La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

viernes, 20 de enero de 2012

La crisis económica y los “fallos del Estado”

En economía se habla habitualmente de los “fallos del mercado”, que justifican la intervención del Estado. Como ejemplos de estos “fallos” podemos citar la existencia de “externalidades negativas”, como la contaminación; la necesidad de suministrar bienes públicos o servicios sociales que por su naturaleza el mercado no suministra en cantidad suficiente; la formación de monopolios y oligopolios, que entorpecen o impiden la competencia; la existencia de información desigual entre los agentes que intervienen, etc. En estos casos, el Estado interviene para intentar resolver estos y otros problemas donde el mercado no funciona correctamente, además de ejercer su función natural de asegurar el cumplimiento de las leyes, el respeto a los derechos, y realizar una labor de redistribución que asegure la igualdad de oportunidades y unos mínimos vitales para todos. Desde mi punto de vista de izquierda social-liberal, en otro lugar expuse mi opinión sobre los respectivos papeles del mercado y del Estado: “Qué significa para mí ser de izquierdas”. 

Igualmente, el Estado se atribuye la función de regular el funcionamiento general de la economía a través de la política monetaria y fiscal, con el objetivo de prevenir las crisis económicas o aminorar sus consecuencias. Pero, en este aspecto, tenemos derecho a preguntarnos si es eficaz la intervención del Estado y si esta intervención ha dado los resultados deseados o no. Por ello, el objetivo de este escrito es examinar la actuación del Estado antes y durante la crisis económica que vivimos, para ver cuáles han sido los resultados.

He de advertir que me refiero al Estado en general, como institución o conjunto de instituciones que forman la estructura jurídico-política de la sociedad, y no al Gobierno (una de estas instituciones), y mucho menos a la actuación de un gobierno concreto. No hablaré, pues, del gobierno de Zapatero ni de su eventual influencia en el desarrollo de la crisis. Mi opinión respecto al mismo es conocida, y la he expuesto en diversas ocasiones: “A qui votaré en les pròximes eleccions?”; “ Rubalcaba y la socialdemocracia: mi apoyo crítico”; “¿Es lo mismo el PP que el PSOE?”. Creo que Zapatero podía haberlo hecho mucho mejor, y también podía haber actuado mucho peor; pero no creo que ningún gobierno hubiera podido hacer milagros, dada la difícil situación de la economía mundial y española. Ahora se trata, más bien, de cuestionarnos el papel del Estado, en sus diversas manifestaciones que afectan a la actuación de la mayor parte de los gobiernos, de los bancos centrales, de los legisladores, etc.

En el origen de la crisis pueden señalarse tres actuaciones del Estado –dos por acción y una por omisión–, que, en mi opinión, posibilitaron el desarrollo de la misma, actuaciones que deberían hacer reflexionar a aquéllos que reclaman la intervención masiva del Estado en la economía. En primer lugar, el Estado, a través de los bancos centrales, controla la oferta monetaria y tiene la capacidad de manipular los tipos de interés. En principio, esta capacidad debería servir para suavizar los ciclos económicos; concretamente, cuando se avecina una crisis, a través de una política monetaria expansiva teóricamente se estimula la demanda agregada, lo cual debería permitir la recuperación económica. Esta política funcionó efectivamente en crisis anteriores de menor profundidad, como la de 2001. Sin embargo, los bancos centrales cometieron el grave error de mantener los tipos de interés artificialmente bajos durante demasiado tiempo. Los tipos de interés básicos reales (teniendo en cuenta la inflación) permanecieron prácticamente en valores negativos entre 2001 y 2005, y esto propició la existencia de crédito barato, que provocó el endeudamiento generalizado en hogares, empresas y bancos y originó la gigantesca burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, España y otros países.

En segundo lugar, en los Estados Unidos, ya desde 1977, durante el mandato de Jimmy Carter y después bajo las administraciones de Cinton y Bush, se promulgaron una serie de leyes que promovían la concesión de hipotecas para la compra de vivienda a familias con pocos recursos, con la esperanza de que se cumpliese el “sueño americano”, mejorase su situación económica y pudiesen pagar los préstamos, que eran financiados y garantizados por las agencias hipotecarias semipúblicas Fannie Mae y Freddie Mac. En esta legislación se encuentra el origen de las “hipotecas basura” o “créditos ninja“ (no incomes, no job, no assets), cuya explosión en 2007 marcó el inicio de la crisis.

En tercer lugar, las diversas administraciones norteamericanas se lanzaron a una serie de acciones legislativas que promovían la desregulación de los mercados financieros; dichas actuaciones se simbolizan en la derogación en 1999, bajo el mandato de Bill Clinton, de la Ley Glass-Steagall, vigente desde 1933, que separaba las actividades de los bancos comerciales y de inversión. Esta desregulación era fruto del predominio de ciertos modelos matemáticos en economía financiera sin fundamento económico real y de una confianza excesiva en la capacidad de autorregulación de los mercados financieros, pero resultó letal, pues permitió la proliferación descontrolada de los productos financieros sofisticados a través de todo el sistema financiero, la creación de una “banca a la sombra” fuera de control y la existencia de préstamos y riesgos fuera del balance de los bancos.

