La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

miércoles, 11 de enero de 2012

Resumen y comentario del libro “Por qué quiebran los mercados”

Por qué quiebran los mercados. La lógica de los desastres financieros, John Cassidy, RBA Libros, 2010 (Original: How Markets Fail, 2009). 

 
Con este comentario reanudo la serie de recensiones de libros sobre la crisis económica, la primera de las cuales se refería al libro Una crisis y cinco errores, de Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo, que podéis consultar en el enlace indicado.

El resumen es un poco largo, pero he preferido no partirlo para conservar su unidad dado el indudable interés del libro.


Introducción


El autor analiza las causas, la génesis y el desarrollo de la crisis financiera (2007-2009), criticando la excesiva confianza de la mayor parte de los economistas y de los gobernantes en la capacidad de autorregulación de los mercados y en la doctrina del laissez faire. Para ello, realiza un repaso de la historia del pensamiento económico, por lo cual el libro puede servir, además de un análisis interesante de los orígenes de la crisis económica actual, como una somera introducción a la historia del pensamiento económico.


En esta exposición histórica, el autor realiza una separación, a mi manera de ver artificial, como indicaré después, entre lo que él llama “economía utópica” (la que pondría el énfasis en la eficiencia del libre mercado) y “economía basada en la realidad” (la que tendría en cuenta los fallos de los mercados). Pero si alguien piensa que el libro es una crítica global al mercado y al capitalismo y una apuesta por otro modelo de sociedad, va a sentirse defraudado. Como puede verse en una entrevista publicada por El País (24-10-2010), el propio autor, parafraseando a Churchill, afirma que el capitalismo es “el mejor de los dos mundos”, y reconoce que el mercado, debidamente regulado, funciona en la mayor parte de los casos. Las reformas que el autor propone en su libro no pasan de una regulación del sistema financiero para hacerlo más eficiente y un control estatal adecuado del mismo.


En este sentido, me parece que el siguiente pasaje del autor en la Introducción del libro resume su postura: “[...] En tales circunstancias, conforme a la ortodoxia económica, la mano invisible del mercado transmuta actos individuales de egoísmo en resultados colectivos socialmente deseables. Si este argumento no incluyese un elemento importante de verdad, el movimiento conservador no hubiese gozado del éxito que tuvo. Los mercados que funcionan correctamente recompensan el trabajo duro, la innovación y el abastecimiento de productos bien hechos y asequibles, y castigan a las empresas y los trabajadores que ofrecen artículos excesivamente caros o de mala calidad. Este mecanismo del palo y la zanahoria asegura que los recursos se distribuyan con fines productivos, haciendo que las economías de mercado sean más eficientes y dinámicas que otros sistemas, como el comunismo y el feudalismo, que carecen de una estructura de incentivos eficaz. Nada en este libro debería interpretarse como un argumento para regresar a la tierra o reconstruir el Gosplan de los Soviets.” (p. 16).


Inmediatamente a continuación, el autor nos advierte de que los mercados no siempre funcionan correctamente: “Pero aseverar que los mercados libres siempre arrojan buenos resultados implica ser víctima de una de las tres ilusiones que yo identifico: la ilusión de la armonía”.


El autor hace un repaso de la historia de la economía, haciendo una clasificación entre “economía utópica”, o aquélla que tiende a defender la autonomía de los mercados que se regulan a sí mismos, y “economía basada en la realidad”, donde incluye a los autores que señalan los fallos del mercado, que debe ser regulado. Sin embargo, me parecen desacertadas las etiquetas establecidas por el autor. Entre otros aspectos, bajo la primera (“economía utópica”) se recogen las aportaciones fundamentales a la historia de la economía, como las de Adam Smith, que el propio autor considera válidas; se incluyen también modelos básicos sobre el funcionamiento de la economía, como los del equilibrio general de la escuela de Lausana, que aunque efectivamente sólo son exactos bajo ciertas condiciones simplificadoras que sus propios autores señalaron, nos indican la coherencia general del sistema de precios. Y bajo la segunda (“economía basada en la realidad”) se recogen las teorías sobre los “fallos del mercado”, que efectivamente deben ser tenidas en cuenta pero que en su mayor parte ya se integran en los textos académicos y en la doctrina económica convencional. No puede haber “fallos del mercado” si no existe el mercado, y los fallos no pueden enumerarse si no se ha examinado y descrito previamente al funcionamiento del libre mercado. Desde luego, los modelos matemáticos sobre el funcionamiento de la economía incluyen, como en todas las ramas de la ciencia, una serie de simplificaciones de la realidad necesarias para acercarnos a ella, y sólo funcionan exactamente si se cumplen las condiciones simplificadoras. Por ello, para una descripción más detallada es necesario introducir, junto a los modelos, una aproximación a lo que ocurrirá cuando las hipótesis simplificadoras no se cumplan; pero ello no invalida a los modelos, sino que los completa. Por tanto, la “economía basada en la realidad” no contradice ni invalida a la mayor parte de la llamada “economía utópica”, sino que la matiza y la completa cuando es necesario. Ambos aspectos de la economía son en gran parte compatibles, y deben integrarse, en todo aquello que tienen de válido, en la ciencia económica.


