus ratios de liquidez, es decir, con las reservas obligatorias que deben tener para satisfacer las eventuales retiradas de dinero de los clientes. Estos préstamos están completamente garantizados, y son normalmente por períodos muy cortos; por ello, su tipo de interés no puede compararse con los de la deuda pública de los estados, que varían obviamente según el plazo de la deuda y según la solvencia de cada estado para poder devolver lo prestado. Los tipos de interés de la deuda pública se determinan en los mercados de deuda pública y en las subastas en las que cada estado emite su deuda, y en éstos participan no sólo los bancos, sino cualquier inversor particular o institucional que lo desee. Cuando los bancos prestan a los estados al tipo de interés del mercado asumen el riesgo implicado en dicho préstamo, riesgo que hoy por hoy no puede asumir el BCE porque no está autorizado para ello. La diferencia con respecto a la Reserva Federal o al Banco de Inglaterra radica en que mientras que los Estados Unidos o Gran Bretaña son países cohesionados desde hace siglos y se solidarizan con las cuentas de cada uno de sus componentes, Europa (o la zona euro), aún no lo es. Para que el BCE pueda emitir cumplir la función que se le pide, bien prestando directamente a los estados o emitiendo deuda propia, es necesario armonizar antes las cuentas públicas de todos los estados implicados. Simplemente, las cosas son así, y no podemos exigir a nuestros vecinos una solidaridad incondicional si nosotros no cumplimos con nuestros compromisos y obligaciones.


Este es el sentido de las decisiones adoptadas en las últimas cumbres europeas; para garantizar la estabilidad de la Unión Europea y de su moneda, es necesario profundizar en la unión política, que vaya más allá de lo que hasta ahora ha sido una pura unión económica y monetaria. Es necesaria, pues, la armonización fiscal europea, que implica avanzar hacia una política fiscal común europea.


Pero para todo ello, y sea cual sea el resultado de la negociación indicada o de las velocidades que se adopten, nos vemos obligados, en definitiva, a la reducción del déficit. ¿Cómo debe abordarse dicha reducción? Evidentemente, existen dos vías, que no son incompatibles: aumento de los ingresos y reducción de los gastos.


El aumento de los ingresos será posible, y se producirá de manera natural, cuando se reactive la actividad económica, mediante el aumento natural de las bases impositivas. Sin embargo, un aumento de los ingresos por vía del aumento de impuestos, tal como la emprendida por el gobierno, es contraria a la lógica económica y no estaba contemplada en las propuestas de los economistas (al menos, de los que se encuentran dentro del paradigma comúnmente aceptado), incluidos los propios miembros del gobierno. Ya me he referido en otras ocasiones a los efectos negativos generales de los impuestos sobre la actividad económica (“Comentario crítico a Sartorius (II): ¿Es de izquierdas subir (o bajar) los impuestos, especialmente las rentas de capital?”) y sobre las consecuencias nefastas de la decisión del gobierno de subir los impuestos en estos momentos (“Se desveló el programa oculto del PP”), y por tanto no insistiré sobre ello.


Otra vía que se señala habitualmente para aumentar los ingresos es la persecución del fraude fiscal. Sin embargo, la necesidad de acabar con la evasión fiscal es algo que se plantea desde los inicios de la democracia; se ha avanzado mucho en ello, y debe hacerse un mayor esfuerzo en este sentido. Sin embargo, la erradicación del fraude fiscal es una meta a medio y largo plazo, que es mucho más fácil de enunciar como deseo que de conseguir en la realidad, y no podemos confiar en que a corto plazo podamos conseguir el dinero suficiente para enjugar nuestro déficit únicamente por esta vía.


Por ello, es imprescindible emprender la reducción del déficit público a través de la reducción del gasto superfluo o improductivo. Desde luego, sería deseable no tocar los fundamentos del estado de bienestar (sanidad y educación), y mantener, dentro de lo posible, las inversiones productivas. Pero existen muchas partidas en subvenciones o gastos innecesarios que quizá tengan una justificación en época de bonanza o normalidad, pero que en estos momentos resultan un lujo y son prescindibles. Es necesario, por ejemplo, reducir o eliminar las subvenciones a los partidos políticos, a los sindicatos, a la Iglesia y a otras organizaciones con contenido ideológico, que deberían mantenerse con las aportaciones de sus militantes, simpatizantes o seguidores.


