La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

viernes, 3 de febrero de 2012

Las reformas estructurales necesarias para salir de la crisis (I)

En una entrada anterior (La crisis económica y los “fallosdel Estado”) me referí a las dificultades de los estados para enfrentarse a la crisis aplicando las recetas clásicas de la macroeconomía keynesiana, al menos desde un país de manera aislada, y a la necesidad de efectuar reformas estructurales que mejoren nuestro sistema económico y nos permitan salir adelante. Entre estas medidas se encuentran la reforma profunda del mercado laboral, la reforma del sistema financiero, la consolidación y la armonización fiscal a escala europea y el impulso a un nuevo modelo productivo. En esta entrada intentaré incluir y sintetizar algunas de las medidas más importantes propuestas por los más importantes economistas del país que han escrito sobre el tema, por ejemplo Guillermo de la Dehesa: La primera gran crisis financiera del siglo XXI. Orígenes, detonantes, efectos, respuestas y remedios, Alianza Editorial, 2009; Blas Calzada Terrados y Juan Pablo Calzada Torres: La encrucijada económica de España. Propuestas para salir de la crisis, Ed. Deusto, 2009; Juan Velarde (coord.): Lo que hay que hacer con urgencia, Actas Editorial, 2011, o Jorge Juan (pseudónimo de seis economistas de FEDEA): Nada es gratis. Cómo evitar la década perdida tras la década prodigiosa.

Abordaré en esta entrada las dos primeras reformas estructurales (la reforma profunda del mercado laboral y la reforma del sistema financiero), y dejaré para un próximo escrito las otras dos.

En cuanto a la reforma laboral, su necesidad es obvia para casi todo el mundo, con el fin de reducir y eliminar progresivamente la lacra social que nos azota con más fuerza, y que, además de comportar un drama humano para los que lo padecen, supone un problema económico de primer orden en forma de infrautilización de los recursos disponibles, caída en la recaudación fiscal y aumento de los recursos dedicados a prestaciones por desempleo, aumento de la inseguridad general y contracción de la demanda ante el temor a perder el empleo. Si tenemos en cuenta que nuestro país es el que tiene un nivel de paro más alto en nuestro entorno (cerca ya del 23%) y que, incluso antes de la crisis, la tasa de paro sólo descendió del 10% en un período muy corto de tiempo (en la cima de la burbuja teníamos más paro que la mayoría de países en plena crisis), llegaremos a la conclusión que algo no funciona bien en nuestro mercado de trabajo, y que la mayor parte del desempleo que padecemos es de carácter estructural; es decir, no depende de la crisis, sino de una legislación inadecuada que debe ser reformada.

Nuestro mercado de trabajo tiene un carácter eminentemente dual, marcado por la división entre contratos indefinidos y contratos temporales, que permite que el porcentaje de contratos temporales sea el más alto entre los países de nuestro entorno. Esta división se manifiesta en la existencia de unos trabajadores aparentemente muy protegidos con altas indemnizaciones por despido –y digo aparentemente, porque también ellos están amenazados permanentemente por la pérdida de su empleo sin perspectivas de recolocación rápida–, y otros trabajadores prácticamente sin ninguna protección. Por ello, en las épocas de bonanza una gran parte de los empleos que se crean son de tipo temporal, ante la perspectiva que se plantea a los empresarios de hacer frente a altas indemnizaciones si la cosa va mal; esta alta temporalidad plantea grandes problemas no sólo de tipo personal (inseguridad, escasas posibilidades de plantearse un futuro estable...) sino también económico (escaso esfuerzo por parte de las empresas y trabajadores de cara a la formación, excesiva rotación en el puesto de trabajo...). Además, cuando llegan las vacas flacas, los trabajadores temporales son los primeros en ser despedidos, como se comprueba en el alto porcentaje de pérdida de puestos de trabajo temporales producidos en esta crisis.

Por tanto, la reforma laboral debe ir en la dirección de eliminar esta dualidad, estableciendo un único tipo de contrato normal indefinido, con una indemnización por despido intermedia entre los dos modelos de contrato ahora existentes, inicialmente reducida pero progresivamente creciente según el tiempo transcurrido, y que no desincentive la contratación. Los contratos temporales deben reservarse para los casos estrictamente justificados por el carácter temporal del trabajo a realizar, y debe utilizarse también el contrato voluntario a tiempo parcial.