Desde luego, y como señala ya en la Introducción, el autor resta importancia, como causas de la crisis, a las malas decisiones, a la avaricia o a las actitudes delictivas: “Mi propuesta, tal vez controvertida, es que Chuck Prince, Stan O’Neal, John Thain y el resto de directivos de Wall Street cuyos tropiezos financieros y sus paquetes salariales han aparecido en las primeras planas durante los últimos dos años no son ni sociópatas, ni idiotas ni delincuentes. En su mayoría, son estadounidenses brillantes, diligentes y no especialmente imaginativos que fueron ascendiendo en su carrera, se codearon con la gente adecuada, obtuvieron resultados algo superiores a sus colegas y se encontraron ocupando un puesto directivo durante uno de los grandes booms crediticios de todos los tiempos. Algunos de estos hombres, quizá muchos de ellos, albergaban dudas sobre lo que sucedía, pero el entorno competitivo en que trabajaban no les ofrecía ningún incentivo para echarse atrás. Por el contrario, les alentaba a continuar. Entre 2004 y 2007, en la cúspide del boom, los bancos y otras empresas financieras cosechaban unos beneficios récord, el precio de sus acciones alcanzaba nuevas cotas; y sus líderes eran tratados como celebridades en los medios de comunicación” (p. 20).


Hechas estas advertencias, pasaré a resumir el contenido del libro. Éste se estructura en tres partes fundamentales: “Economía utópica”, “Economía basada en la realidad” y “La gran crisis”, además de la “Introducción” y las conclusiones “Conclusiones”. Me referiré a cada parte del libro en un apartado, para luego hacer mi propia valoración.


La “economía utópica”


El autor comienza su repaso a la historia de la economía describiendo el funcionamiento general de los sistemas de mercado como mecanismos que, al permitir la especialización de personas, empresas y países y al proporcionar incentivos a la inversión y a la innovación, expanden la capacidad productiva de la economía y facilitan un aumento gradual de la productividad y de los salarios y una mejora del nivel de vida. El primero en describir este mecanismo fue el escocés Adam Smith en el siglo XVIII, que introdujo el concepto de la “mano invisible” de los mercados, que hace que cada individuo, actuando bajo su propio interés, proporciona mediante su trabajo, a veces en colaboración con otros, las mercancías que otros desean comprar al coste más bajo posible, de manera que produce unos resultados beneficiosos para todos. Al mismo tiempo, Smith señala ya unas determinadas tareas que debe realizar el Estado, como defensa, administración de justicia o suministrar determinados bienes o servicios públicos.


Ya en el siglo XX, el economista austriaco emigrado a los Estados Unidos Friedrich Hayek describe cómo el mercado asigna correctamente los precios y las cantidades necesarias de las distintas mercancías de manera mucho más eficaz que cualquier planificador de una economía centralizada podría hacerlo, puesto que la información necesaria para ello se encuentra dispersa en la mente de cada uno de los productores y consumidores. El mercado coordina la actividad de millones de consumidores y de empresas por medio de los de precios, que actúan como un sistema de telecomunicaciones a lo largo de toda la economía. Por ejemplo, si los consumidores necesitan más cantidad de un determinado producto, su precio subirá, lo cual indicará a los productores que deben aumentar la producción. De manera semejante, las materias primas y los factores de producción se asignan de manera más eficiente posible. Hayek, como ya lo había hecho su maestro Ludwig von Mises, criticó, por este motivo, los sistemas comunistas de planificación central como necesariamente ineficientes, y predijo su caída. Sin embargo, se excedió criticando las políticas moderadas de la socialdemocracia y del estado de bienestar, que para él, y para muchos conservadores, suponían una amenaza para la libertad individual.