Estos tres elementos, mezclados y agitados en un cóctel fatídico, impulsaron la asunción de riesgos excesivos y mal calculados por parte de los agentes financieros. Por otra parte, existía un sistema de “incentivos perversos” entre los grandes directivos financieros que les exigía la consecución de resultados a corto plazo para no quedarse atrás respecto a sus competidores, asumiendo riesgos que podían ser contrarios a las perspectivas de futuro estable de sus empresas y al interés general; esto les impulsó a una vorágine competitiva de consecuencias desastrosas. El Estado renunció a su papel de controlar y regular el buen funcionamiento de los mercados financieros, y al mismo tiempo no supo dar una respuesta al evidente “fallo del mercado” que suponía la existencia de dichos incentivos perversos, de manera que cuando durante el verano de 2007 estalló la crisis de las hipotecas basura todo el sistema financiero estaba podrido. (Sobre estos y otros aspectos de la crisis financiera, puede verse mi “Resumen y comentario del libro Por qué quiebran los mercados”.

¿Cuál fue la respuesta de los estados y de los bancos centrales ante el inicio de la crisis? Inmediatamente reaccionaron siguiendo el modelo keynesiano: política monetaria expansiva basada en inyecciones masivas de liquidez (dinero destinado a préstamos a bancos) y bajadas de los tipos de interés (sin que debamos olvidar la esperpéntica actuación de Jean-Claude Trichet, presidente del BCE, que llegó a subir los tipos en julio de 2008 para volverlos a bajar en septiembre). Ante la amenaza de colapso del sistema financiero, se realizaron rescates o ayudas a los bancos en forma de nacionalizaciones temporales (compras de acciones a bajo precio), préstamos y compra de activos tóxicos. Al mismo tiempo, desde la política fiscal, se realizaron programas de estímulo a la economía mediante el aumento de los gastos y de la inversión del Estado (por ejemplo, el plan E de Zapatero y los planes de estímulo de Obama), de eficiencia discutida.

De esta forma, se salvó al sistema financiero y se evitó que la crisis alcanzara proporciones incalculables, pero se provocó el endeudamiento generalizado de muchos estados, de manera que no pudo aplicarse la otra pata de la política fiscal keynesiana: la bajada de impuestos, que hubiese permitido incentivar la inversión y el consumo. Recordemos que tanto Merkel como Rajoy incumplieron sus promesas electorales de rebajar los impuestos, llegando éste último a subirlos en contra de toda lógica macroeconómica (v. “Se desveló el programaoculto del PP”). El aumento del déficit provocó que, inmediatamente después de que parecía que se iniciaba la recuperación de la crisis financiera, al menos en algunos países (recordemos los “brotes verdes” de 2009-2010), se enlazara con el inicio de la crisis de la deuda en la primavera de 2010.

En estos momentos nos encontramos, en mi opinión, en una especie de situación “entre la espada y la pared”, en que existen diversas opiniones entre los expertos: por una parte, los estados se encuentran con una necesidad imperiosa de reducir del déficit, no sólo por el peligro de impago y por el aumento de la de la prima de riesgo en algunos países, sino por el encarecimiento en los costes de financiación de las empresas a causa del riesgo-país y por el llamado efecto expulsión (crowding out), que consiste en la reducción de la cantidad de dinero disponible para préstamos a empresas y familias a causa de la compra por parte de los bancos de la nueva deuda pública. Por otra, algunos economistas neokeynesianos, como Paul Krugman y Joseph Stiglitz, critican la política de austeridad a toda costa y proclaman la necesidad de estímulos para la reactivación económica.

Es obvio que sin estímulos es difícil crecer, pero las recetas keynesianas parecen difícilmente aplicables, al menos de manera aislada en un único país, como España, con alta prima de riesgo (v. mi entrada “Keynes tenía razón, según Krugman”). Por ello, parecería más adecuado negociar con nuestros socios europeos y convencerlos de la necesidad de alargar por uno o dos años los plazos de los compromisos de reducción del déficit, tal como prometió Rubalcaba en la campaña electoral y contrariamente a la dirección en la que se ha embarcado el nuevo gobierno de Rajoy. Y todo ello, combinado con una reducción del gasto superfluoo improductivo, y la implantación de las reformas estructurales imprescindibles: reforma profunda del mercado laboral, que elimine la dualidad de nuestro mercado de trabajo entre indefinido y temporal y posibilite la creación de empleo; reforma del sistema financiero, que clarifique los balances de los bancos para que pueda fluir de nuevo el crédito, e impulso de un nuevo modelo productivo.

Pero, volviendo al tema principal de la entrada, y ante los “fallos del Estado” señalados y las dificultades e indecisión presentes, es lícito plantearnos la siguiente pregunta: ¿puede el Estado en realidad prevenir o resolver las crisis económicas, o más bien ayuda a provocarlas? Los economistas de la Escuela Austríaca de Economía (v. por ejemplo Juan Ramón Rallo o Jesús Huerta de Soto) nos responderán que es el Estado, a través de la manipulación de los tipos de interés por parte de los bancos centrales y su ayuda permanente a un sistema bancario con coeficiente de caja fraccionario, el que provoca las crisis (v. mi “Resumen y comentario crítico del libro Una crisis y cinco errores”). Se trata de un punto de vista que no puede ignorarse.

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