Hace poco, el economista José Ramón Rallo publicó un artículo donde señalaba una seria de partidas del presupuesto del estado con cuyo recorte se podría ahorrar hasta 32.000 millones sólo en la Administración central (sin contar lo que se podría ahorrar en las autonómicas y locales), y ello sin tocar el sueldo de los funcionarios, el estado de bienestar ni los servicios básicos del Estado. Como afirma el propio autor citado, no es necesario estar de acuerdo con todos los recortes que propone para "reconocer que hay un margen enorme para reducir el gasto sin necesidad de subir todavía más los impuestos".
Igualmente, sería necesario reducir el tamaño del Estado, que en nuestro país alcanza unas dimensiones y una estructura demasiado compleja, con multitud de competencias duplicadas o multiplicadas. Es necesario plantearse la eliminación de instituciones que no cumplen un papel esencial, como las diputaciones provinciales y el Senado, así como reducir el número de municipios mediante agrupación de los más pequeños que se encuentran próximos, a fin de maximizar la eficiencia en la utilización de los servicios ofrecidos. Igualmente, es necesario reducir o eliminar los asesores y los cargos de confianza que pululan en todas las administraciones públicas, así como bajar el sueldo de los políticos y de los altos cargos de la Administración y reducir su número. Así mismo, deben privatizarse las empresas públicas como Loterías y Apuestas del Estado, Aena, los paradores nacionales, las participaciones del SEPI, muchos de los canales de televisión pública, y la mayoría de las empresas públicas creadas a nivel autonómico o local que no comporten servicios esenciales del Estado; de esta forma, la gestión de estas empresas dejaría de estar sometida a los intereses de los políticos (muchas veces se convierten en retiro dorado para pago de ex altos cargos, sus amigos o familiares) y se sometería a los criterios profesionales y de mercado, liquidándose las deficitarias y generando las demás mayores beneficios que podrían revertir en creación de puestos de trabajo.


Igualmente, debe plantearse una racionalización del gasto público, incluso en los servicios esenciales, para impedir el derroche y el abuso, a fin de que estos servicios públicos puedan seguir funcionando con criterios de universalidad, calidad y eficiencia. Por ello, debe dejar de ser tabú el establecimiento de alguna forma de copago de ciertos servicios, como la sanidad, para que sean usados en la medida en que realmente son necesarios; evidentemente, la forma de copago a adoptar debería ser compatible con la universalidad del servicio a las personas necesitadas, mediante un sistema adecuado de exenciones, etc. El copago es normal en la mayoría de países de nuestro entorno, y debería dirigirse a desincentivar los abusos que se derivan de un coste nulo.


Asimismo, debe asegurarse la sostenibilidad del sistema de pensiones públicas, si se plantease como necesaria una nueva reforma, mediante la transición a un sistema mixto entre reparto y capitalización, aunque fuese de manera voluntaria, tal como funciona con éxito en países tan diversos como Suecia o Chile.


Evidentemente, muchos de los temas que planteo son conflictivos y polémicos, pero pienso que deben ser objeto de reflexión y debate desapasionado, desde el punto de vista de la racionalidad y el realismo y sin apriorismos ideológicos. Pienso que un Estado más reducido y eficiente podría cumplir mejor sus funciones primordiales, como la de garantizar la justicia, la libertad y igualdad de oportunidades.


Me quedaría por tratar la última de las reformas estructurales necesarias: el impulso de un nuevo modelo productivo. No me extenderé en este aspecto, puesto que se trata de algo que es mucho más fácil de enunciar que de concretar o de poner en práctica. Sin embargo, existe mucho espacio de mejora en múltiples aspectos, como la educación, la inversión en investigación y desarrollo (la famosa I+D+i), supresión, reducción o simplificación de trámites para montar una empresa, mejora en la eficiencia del sistema de justicia, etc., a fin de aumentar nuestra productividad y competitividad y hacer que nuestro país sea más eficiente y que pueda situarse en el lugar que le corresponde dentro del contexto europeo e internacional.

viernes, 3 de febrero de 2012

Gracias, Zapatero

Gracias, Zapatero. A pesar de tus errores, tardanzas e indecisiones, hiciste lo que pudiste en momentos extremadamente difíciles. Aprobaste leyes históricas sobre derechos y libertades ciudadanas, que ahora están en peligro, y supiste mantener la protección social. Aunque no acertaste a explicarlo bien y fuiste incomprendido por muchos de los tuyos, cambiaste de rumbo cuando era necesario hacerlo, tomaste decisiones difíciles y pusiste el interés general por delante de tu carrera política. Fuiste, sobre todo, un hombre honrado.