Léon Walras, principal figura de la Escuela de Lausana, intentó realizar una descripción matemática del conjunto de la economía de mercado, demostrando que existe un conjunto de ecuaciones que determinan las cantidades y los precios de cada mercancía, de manera que el sistema se encuentra en equilibrio general. A mediados del siglo XX, diversos teóricos, entre los cuales destacan Kenneth Arrow, Gérard Debreu y el físico y matemático John von Neumann, demostraron que, en determinadas condiciones, para los mercados competitivos existía un sistema único de soluciones de las ecuaciones de Walras que permitía una economía eficiente en equilibrio. De esta forma, la “mano invisible” de Smith y el “sistema de telecomunicaciones” de Hayek adquirían consistencia matemática. Sin embargo, a principios de los setenta se descubrió que el sistema podía permanecer en equilibrio estable, pero que también podía alejarse del equilibrio comportándose de forma caótica.


En las últimas décadas del siglo XX tuvo una gran influencia de Milton Friedman, principal economista de la Escuela de Chicago. Junto a algunas aportaciones válidas en macroeconomía, como la justa observación de que la llamada curva de Phillips, que relacionaba el paro y la inflación, sólo tenía efecto a corto plazo, pero no a largo plazo, Friedman criticó la manipulación de la demanda agregada proponiendo un crecimiento fijo constante de la oferta monetaria (propuesta sobre la cual la corriente mayoritaria de los economistas actuales se encuentra en desacuerdo) y abogó por limitar al máximo la intervención del Estado en la economía; de esta manera, ofreció un marco ideológico para la política de desregulación que se dio después.


Otras doctrinas económicas, como la teoría de la eficiencia de los mercados financieros, que postulaba la cotización de los valores financieros siempre reflejaba su verdadero valor, puesto que recogía toda la información disponible sobre ellos (teoría que ha quedado en entredicho por la existencia de las burbujas bursátiles y de otros activos), contribuyeron a la idealización del libre mercado como algo eminentemente estable e infalible. Los modelos matemáticos desarrollados por Paul Samuelson o por Robert Lucas, entre otros, concebían a los individuos encargados de la toma de decisiones como autómatas racionales que intentan maximizar ciertas funciones matemáticas que formalizan sus propios intereses, de manera que pueden realizar una serie de elecciones óptimas para cada situación. Otras teorías, como la de las expectativas racionales, preconizaban la irrelevancia de la política monetaria, siempre que los agentes económicos, completamente racionales e informados, sean capaces de prever las políticas económicas estatales. Argumentos similares se aplicaban a la política fiscal. De esta manera, la intervención del Estado se convertía no sólo en irrelevante, sino incluso desestabilizadora. Robert Lucas suponía que se daban todas las condiciones para el equilibrio general, y que este equilibrio era único y estable; si algo perturbaba el equilibrio, éste volvía a recuperarse automáticamente. En este sentido, Lucas extendió la hipótesis de los mercados eficientes a toda la economía, como un mecanismo idealmente perfecto donde no había espacio para las burbujas, para las recesiones económicas y el desempleo masivo. Todos estos modelos, a pesar de su relevancia matemática, son calificados por el autor, como ya hemos dicho dentro del calificativo de “economía utópica”, puesto que no tienen en cuenta las imperfecciones que se dan en la realidad.


La “economía basada en la realidad”


Sin embargo, otros autores, aun aceptando la esencia y la necesidad de los mercados, iban señalando los “fallos del mercado”, que requieren su regulación y la intervención del Estado. Uno de los primeros fue el inglés Arthur Cecil Pigou (1877-1959), que señaló los “efectos de desbordamiento” de los mercados libres (otros autores se refieren a “externalidades negativas”), que ocasionan que aunque aquéllos puedan conducir a un resultado eficiente desde el punto de vista privado, no lo es desde el punto de vista social. Un ejemplo típico de efecto de desbordamiento o externalidad negativa es la contaminación.


