La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

viernes, 10 de febrero de 2012

Las reformas estructurales necesarias para salir de la crisis (II)

En la primera parte de esta exposición me referí a dos de las reformas estructurales que, recogiendo las recomendaciones de los principales economistas del país, considero necesarias para salir de la crisis y para volver por la senda del crecimiento sostenido: la reforma del mercado laboral y la reforma del sistema financiero; en dicha entrada mencionaba también la bibliografía utilizada. Hoy se ha aprobado un proyecto de reforma laboral, que será necesario leer detenidamente antes de hacer una valoración objetiva. En este escrito trataré de las otras dos reformas (o grupos de reformas) que mencionaba: la consolidación y la armonización fiscal a escala europea y el impulso de un nuevo modelo productivo.

Existe un consenso generalizado entre los economistas, al menos entre los que se sitúan dentro del paradigma económico comúnmente aceptado de la ciencia económica, y entre los políticos realistas que se abstienen de soluciones utópicas y propuestas irrealizables, sobre la necesidad de reducir el déficit público de nuestro país; es lo que se llama ajuste o armonización fiscal. Nuestro déficit público sufrió un aumento alarmante entre 2007, año en que hubo superávit, y 2009, ejercicio en que el déficit alcanzó la cifra del 11,2% del PIB (la más alta registrada en nuestro país en tiempos de paz desde que se conservan registros históricos), para descender muy lentamente al 9,2% en 2010 y a una cifra superior al 8% en 2011.


Este déficit tan elevado tiene consecuencias profundamente negativas para nuestra economía y para la creación de empleo. En primer lugar, siembra dudas sobre la capacidad de nuestras finanzas públicas para pagar sus deudas y los intereses de deuda, lo cual ocasiona que los inversores nacionales e internacionales se retraigan de comprar deuda pública española y huyan hacia otras inversiones percibidas como más seguras, con la consiguiente elevación de los tipos de interés que el Estado debe pagar al emitir nueva deuda; en esto consiste el aumento de la prima de riesgo (incremento en la rentabilidad exigida en función del riesgo) y del diferencial con respecto a Alemania (diferencia entre la rentabilidad exigida a la deuda alemana y la exigida a la española). Este aumento de los tipos de interés a que deben colocarse las nuevas emisiones de deuda pública necesarias para financiar el déficit incrementa la carga del Estado en cuanto a pago de intereses, lo cual aumenta nuevamente el déficit y la prima de riesgo, en una espiral infernal en la que han caído países irresponsables en el manejo de sus cuentas públicas, como Grecia en los últimos años.


Pero los efectos negativos del aumento de los tipos de interés y de la prima de riesgo no se limitan a las finanzas públicas: las empresas españolas ven también aumentados sus costes de financiación como consecuencia del riesgo país, es decir, del riesgo asociado a la economía española; ello ocasiona que numerosos proyectos de inversión que podrían ser rentables con unos costes de financiación menores dejan de serlo y no se llevan a cabo, con las consecuencias negativas que se derivan de ello para la creación de empleo.


Otra consecuencia negativa del déficit público es el llamado efecto expulsión o crowding out, bien estudiado y descrito por los economistas. El déficit, como ya hemos dicho, debe ser financiado con la emisión de nueva deuda pública, y esta nueva deuda es comprada por los inversores particulares o institucionales, sobre todo por los bancos e instituciones financieras. La deuda pública absorbe, de esta manera, una buena parte de los recursos de los ahorradores, de manera que disminuye la cantidad de ahorro disponible para proyectos de inversión; de esta manera, puesto que los bancos deben invertir parte de sus recursos en la compra de la deuda pública del Estado, cuentan con menos dinero para prestar a los hogares y a las empresas, lo cual hunde todavía más el consumo y la inversión y dificulta la creación de puestos de trabajo. Al mismo tiempo, la disminución del ahorro disponible y el aumento de la demanda de fondos prestables por parte del Estado presionan al alza sobre los tipos de interés y encarecen la financiación de las empresas, con las consecuencias negativas para el empleo que hemos indicado más arriba.