Las reformas estructurales necesarias para salir de la crisis (I)

En una entrada anterior (La crisis económica y los “fallosdel Estado”) me referí a las dificultades de los estados para enfrentarse a la crisis aplicando las recetas clásicas de la macroeconomía keynesiana, al menos desde un país de manera aislada, y a la necesidad de efectuar reformas estructurales que mejoren nuestro sistema económico y nos permitan salir adelante. Entre estas medidas se encuentran la reforma profunda del mercado laboral, la reforma del sistema financiero, la consolidación y la armonización fiscal a escala europea y el impulso a un nuevo modelo productivo. En esta entrada intentaré incluir y sintetizar algunas de las medidas más importantes propuestas por los más importantes economistas del país que han escrito sobre el tema, por ejemplo Guillermo de la Dehesa: La primera gran crisis financiera del siglo XXI. Orígenes, detonantes, efectos, respuestas y remedios, Alianza Editorial, 2009; Blas Calzada Terrados y Juan Pablo Calzada Torres: La encrucijada económica de España. Propuestas para salir de la crisis, Ed. Deusto, 2009; Juan Velarde (coord.): Lo que hay que hacer con urgencia, Actas Editorial, 2011, o Jorge Juan (pseudónimo de seis economistas de FEDEA): Nada es gratis. Cómo evitar la década perdida tras la década prodigiosa.

Abordaré en esta entrada las dos primeras reformas estructurales (la reforma profunda del mercado laboral y la reforma del sistema financiero), y dejaré para un próximo escrito las otras dos.

En cuanto a la reforma laboral, su necesidad es obvia para casi todo el mundo, con el fin de reducir y eliminar progresivamente la lacra social que nos azota con más fuerza, y que, además de comportar un drama humano para los que lo padecen, supone un problema económico de primer orden en forma de infrautilización de los recursos disponibles, caída en la recaudación fiscal y aumento de los recursos dedicados a prestaciones por desempleo, aumento de la inseguridad general y contracción de la demanda ante el temor a perder el empleo. Si tenemos en cuenta que nuestro país es el que tiene un nivel de paro más alto en nuestro entorno (cerca ya del 23%) y que, incluso antes de la crisis, la tasa de paro sólo descendió del 10% en un período muy corto de tiempo (en la cima de la burbuja teníamos más paro que la mayoría de países en plena crisis), llegaremos a la conclusión que algo no funciona bien en nuestro mercado de trabajo, y que la mayor parte del desempleo que padecemos es de carácter estructural; es decir, no depende de la crisis, sino de una legislación inadecuada que debe ser reformada.

Nuestro mercado de trabajo tiene un carácter eminentemente dual, marcado por la división entre contratos indefinidos y contratos temporales, que permite que el porcentaje de contratos temporales sea el más alto entre los países de nuestro entorno. Esta división se manifiesta en la existencia de unos trabajadores aparentemente muy protegidos con altas indemnizaciones por despido –y digo aparentemente, porque también ellos están amenazados permanentemente por la pérdida de su empleo sin perspectivas de recolocación rápida–, y otros trabajadores prácticamente sin ninguna protección. Por ello, en las épocas de bonanza una gran parte de los empleos que se crean son de tipo temporal, ante la perspectiva que se plantea a los empresarios de hacer frente a altas indemnizaciones si la cosa va mal; esta alta temporalidad plantea grandes problemas no sólo de tipo personal (inseguridad, escasas posibilidades de plantearse un futuro estable...) sino también económico (escaso esfuerzo por parte de las empresas y trabajadores de cara a la formación, excesiva rotación en el puesto de trabajo...). Además, cuando llegan las vacas flacas, los trabajadores temporales son los primeros en ser despedidos, como se comprueba en el alto porcentaje de pérdida de puestos de trabajo temporales producidos en esta crisis.

Por tanto, la reforma laboral debe ir en la dirección de eliminar esta dualidad, estableciendo un único tipo de contrato normal indefinido, con una indemnización por despido intermedia entre los dos modelos de contrato ahora existentes, inicialmente reducida pero progresivamente creciente según el tiempo transcurrido, y que no desincentive la contratación. Los contratos temporales deben reservarse para los casos estrictamente justificados por el carácter temporal del trabajo a realizar, y debe utilizarse también el contrato voluntario a tiempo parcial.