Francis Bator publicó en los años 50 diversos artículos en que utilizaba por primera vez la expresión “fracaso (o fallo) del mercado” (market failure). Entre estos fallos del mercado, señalaba la de dejar de sustentar actividades “indeseables” o no detener actividades “indeseables”, la información imperfecta, la inercia o resistencia al cambio, la incertidumbre y las expectativas incoherentes, los caprichos de la demanda agregada, etc. Sobre todo, indicaba tres fuentes de fallos del mercado que han permanecido como clásicas en los textos de economía, y que requieren la intervención del Estado: el poder de los monopolios y de los oligopolios, que distorsiona los beneficios de la libre competencia; la falta de incentivos de los mercados para proporcionar los “bienes públicos”, como puentes, hospitales, parques, cuerpos de bomberos, etc., a causa de la imposibilidad o dificultad para cobrar por sus servicios lo suficiente para producir un beneficio privado, y los “efectos de desbordamiento” o externalidades negativas, ya señalados por Pigou.


Otro problema se presenta cuando existen situaciones en que dos o más agentes del mercado pueden cooperar entre sí y obtener un resultado mutuamente beneficioso, pero sienten la tentación de no cooperar para obtener ganancias extras individuales. Pero el hecho de no cooperar puede originar graves pérdidas para todos. Es lo que en teoría de juegos se denomina “dilema del prisionero”, y se trata de un fenómeno que puede originar lo que el autor denomina la “irracionalidad racional”: una situación en que la aplicación del propio interés racional en el mercado de cada uno de los participantes da lugar a un resultado global nefasto y socialmente indeseable. Veremos situaciones semejantes en el desarrollo de la crisis.


Otra fuente de ineficiencia para el mercado es la de la información oculta, situación en que uno de los agentes que intervienen en el mercado (generalmente, el vendedor), tiene más información sobre el producto que el comprador. Un ejemplo clásico es el del mercado de coches usados, pero el problema puede darse en muchos sectores del ámbito económico. Un mercado con información oculta puede llegar a convertirse en un mercado “de cacharros” (“para limones”, en la deficiente traducción de la editorial: inglés lemon), puesto que los compradores, dudando de la calidad del producto, pueden no aceptar el precio demandado por los vendedores de productos de auténtica calidad, y éstos pueden verse desplazados del mercado, quedando únicamente los “cacharros”.


Por otra parte, las frecuentes burbujas y crisis bursátiles han puesto en entredicho la teoría de la eficiencia de los mercados financieros, y han dejado terreno a los teóricos del comportamiento o “finanzas conductales”, que dan importancia a la psicología de los inversores. Muchas veces, éstos y otros agentes del mercado tienen un comportamiento de imitación que les hace comportarse como un “rebaño”, puesto que advierten racionalmente que tomar una decisión errónea les comportará menos prejuicios si esta misma decisión es compartida por la mayoría de sus colegas o competidores; por ello, incurren en menor riesgo adoptando una decisión dudosa, aunque pueda ser errónea, si ésta es la que sigue el “rebaño”, que adoptando una decisión siguiendo sus propios criterios, aunque pueda ser la correcta.


Si un sector es especialmente sensible a la inestabilidad económica es, precisamente, el sector financiero. Ya en los años 80, un economista keynesiano, Hyman Minsky, indicaba los peligros del sistema financiero, que describía lo que el llamaba “finanzas especulativas” o “finanzas piramidales” (en la traducción de la editorial, “de Ponzi”). En las etapas expansivas del ciclo económico, el crédito fácil hace que aumente la inversión, los beneficios y los precios de los activos; existe una competencia entre los bancos y otras instituciones financieras para suministrar capital, con lo cual la asunción de riesgos aumenta. Si en las etapas iniciales los bancos prestan sólo a negocios y a familias solventes, las exigencias de solvencia se van diluyendo. Pero ningún boom crediticio dura para siempre; en un momento determinado, cuando empieza a crecer el número de préstamos morosos o impagados, el crédito se restringe. Al comenzar a escasear el dinero, muchos prestatarios se ven obligados a vender sus activos a cualquier precio para poder cumplir sus compromisos, con lo cual comienza una espiral de declive de la inversión, de los beneficios y de los precios de los activos. A menos que las autoridades financieras intervengan facilitando liquidez, puede producirse una profunda depresión.