Es decir, debemos adoptar, con las modificaciones necesarias en función de nuestro sistema productivo, el modelo de flexiseguridad existente en numerosos países europeos (por ejemplo, Noruega u Holanda, con unas tasas de paro entre el 4% y el 6% en plena crisis), basado en bajos costes de indemnización por despido (compensados por la mayor probabilidad de encontrar rápidamente un empleo) y unas prestaciones por desempleo generosas, pero ligadas a la búsqueda de trabajo y a la formación en programas de eficacia comprobada.

Otro problema de la legislación laboral actual que es necesario reformar es el modelo de negociación colectiva. Actualmente, la preponderancia de los convenios territoriales y sectoriales por encima de los de empresa impone unas condiciones que muchas pequeñas empresas no pueden soportar. Además, los convenios permanecen en vigor una vez caducados mientras no se negocie el nuevo convenio, lo cual implica incentivos que dificultan la negociación. Esta situación comporta una rigidez que impide la adaptación de los salarios y demás costes laborales a las condiciones reales de las empresas, de manera que cuando sobrevienen dificultades el ajuste se produce necesariamente mediante la destrucción de puestos de trabajo o la no creación de nuevos puestos.

Por ello, es necesario fijar como marco de negociación prioritaria la empresa, sobre todo en lo que se refiere a los salarios, condiciones de trabajo, jornada, etc., de manera que los ámbitos de negociación superior queden reservados a condiciones generales que afecten a todo el sector (por ejemplo, regulaciones sobre seguridad, etc.) o a todos los trabajadores (derechos generales, etc.). Los salarios y demás costes laborales deben estar ligados a la productividad en cada empresa, puesto que es bien sabido que todo aumento de salarios que no esté acompañada de aumento de actividad produce paro estructural (v. “El problema del paro”). Debe favorecerse la flexibilidad ante los cambios de ciclo o de perspectivas de las empresas, de manera que éstas puedan adaptarse a las condiciones existentes y no se vean obligadas a despedir trabajadores ante la primera adversidad. Igualmente, deben reducirse los costos de las contrataciones, por ejemplo, mediante bonificaciones o reducciones de las cuotas a la Seguridad Social, si es necesario a costa de otras partidas del Presupuesto del Estado, de manera que la creación de nuevo empleo, prioritario en estos momentos, se vea favorecida.

Resulta curioso que esta necesaria adaptación del marco de la negociación colectiva a la empresa, reclamado por la mayor parte de expertos que han estudiado el tema, no haya sido vista como necesaria por los sindicatos y por las asociaciones patronales en la reciente negociación. ¿Están éstos pensando en la supervivencia de su estructura organizativa general, que podría verse vaciada de contenido si la negociación se concretase a nivel de empresa? ¿Tendrá el gobierno la valentía de legislar en el sentido de los intereses generales, tanto de trabajadores como empresarios, pasando por encima de los intereses particulares de las organizaciones establecidas?

Podría pensarse que alguno de los aspectos de la reforma laboral aquí considerados van en contra de los “intereses de los trabajadores” o de las conquistas sociales consolidadas. Nada más lejos de la realidad, si intentamos mirar más allá de la pura retórica. En primer lugar, porque una gran parte de los trabajadores, casi uno de cada cuatro, están realmente desposeídos de todo derecho, comenzando por el primero y esencial: el derecho al trabajo. Además, una gran parte de los trabajadores que tienen puesto de trabajo, incluidos los fijos, tienen continuamente sobre sí la espada de Damocles en forma de posibilidad de ser despedidos sin perspectivas de encontrar rápidamente un empleo similar, y se ven dificultados para buscar un trabajo mejor remunerado de acuerdo con su formación y capacidades. Por ello, una reducción o eliminación progresiva del desempleo es un objetivo social irrenunciable, que interesa en primer lugar a los propios trabajadores: con un mercado laboral eficiente en que la tasa de paro fuese reducida, funcionaría realmente la competencia entre las empresas por conseguir y retener a los mejores trabajadores pagándoles el sueldo requerido, y los trabajadores no tendrían temor a perder su puesto ante las posibilidades reales de encontrar otro igual o mejor. Con ello, mejoraría tanto la calidad de vida de cada trabajador como el bienestar económico de la sociedad en general.

Por otra parte, es cierto, como se afirma frecuentemente, que la reforma laboral no creará trabajo por sí sola. Efectivamente, no se crearán puestos de trabajo mientras que no exista crecimiento suficiente de la economía. Sin embargo, la reforma laboral es condición necesaria para acabar con el paro estructural, aquél que no depende de los vaivenes de la situación económica coyuntural, puesto que pocos se arriesgarán a hacer contrataciones indefinidas si deshacer el contrato es excesivamente complicado o costoso; y aún con crecimiento, sin reforma laboral nos veríamos abocados, como hasta ahora, al excesivo predominio de los contratos temporales, que son los que primero se destruyen en tiempos de crisis.