Es decir, debemos adoptar, con las modificaciones necesarias en función de nuestro sistema productivo, el modelo de flexiseguridad existente en numerosos países europeos (por ejemplo, Noruega u Holanda, con unas tasas de paro entre el 4% y el 6% en plena crisis), basado en bajos costes de indemnización por despido (compensados por la mayor probabilidad de encontrar rápidamente un empleo) y unas prestaciones por desempleo generosas, pero ligadas a la búsqueda de trabajo y a la formación en programas de eficacia comprobada.

Otro problema de la legislación laboral actual que es necesario reformar es el modelo de negociación colectiva. Actualmente, la preponderancia de los convenios territoriales y sectoriales por encima de los de empresa impone unas condiciones que muchas pequeñas empresas no pueden soportar. Además, los convenios permanecen en vigor una vez caducados mientras no se negocie el nuevo convenio, lo cual implica incentivos que dificultan la negociación. Esta situación comporta una rigidez que impide la adaptación de los salarios y demás costes laborales a las condiciones reales de las empresas, de manera que cuando sobrevienen dificultades el ajuste se produce necesariamente mediante la destrucción de puestos de trabajo o la no creación de nuevos puestos.

Por ello, es necesario fijar como marco de negociación prioritaria la empresa, sobre todo en lo que se refiere a los salarios, condiciones de trabajo, jornada, etc., de manera que los ámbitos de negociación superior queden reservados a condiciones generales que afecten a todo el sector (por ejemplo, regulaciones sobre seguridad, etc.) o a todos los trabajadores (derechos generales, etc.). Los salarios y demás costes laborales deben estar ligados a la productividad en cada empresa, puesto que es bien sabido que todo aumento de salarios que no esté acompañada de aumento de actividad produce paro estructural (v. “El problema del paro”). Debe favorecerse la flexibilidad ante los cambios de ciclo o de perspectivas de las empresas, de manera que éstas puedan adaptarse a las condiciones existentes y no se vean obligadas a despedir trabajadores ante la primera adversidad. Igualmente, deben reducirse los costos de las contrataciones, por ejemplo, mediante bonificaciones o reducciones de las cuotas a la Seguridad Social, si es necesario a costa de otras partidas del Presupuesto del Estado, de manera que la creación de nuevo empleo, prioritario en estos momentos, se vea favorecida.

Resulta curioso que esta necesaria adaptación del marco de la negociación colectiva a la empresa, reclamado por la mayor parte de expertos que han estudiado el tema, no haya sido vista como necesaria por los sindicatos y por las asociaciones patronales en la reciente negociación. ¿Están éstos pensando en la supervivencia de su estructura organizativa general, que podría verse vaciada de contenido si la negociación se concretase a nivel de empresa? ¿Tendrá el gobierno la valentía de legislar en el sentido de los intereses generales, tanto de trabajadores como empresarios, pasando por encima de los intereses particulares de las organizaciones establecidas?

Podría pensarse que alguno de los aspectos de la reforma laboral aquí considerados van en contra de los “intereses de los trabajadores” o de las conquistas sociales consolidadas. Nada más lejos de la realidad, si intentamos mirar más allá de la pura retórica. En primer lugar, porque una gran parte de los trabajadores, casi uno de cada cuatro, están realmente desposeídos de todo derecho, comenzando por el primero y esencial: el derecho al trabajo. Además, una gran parte de los trabajadores que tienen puesto de trabajo, incluidos los fijos, tienen continuamente sobre sí la espada de Damocles en forma de posibilidad de ser despedidos sin perspectivas de encontrar rápidamente un empleo similar, y se ven dificultados para buscar un trabajo mejor remunerado de acuerdo con su formación y capacidades. Por ello, una reducción o eliminación progresiva del desempleo es un objetivo social irrenunciable, que interesa en primer lugar a los propios trabajadores: con un mercado laboral eficiente en que la tasa de paro fuese reducida, funcionaría realmente la competencia entre las empresas por conseguir y retener a los mejores trabajadores pagándoles el sueldo requerido, y los trabajadores no tendrían temor a perder su puesto ante las posibilidades reales de encontrar otro igual o mejor. Con ello, mejoraría tanto la calidad de vida de cada trabajador como el bienestar económico de la sociedad en general.

Por otra parte, es cierto, como se afirma frecuentemente, que la reforma laboral no creará trabajo por sí sola. Efectivamente, no se crearán puestos de trabajo mientras que no exista crecimiento suficiente de la economía. Sin embargo, la reforma laboral es condición necesaria para acabar con el paro estructural, aquél que no depende de los vaivenes de la situación económica coyuntural, puesto que pocos se arriesgarán a hacer contrataciones indefinidas si deshacer el contrato es excesivamente complicado o costoso; y aún con crecimiento, sin reforma laboral nos veríamos abocados, como hasta ahora, al excesivo predominio de los contratos temporales, que son los que primero se destruyen en tiempos de crisis.