En realidad, la hipótesis de la inestabilidad financiera de Minsky es una forma de irracionalidad racional, en que el interés individual tanto de los bancos prestamistas como de los prestatarios apalancados pueden conducir a expansiones inflacionistas y a contracciones generadoras de desempleo. El apalancamiento (endeudamiento) de los propios bancos, que multiplica su riesgo, y la “ingeniería financiera”, o creación de nuevos productos, como la “titulización” de préstamos, que desincentivan la investigación de la solvencia de los prestatarios, puede ocasionar la agudización de la inestabilidad y de las crisis.


La gran crisis


El autor del libro sitúa el origen de la gran crisis en el estallido, en 2007, de la burbuja inmobiliaria y crediticia que se había iniciado a principios de la década. A fin de combatir la crisis provocada por la burbuja anterior, la de las empresas punto com, la Reserva Federal estadounidense redujo los tipos de interés desde un máximo del 6,5% en el año 2000 hasta el 1,25 en noviembre de 2002, y al 1% en junio de 2003. Con una inflación al 2%, el coste del endeudamiento a costo plazo estaba, pues, por debajo de cero, y así seguiría durante dos años más.


Estos tipos de interés, inusualmente bajos, provocaron una carrera de endeudamiento progresivo por parte de propietarios de viviendas, consumidores, empresas, y después en los propios bancos y sociedades de inversiones, que acabaron fuertemente apalancados. La deuda hipotecaria, sobre todo la de préstamos de alto riesgo (hipotecas subprime) se multiplicó.


Por otra parte, los propios tipos de interés bajos hicieron, como es usual, que creciera de manera exagerada el precio de los activos, particularmente de los activos inmobiliarios, en una burbuja que acompañaba a la burbuja crediticia.


Al mismo tiempo, como fruto de una excesiva confianza en la capacidad autorreguladora de los mercados, las sucesivas administraciones estadounidenses fueron aboliendo la legislación que había sido aprobada a raíz de la Gran Depresión durante los años 30, legislación que separaba las actividades de los bancos comerciales de la de los bancos y sociedades de inversión, con lo cual los organismos reguladores perdían capacidad de control sobre las actividades de alto riesgo en el sistema financiero.


A la carrera de inflación de los precios de la vivienda siguió una carrera por conceder préstamos por parte de los bancos y otras sociedades financieras, cada vez con menores garantías de cobro, con la confianza de que los precios seguirían subiendo y siempre podría recuperarse la cantidad prestada haciéndose cargo de la vivienda. Al mismo tiempo, las administraciones de Clinton y de Bush ejercieron presión sobre las agencias hipotecarias semipúblicas Fannie Mae y Freddie Mac para que aumentaran la financiación de préstamos para vivienda a personas de bajos ingresos. Esta carrera arrastró también a las sociedades financieras más responsables, temerosas de perder cuota de mercado y con ello disminuir sus beneficios y poner en peligro el puesto de trabajo de sus directivos. Se trataba de una materialización de las finanzas piramidales o de Ponzi que había pronosticado Minsky, y de la irracionalidad racional que exemplifica el dilema del prisionero.


La desregulación de los mercados financieros, unida a la ingeniería financiera, agravó los elementos de la burbuja por medio de la titulización de los préstamos (empaquetamiento, subdivisión y venta a terceros), la emisión de certificados de seguros sobre los títulos hipotecarios y la creación de una serie de entidades intermediarias (la llamada banca en la sombra) que permitían que los prestamistas dejaran de asumir la mayor parte del riesgo de los préstamos, que quedaban fuera del balance oficial de los bancos emisores de éstos. A ello se unieron los errores de las agencias de clasificación, que otorgaron la máxima puntuación a muchos de dichos títulos. Además, los modelos de cálculo de riesgo que se utilizaban no reflejaban correctamente el auténtico riesgo que se estaba asumiendo.