Todo esto explica el consenso a que nos hemos referido, al menos por lo que respecta a la reducción de un déficit tan elevado como el de nuestro país. Sin embargo, existe un debate a escala internacional sobre la velocidad adecuada en esta reducción, o incluso sobre la conveniencia o no de un déficit moderado en países con una situación mejor que el nuestro. Los economistas de la escuela keynesiana, como Paul Krugman y Joseph Stiglitz, critican la política de austeridad seguida por la mayor parte de países y abogan por un incremento del gasto y la inversión pública como estímulos para la reactivación económica. Sin embargo, otros economistas y gobiernos insisten en la necesidad de una estabilidad presupuestaria que siente las bases de un sano crecimiento futuro. Es evidente, sin embargo –y sobre ello existe también consenso entre la mayor parte de los economistas– que estabilidad presupuestaria a medio y largo plazo no es lo mismo que un déficit cero obligatorio en todos los ejercicios sea cual sea la coyuntura económica: en los años de recesión es conveniente y necesario incurrir en un déficit moderado tanto para mantener las prestaciones sociales y los servicios públicos como para aplicar los estímulos económicos que sean necesarios, compensándose este déficit con el correspondiente superávit en cuanto la situación mejore (v. mi entrada “La reforma constitucional y la solicitud de referéndum”).


Sin embargo, hay tener en cuenta que las propuestas de aumento del gasto para reactivar la economía realizadas por los economistas keynesianos se realizan primordialmente en el contexto de países cuyos costes de financiación son muy inferiores al nuestro; las recetas keynesianas que Krugman o Stiglitz recomiendan son probablemente adecuadas para los Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania, con tipos de interés real de la deuda negativos o muy bajos, pero no pueden trasladarse automáticamente a otros países con elevada prima de riesgo, como España o Italia, o mucho menos aún, Portugal o Grecia.


La solución sólo puede venir, pues, a través de una negociación global, o al menos a escala europea. Es necesario convencer a nuestros socios europeos, y particularmente a Alemania, de que la austeridad a ultranza está provocando una recaída en la recesión que no hará más que aumentar el paro y hacer aún más profunda la crisis y más lejana la recuperación. Sin embargo, este convencimiento no se producirá mediante descalificaciones o insultos a determinados líderes europeos –particularmente, contra la señora Merkel, que al fin y al cabo no hace más que defender los intereses de su país de la manera que cree mejor posible–, sino a través de una negociación para alargar por uno o dos años los plazos de los compromisos de reducción del déficit, de manera que la política de ajustes se haga compatible con los estímulos económicos a corto plazo que favorezcan el crecimiento económico, imprescindible para la creación de empleo a corto plazo. Esta es la propuesta, a mi modo de ver razonable y coherente, que mantiene el ya secretario general del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba, enfrente de las actitudes demagógicas y populistas de otros líderes y de la actitud empecinada del gobierno del PP de reducir del déficit sin ninguna medida de estímulo y aun a costa de aumentar los impuestos en contra de toda lógica económica.


Otra solución a medio plazo pasa por la financiación conjunta de la Unión Europea, o al menos de la zona euro, mediante la emisión de deuda solidaria compartida por todos los estados miembros: los llamados eurobonos. Estos eurobonos estarían respaldados por el Banco Central Europeo (BCE) y contarían como garantía con la solidez económica de toda Europa, de manera que podrían emitirse a tipos de interés menores que los exigidos a la deuda de ciertos estados y resistirían mejor las reticencias y las presiones de los “mercados”. De esta forma, la garantía ofrecida de países más solventes, como lo es Alemania, permitiría a países más débiles económicamente endeudarse a menor coste. Sin embargo, es comprensible que estos países solventes se hayan mostrado reticentes y contrarios a los eurobonos, puesto que la existencia de éstos supondría que los países responsables en sus finanzas públicas se hacen cargo de los excesos presupuestarios de los países más despilfarradores; es normal que dichos países solventes exijan medidas de restricción y recortes del gasto presupuestario y de armonización fiscal en todos los países antes de proceder a su emisión. Sin estas medidas, la exigencia de eurobonos sería como exigir, a cambio de nada, que los vecinos más laboriosos y eficientes de una comunidad pagasen las fiestas de los más improductivos y derrochadores.