La segunda reforma estructural que debe abordarse sin dilación es la reforma del sistema financiero. Uno de los problemas que originaron la crisis y retrasan la recuperación económica es la desconfianza existente respecto a las entidades financieras y entre ellas mismas, a causa de la existencia en los balances de las mismas de los llamados “activos tóxicos”; en el caso de las entidades españolas, sobre todo en determinadas cajas de ahorros, demasiado subordinadas a intereses políticos, existen activos de dudosa valoración producto de inversiones fallidas en el sector de la construcción o de préstamos de dudoso cobro. Esta desconfianza ha dificultado la circulación de efectivo, que en ciertos momentos ha ocasionado una auténtica paralización del crédito.

Es necesario, pues, que las entidades afectadas hagan aflorar estos activos deteriorados, contabilizados ahora en los balances a precio de coste, que ahora resulta irreal, para que sean valorados a precio razonable de acuerdo con las actuales circunstancias del mercado. Esto provocará necesariamente disminución de beneficios, o incluso pérdidas, que deberán ser afrontadas por las propias entidades. No debe dedicarse dinero público para subsanar estas pérdidas, puesto que cada entidad debe ser responsable de las decisiones tomadas, tanto cuando eran acertadas como cuando han resultado erróneas. Si alguna de estas pérdidas ocasiona la insolvencia o la quiebra de alguna entidad, puesto que entre éstas no se contará ninguna de las “sistémicas” (que podrían hacer peligrar al conjunto del sistema financiero con su caída), las entidades que resulten insolventes deberán ser absorbidas o liquidarse, con substitución del equipo directivo y asegurando la protección debida a los depositantes. Las demás deberán refinanciarse sobre todo con capital privado, que asuma los riesgos y los eventuales beneficios, de manera que las entidades saneadas actúen con criterios de eficiencia y profesionalidad; si alguna intervención estatal se hace necesaria (como las del actual FROP), deberá ser en forma de préstamos o participaciones de capital temporales, de manera que puedan ser recuperadas con beneficios y el riesgo para los contribuyentes se reduzca al mínimo.

La reforma del sistema financiero es, pues, necesaria y urgente para que las entidades resultantes se encuentren saneadas, de manera que se reinstaure la confianza y vuelva a circular el crédito a las familias y a las empresas, condición imprescindible para la reactivación económica y para la creación de puestos de trabajo. En los momentos de redactar este escrito, el Gobierno ha anunciado una reforma del sistema financiero que parece que va en la dirección que hemos señalado. Sin embargo, la necesaria regularización de valoraciones en los balances en el plazo de un año (o dos en el caso de que se opte por fusiones) originará pérdidas en muchas entidades, lo cual hará que en el corto plazo se contraiga aún más el crédito y se ahogue todavía más a la actividad económica. Por ello, se ve como cada vez más necesaria la renegociación de los compromisos de déficit con nuestros socios europeos, de manera que se hagan posibles los incentivos a la actividad económica.

Por otra parte, deben abordarse o completarse las reformas legislativas necesarias para conseguir una regulación más eficiente en el sistema financiero: exigencia de suficientes ratios de solvencia (capital) y de liquidez (efectivo disponible); imposición de coeficientes máximos de endeudamiento a los bancos (algunas medidas en este sentido fueron ya adoptadas por los acuerdos de Basilea III); prohibición de la ocultación de riesgos, como la que se produjo mediante la extracción de los balances de riesgos asumidos a través de la titulización; establecimiento de normas claras de buen gobierno para que los directivos actúen en función de los intereses a largo plazo de los inversores y de la sociedad, y no en beneficio propio a corto plazo; exigencia de responsabilidades, incluso penales, por negligencia (que, por supuesto, no pueden ser retroactivas en un estado de derecho); regulación del sueldo de los directivos y de los operadores de bolsa para que estén ligados a resultados a largo plazo, con el objetivo de eliminar los “incentivos perversos” derivados de bonos o premios conseguidos asumiendo unos riesgos excesivos que ponen en peligro la solvencia futura de la sociedad, etc.

A fin de no extenderme en demasía, dejaré para otro escrito próximo las otras dos reformas necesarias para reconducirnos a la senda del crecimiento: la armonización fiscal y el impulso a un nuevo modelo productivo.

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