Se daban también los elementos estudiados por la psicología de la inversión. Como en otras burbujas anteriores, olvidando la experiencia adquirida, los agentes participantes confiaban en que los precios no llegarían a caer, o bien, no sabiendo cuándo podría comenzar la caída, consideraban necesario participar en ella; por ejemplo, los compradores de viviendas lo hacían ante el temor de tener que comprarla más tarde a mayor precio. La mayor parte de los “expertos” en el mercado inmobiliario no advertían señales de una burbuja.


A todo ello contribuyó el sistema de sueldos y remuneraciones de los directivos de las empresas demasiado ligados a la consecución de beneficios a corto plazo; si las cosas van bien, las acciones de la empresa subirán de precio, y con ello también las opciones sobre acciones que los directivos han recibido; pero si las cosas van mal, los accionistas se arruinarán, mientras que a los directivos les quedan los paquetes de jubilación sumamente generosos. Estos incentivos perversos se extienden a los operadores de bolsa, que se benefician de inmensas bonificaciones proporcionales a los beneficios que generan a la compañía para la cual trabajan; sin embargo, si generan pérdidas, pueden ser despedidos, pero no han de reembolsar el capital perdido. Ello llevó a directivos y a operadores a correr riesgos excesivos a corto plazo, aunque a largo plazo puedan resultar sumamente peligrosos o perjudiciales para las empresas; cuando las cosas comenzaron a ir mal, las consecuencias las sufrieron los accionistas y, en último extremo, los contribuyentes. Sin embargo, debe reconocerse que esta estrategia arriesgada era la racional, teniendo en cuenta los incentivos, las presiones y la competencia que existía; si las cosas hubieran salido de otra forma, dichos directivos hubieran sido tratados como genios de las finanzas, como lo habían sido durante los años anteriores de bonanza; muchos de ellos eran conscientes de los excesos de riesgo, pero si no los hubieran asumido sus empresas se hubiesen quedado estancadas, y ellos hubieran sido despedidos.


Con todos estos ingredientes, era normal que cuando algo fallara el sistema se situase al borde del abismo. El toque de alerta comenzó el 9 de agosto de 2007, cuando el BNP Paribas anunció la suspensión de reembolsos de tres de sus fondos de inversión con participaciones en títulos hipotecarios estadounidenses por falta de liquidez de dichos activos. Las agencias de calificación habían empezado a revisar a la baja la calificación de estos títulos, de manera que los mercados de dichos títulos se colapsaron y era imposible valorarlos objetivamente. Ello creó una crisis de confianza entre las entidades financieras, ya que nadie podía saber la verdadera exposición a los activos tóxicos de las demás compañías, y ni siquiera podían calcular el valor de los propios; de esta manera, a pesar de las sucesivas inyecciones de liquidez por parte de los bancos centrales, el mercado de préstamos interbancarios se colapsó. Los bancos y otras entidades financieras, ante la necesidad de obtener efectivo líquido, se vieron obligados a vender muchos de sus activos a cualquier precio, cosa que provocó la caída de precios de los activos; por ello, muchas entidades fuertemente apalancadas se vieron obligadas a intensificar las ventas, lo que originó las crisis bursátiles de 2008 y 2009. Algunos bancos importantes quebraron y tuvieron que ser nacionalizados o vendidos a precio simbólico: el Northern Rock británico (agosto de 2007, rescatado por el Estado; el Bear Sterns, comprado a un precio simbólico por JPMorgan en marzo de 2008 con garantía de la Reserva Federal sobre sus activos tóxicos). En septiembre de 2008, el gobierno federal de los Estados Unidos nacionalizó las entidades hipotecarias semiestatales Fannie Mae y Freddie Mac y substituyó a sus directivos, ante el temor de que sus compromisos de pago, garantizados por el Estado, se incumpliesen. La mayoría de los demás bancos estaban en una situación precaria, y muchos de sus altos directivos fueron despedidos.