A propósito de este tema, muchas veces surge la cuestión de por qué el BCE no presta dinero directamente a los estados, como hace la Reserva Federal de los Estados Unidos o el Banco de Inglaterra, en lugar de a los bancos; se arguye que el BCE presta a los bancos a un interés muy bajo, y éstos “hacen negocio” prestando a los estados a un interés más alto. Sin embargo, es necesario  tener en cuenta que, hoy por hoy y tal como fue creado, el BCE no tiene la función de prestar dinero a los estados, pero sí que tiene la de servir de prestamista de último recurso a los bancos, como otros bancos centrales. El BCE, como banco central, decide el tipo de interés al cual prestan a los bancos la cantidad que necesitan diariamente para cumplir con sus ratios de liquidez, es decir, con las reservas obligatorias que deben tener para satisfacer las eventuales retiradas de dinero de los clientes. Estos préstamos están completamente garantizados, y son normalmente por períodos muy cortos; por ello, su tipo de interés no puede compararse con los de la deuda pública de los estados, que varían obviamente según el plazo de la deuda y según la solvencia de cada estado para poder devolver lo prestado. Los tipos de interés de la deuda pública se determinan en los mercados de deuda pública y en las subastas en las que cada estado emite su deuda, y en éstos participan no sólo los bancos, sino cualquier inversor particular o institucional que lo desee. Cuando los bancos prestan a los estados al tipo de interés del mercado asumen el riesgo implicado en dicho préstamo, riesgo que hoy por hoy no puede asumir el BCE porque no está autorizado para ello. La diferencia con respecto a la Reserva Federal o al Banco de Inglaterra radica en que mientras que los Estados Unidos o Gran Bretaña son países cohesionados desde hace siglos y se solidarizan con las cuentas de cada uno de sus componentes, Europa (o la zona euro), aún no lo es. Para que el BCE pueda emitir cumplir la función que se le pide, bien prestando directamente a los estados o emitiendo deuda propia, es necesario armonizar antes las cuentas públicas de todos los estados implicados. Simplemente, las cosas son así, y no podemos exigir a nuestros vecinos una solidaridad incondicional si nosotros no cumplimos con nuestros compromisos y obligaciones.


Este es el sentido de las decisiones adoptadas en las últimas cumbres europeas; para garantizar la estabilidad de la Unión Europea y de su moneda, es necesario profundizar en la unión política, que vaya más allá de lo que hasta ahora ha sido una pura unión económica y monetaria. Es necesaria, pues, la armonización fiscal europea, que implica avanzar hacia una política fiscal común europea.


Pero para todo ello, y sea cual sea el resultado de la negociación indicada o de las velocidades que se adopten, nos vemos obligados, en definitiva, a la reducción del déficit. ¿Cómo debe abordarse dicha reducción? Evidentemente, existen dos vías, que no son incompatibles: aumento de los ingresos y reducción de los gastos.


El aumento de los ingresos será posible, y se producirá de manera natural, cuando se reactive la actividad económica, mediante el aumento natural de las bases impositivas. Sin embargo, un aumento de los ingresos por vía del aumento de impuestos, tal como la emprendida por el gobierno, es contraria a la lógica económica y no estaba contemplada en las propuestas de los economistas (al menos, de los que se encuentran dentro del paradigma comúnmente aceptado), incluidos los propios miembros del gobierno. Ya me he referido en otras ocasiones a los efectos negativos generales de los impuestos sobre la actividad económica (“Comentario crítico a Sartorius (II): ¿Es de izquierdas subir (o bajar) los impuestos, especialmente las rentas de capital?”) y sobre las consecuencias nefastas de la decisión del gobierno de subir los impuestos en estos momentos (“Se desveló el programa oculto del PP”), y por tanto no insistiré sobre ello.


Otra vía que se señala habitualmente para aumentar los ingresos es la persecución del fraude fiscal. Sin embargo, la necesidad de acabar con la evasión fiscal es algo que se plantea desde los inicios de la democracia; se ha avanzado mucho en ello, y debe hacerse un mayor esfuerzo en este sentido. Sin embargo, la erradicación del fraude fiscal es una meta a medio y largo plazo, que es mucho más fácil de enunciar como deseo que de conseguir en la realidad, y no podemos confiar en que a corto plazo podamos conseguir el dinero suficiente para enjugar nuestro déficit únicamente por esta vía.


Por ello, es imprescindible emprender la reducción del déficit público a través de la reducción del gasto superfluo o improductivo. Desde luego, sería deseable no tocar los fundamentos del estado de bienestar (sanidad y educación), y mantener, dentro de lo posible, las inversiones productivas. Pero existen muchas partidas en subvenciones o gastos innecesarios que quizá tengan una justificación en época de bonanza o normalidad, pero que en estos momentos resultan un lujo y son prescindibles. Es necesario, por ejemplo, reducir o eliminar las subvenciones a los partidos políticos, a los sindicatos, a la Iglesia y a otras organizaciones con contenido ideológico, que deberían mantenerse con las aportaciones de sus militantes, simpatizantes o seguidores.