La segunda reforma estructural que debe abordarse sin dilación es la reforma del sistema financiero. Uno de los problemas que originaron la crisis y retrasan la recuperación económica es la desconfianza existente respecto a las entidades financieras y entre ellas mismas, a causa de la existencia en los balances de las mismas de los llamados “activos tóxicos”; en el caso de las entidades españolas, sobre todo en determinadas cajas de ahorros, demasiado subordinadas a intereses políticos, existen activos de dudosa valoración producto de inversiones fallidas en el sector de la construcción o de préstamos de dudoso cobro. Esta desconfianza ha dificultado la circulación de efectivo, que en ciertos momentos ha ocasionado una auténtica paralización del crédito.

Es necesario, pues, que las entidades afectadas hagan aflorar estos activos deteriorados, contabilizados ahora en los balances a precio de coste, que ahora resulta irreal, para que sean valorados a precio razonable de acuerdo con las actuales circunstancias del mercado. Esto provocará necesariamente disminución de beneficios, o incluso pérdidas, que deberán ser afrontadas por las propias entidades. No debe dedicarse dinero público para subsanar estas pérdidas, puesto que cada entidad debe ser responsable de las decisiones tomadas, tanto cuando eran acertadas como cuando han resultado erróneas. Si alguna de estas pérdidas ocasiona la insolvencia o la quiebra de alguna entidad, puesto que entre éstas no se contará ninguna de las “sistémicas” (que podrían hacer peligrar al conjunto del sistema financiero con su caída), las entidades que resulten insolventes deberán ser absorbidas o liquidarse, con substitución del equipo directivo y asegurando la protección debida a los depositantes. Las demás deberán refinanciarse sobre todo con capital privado, que asuma los riesgos y los eventuales beneficios, de manera que las entidades saneadas actúen con criterios de eficiencia y profesionalidad; si alguna intervención estatal se hace necesaria (como las del actual FROP), deberá ser en forma de préstamos o participaciones de capital temporales, de manera que puedan ser recuperadas con beneficios y el riesgo para los contribuyentes se reduzca al mínimo.

La reforma del sistema financiero es, pues, necesaria y urgente para que las entidades resultantes se encuentren saneadas, de manera que se reinstaure la confianza y vuelva a circular el crédito a las familias y a las empresas, condición imprescindible para la reactivación económica y para la creación de puestos de trabajo. En los momentos de redactar este escrito, el Gobierno ha anunciado una reforma del sistema financiero que parece que va en la dirección que hemos señalado. Sin embargo, la necesaria regularización de valoraciones en los balances en el plazo de un año (o dos en el caso de que se opte por fusiones) originará pérdidas en muchas entidades, lo cual hará que en el corto plazo se contraiga aún más el crédito y se ahogue todavía más a la actividad económica. Por ello, se ve como cada vez más necesaria la renegociación de los compromisos de déficit con nuestros socios europeos, de manera que se hagan posibles los incentivos a la actividad económica.

Por otra parte, deben abordarse o completarse las reformas legislativas necesarias para conseguir una regulación más eficiente en el sistema financiero: exigencia de suficientes ratios de solvencia (capital) y de liquidez (efectivo disponible); imposición de coeficientes máximos de endeudamiento a los bancos (algunas medidas en este sentido fueron ya adoptadas por los acuerdos de Basilea III); prohibición de la ocultación de riesgos, como la que se produjo mediante la extracción de los balances de riesgos asumidos a través de la titulización; establecimiento de normas claras de buen gobierno para que los directivos actúen en función de los intereses a largo plazo de los inversores y de la sociedad, y no en beneficio propio a corto plazo; exigencia de responsabilidades, incluso penales, por negligencia (que, por supuesto, no pueden ser retroactivas en un estado de derecho); regulación del sueldo de los directivos y de los operadores de bolsa para que estén ligados a resultados a largo plazo, con el objetivo de eliminar los “incentivos perversos” derivados de bonos o premios conseguidos asumiendo unos riesgos excesivos que ponen en peligro la solvencia futura de la sociedad, etc.

A fin de no extenderme en demasía, dejaré para otro escrito próximo las otras dos reformas necesarias para reconducirnos a la senda del crecimiento: la armonización fiscal y el impulso a un nuevo modelo productivo.