El lunes 15 de septiembre de 2008 culminó la crisis bancaria con la quiebra de Lehman Brothers, tras sucesivas advertencias de las autoridades (Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, y Hank Paulson, secretario del Tesoro) de que ampliara su capital y después de un fin de semana de negociaciones infructuosas para su eventual adquisición por Bank of America, Barclays o Merrill Lynch. Pero un día más tarde, la Reserva General acudió al rescate (mediante préstamo y participación mayoritaria en el capital) de la compañía de seguros AIG, la más importante del país, asfixiada por las indemnizaciones por incobro en los seguros de créditos de garantía hipotecaria y por la caída del valor de dichos títulos, ante el temor de que su caída arrastrase a todo el sistema financiero y afectase a las divisiones de seguros convencionales de la compañía. Tras algunas semanas de pánico en todo el sistema financiero, incluidos los hasta entonces tranquilos y seguros fondos del mercado monetario, el 3 de octubre de 2008 el Congreso de los EEUU autorizó la disponibilidad de 700.000 millones de euros para la compra de activos tóxicos, fondo que después se utilizó para la compra de acciones (nacionalización) de bancos e incluso de las compañías automovilísticas Chrysler y General Motors. Muchos americanos conservadores asistían atónitos a la masiva intervención estatal, pero sin que se levantasen voces críticas por el temor al colapso total.


Otras medidas similares se tomaban en diversos países, mientras la recesión se extendía por todo el mundo en forma de caída brutal del crédito, de la demanda, de la producción y del empleo. Sin embargo, las intervenciones gubernamentales lograron evitar el derrumbe general del sistema financiero, que hubiera prolongado una catástrofe económica de dimensiones incalculables. En la segunda mitad de 2009 (fecha de publicación del libro), los mercados se recuperaban de manera relativa, algunos bancos empezaban a devolver los créditos, la caída en la producción se moderaba y se preveía un crecimiento en muchos países en 2010.


Conclusión


Según el autor, la crisis económica ha puesto en evidencia el carácter erróneo de las teorías excesivamente optimistas en la capacidad de autorregulación de los mercados. Es necesaria una nueva filosofía económica que reconozca la utilidad de los mercados, pero también sus limitaciones; que reconozca la existencia del sistema de telecomunicaciones de Hayek, pero su tendencia a derrumbarse. En todo país avanzado el mercado suministra los bienes y servicios que la gente quiere comprar, pero el Estado tiene un papel tanto a la hora de suministrar los bienes que el mercado no puede o no quiere proporcionar como a la hora de establecer normas y regulaciones. Un gobierno eficaz se basa en conseguir el equilibrio necesario: si la supervisión es excesiva, la innovación se verá ahogada; si es insuficiente, se pueden producir burbujas y depresiones y se generarán externalidades negativas, como la contaminación.


Por ello, el autor propone una serie de medidas de reforma del sistema financiero, entre las cuales se incluyen la regulación de los agentes y prestamistas hipotecarios, la imposición de coeficientes máximos de endeudamiento a los bancos y otras empresas financieras, la exigencia de una mayor liquidez y capital en reserva, la prohibición de la ocultación de riesgos, regulación de derivados y otros productos financieros complejos, regulación del sueldo de los directivos y de los operadores de bolsa para que estén ligados a resultados a largo plazo.

Valoración


En definitiva, se trata de un análisis sumamente interesante y que considero en su mayor parte válido de las causas de la crisis financiera. Sin embargo, como he indicado al principio, considero criticable el planteamiento general del libro, sobre todo en cuanto a la separación artificial entre “economía utópica” y “economía basada en la realidad” y sobre la validez de la teoría económica académica. A mi modo de ver, y creo que el autor estaría de acuerdo con ello, los mercados no son perfectos ni son siempre eficientes, pero son la mejor manera que conocemos para calcular los costes y para establecer los precios de las mercancías, y para asignar de la mejor manera posible los recursos escasos.


Por ello, y a pesar de los comentarios críticos del autor respecto a él, me quedo con el comentario de Greg Mankiw reproducido al final del libro (p. 373): según Mankiw sería necesario introducir en los primeros cursos de economía temas hasta ahora reservados a cursos superiores, como el papel de las instituciones financieras, los peligros del apalancamiento y los riesgos de las previsiones económicas; sin embargo, “a pesar de la gravedad de los acontecimientos recientes, los principios de la economía no han variado demasiado. Los estudiantes aún tienen que aprender acerca de las ganancias del comercio, la oferta y la demanda, las propiedades de la eficiencia de los rendimientos del mercado y otras cuestiones. Estos temas seguirán siendo los elementos básicos de los cursos introductorios”. Es decir, los principios generales de la economía no han variado, a pesar de que, obviamente, la economía es una ciencia incompleta (como todas), y se encuentra en plena evolución.

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