Hace poco, el economista José Ramón Rallo publicó un artículo donde señalaba una seria de partidas del presupuesto del estado con cuyo recorte se podría ahorrar hasta 32.000 millones sólo en la Administración central (sin contar lo que se podría ahorrar en las autonómicas y locales), y ello sin tocar el sueldo de los funcionarios, el estado de bienestar ni los servicios básicos del Estado. Como afirma el propio autor citado, no es necesario estar de acuerdo con todos los recortes que propone para "reconocer que hay un margen enorme para reducir el gasto sin necesidad de subir todavía más los impuestos".
Igualmente, sería necesario reducir el tamaño del Estado, que en nuestro país alcanza unas dimensiones y una estructura demasiado compleja, con multitud de competencias duplicadas o multiplicadas. Es necesario plantearse la eliminación de instituciones que no cumplen un papel esencial, como las diputaciones provinciales y el Senado, así como reducir el número de municipios mediante agrupación de los más pequeños que se encuentran próximos, a fin de maximizar la eficiencia en la utilización de los servicios ofrecidos. Igualmente, es necesario reducir o eliminar los asesores y los cargos de confianza que pululan en todas las administraciones públicas, así como bajar el sueldo de los políticos y de los altos cargos de la Administración y reducir su número. Así mismo, deben privatizarse las empresas públicas como Loterías y Apuestas del Estado, Aena, los paradores nacionales, las participaciones del SEPI, muchos de los canales de televisión pública, y la mayoría de las empresas públicas creadas a nivel autonómico o local que no comporten servicios esenciales del Estado; de esta forma, la gestión de estas empresas dejaría de estar sometida a los intereses de los políticos (muchas veces se convierten en retiro dorado para pago de ex altos cargos, sus amigos o familiares) y se sometería a los criterios profesionales y de mercado, liquidándose las deficitarias y generando las demás mayores beneficios que podrían revertir en creación de puestos de trabajo.


Igualmente, debe plantearse una racionalización del gasto público, incluso en los servicios esenciales, para impedir el derroche y el abuso, a fin de que estos servicios públicos puedan seguir funcionando con criterios de universalidad, calidad y eficiencia. Por ello, debe dejar de ser tabú el establecimiento de alguna forma de copago de ciertos servicios, como la sanidad, para que sean usados en la medida en que realmente son necesarios; evidentemente, la forma de copago a adoptar debería ser compatible con la universalidad del servicio a las personas necesitadas, mediante un sistema adecuado de exenciones, etc. El copago es normal en la mayoría de países de nuestro entorno, y debería dirigirse a desincentivar los abusos que se derivan de un coste nulo.


Asimismo, debe asegurarse la sostenibilidad del sistema de pensiones públicas, si se plantease como necesaria una nueva reforma, mediante la transición a un sistema mixto entre reparto y capitalización, aunque fuese de manera voluntaria, tal como funciona con éxito en países tan diversos como Suecia o Chile.


Evidentemente, muchos de los temas que planteo son conflictivos y polémicos, pero pienso que deben ser objeto de reflexión y debate desapasionado, desde el punto de vista de la racionalidad y el realismo y sin apriorismos ideológicos. Pienso que un Estado más reducido y eficiente podría cumplir mejor sus funciones primordiales, como la de garantizar la justicia, la libertad y igualdad de oportunidades.


Me quedaría por tratar la última de las reformas estructurales necesarias: el impulso de un nuevo modelo productivo. No me extenderé en este aspecto, puesto que se trata de algo que es mucho más fácil de enunciar que de concretar o de poner en práctica. Sin embargo, existe mucho espacio de mejora en múltiples aspectos, como la educación, la inversión en investigación y desarrollo (la famosa I+D+i), supresión, reducción o simplificación de trámites para montar una empresa, mejora en la eficiencia del sistema de justicia, etc., a fin de aumentar nuestra productividad y competitividad y hacer que nuestro país sea más eficiente y que pueda situarse en el lugar que le corresponde dentro del contexto europeo e internacional.

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