La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

¿Es malo, necesariamente, el bipartidismo?

Existe una corriente de opinión muy extendida en algunos sectores que critican el bipartidismo como uno de los males de nuestra democracia y que tienden a una exaltación de los partidos minoritarios, independientemente de las ideologías. Incluso desde algunas plataformas en Internet se insta incluso a boicotear a los partidos mayoritarios a través del voto nulo o votando al partido minoritario, sea cual sea, que más posibilidades tenga de romper el denostado bipartidismo.

Con el debido respeto para mis amigos (de dentro y de fuera de la red) que militan o optan en su decisión de voto por alguna opción minoritaria, intentaré explicar por qué considero que el bipartidismo no es malo en sí mismo, y por qué mi opción de voto se inclina hacia el partido mayoritario de la izquierda.

En primer lugar, debemos recordar que los partidos mayoritarios no lo son por su especial naturaleza, ni por un privilegio legal, ni nada por el estilo. Debería ser obvio, pero es necesario subrayarlo: los partidos mayoritarios lo son precisamente porque son los más votados, y son los más votados porque cuentan con el apoyo de la mayoría de los españoles, que les otorgan su confianza a través de la militancia y del voto. Se afirma que ambos partidos “no representan a los intereses de la gente”; pero, ¿quién, si no “la gente”, sabe cuáles son sus intereses? ¿Es que acaso la mayoría somos estúpidos, estamos aletargados o alienados, etc.?

Es posible que alguien entre los minoritarios piense que es así, pero le recuerdo que esta vía de pensamiento, si se lleva al extremo, puede conducir a dar cancha a los autoproclamados “salvadores de la patria”, a los “auténticos defensores del pueblo”, al “partido del proletariado”, etc., es decir, a los que, desde un extremo u otro del espectro político, se consideran como los auténticos poseedores de la verdad. Éstos siempre han tendido a etiquetar a los que no concuerdan con sus ideas, aunque éstos sean mayoría, como “traidores a la patria”, “enemigos del pueblo”, “lacayos de la burguesía”, etc., y en último extremo, a excluirlos y a perseguirlos cuando han tenido ocasión para ello. Digámoslo claramente: una exaltación de las minorías, cuando va unida a un desprecio hacia las mayorías, conduce irremisiblemente por el camino de la dictadura. Desde luego, el respeto por las minorías es un signo de salud para la democracia, pero este respeto no puede convertirse en un desprecio abierto hacia las mayorías.

El ser mayoritario o minoritario tampoco es una cuestión “de origen”, ni está fijada históricamente, ni es definitiva. Una de las opciones que ahora son minoritarias se presentó a las primeras elecciones de 1977 como un partido poderoso, el único que contaba con una organización y una militancia activa, numerosa y entusiasta, con una historia notable, con una ideología que se pretendía científica, y que tenía una visión global del mundo y de la sociedad, con un apoyo internacional poderoso; sin embargo, no obtuvo el apoyo popular que preveía tener, y se quedó desde entonces como minoritario. En cambio, el que fue mayoritario en aquellas elecciones desapareció al cabo de pocos años. Uno de los dos mayoritarios de ahora procede de una de las fuerzas que fueron minoritarias en las primeras legislaturas.

Los minoritarios de hoy aspiran a ser mayoritarios mañana, y a veces lo consiguen. La vía para convertirse en mayoritario es convencer a la mayoría con ideas y propuestas. Obviamente, la ley electoral actual es un obstáculo para dicha transformación y para la renovación política en general, y es necesario reformarla; el partido mayoritario en la izquierda lleva en su programa como propuesta la reforma del sistema electoral. Sin embargo, puestos a concretar, es difícil encontrar un sistema ideal que satisfaga a todos; los sistemas estrictamente proporcionales (por ejemplo, el de Israel), aplicados en España, proporcionarían resultados que ciertas fuerzas –pienso, digamos, en las de representación territorial limitada–, probablemente no considerarían satisfactorios.

El bipartidismo no es un mal en sí mismo; al contrario, es completamente legítimo, y yo diría que es la situación normal en una sociedad fuertemente bipolarizada como la nuestra, por ejemplo, entre izquierdas y derechas. Cada uno de los dos partidos mayoritarios expresa la corriente mayoritaria dentro de cada lado del espectro: izquierda y derecha. Es natural que los partidarios de cada uno de los campos en litigio tiendan a agruparse alrededor de la opción que le ofrece más confianza y garantías, o de la que tiene más posibilidades de éxito. Véase, por ejemplo, la derecha: a pesar de las diversas corrientes que la integran, se presenta como una única opción organizativa y electoral, y está encantada con la dispersión de voto y con la disgregación que padece la izquierda.

Por mi parte, yo considero como deseable la confluencia hacia una futura unidad de toda la izquierda, bien sea organizativa o meramente electoral, sin prepotencias ni exclusiones, y lo he manifestado en más de una ocasión (v. “La frustrante dispersión en la izquierda). Pues bien, si se avanzase hacia este objetivo, siempre habría fuerzas que preferirían mantener su identidad en lugar de integrarse, y quedarían inevitablemente como minoritarias; ¿deberíamos premiarlas por ello? Para mí, lo más importante es la opción entre izquierda y derecha, y la coherencia de las ideas y las propuestas, y no el hecho de ser mayoritario o minoritario.

Ante las anteriores elecciones, yo manifesté mi opción de voto por el PSOE-PSPV, partido mayoritario en la izquierda (v. “A qui votaré en les pròximes eleccions?”). Creo que las razones que allí expuse continúan siendo válidas para mí, y que no existen motivos suficientes para cambiar mi voto. El PSOE representa la opción socialdemócrata y progresista, la más próxima a mi visión de la izquierda (v. “Qué significa para mí ser de izquierdas”), netamente diferenciada de la derecha ultraliberal y conservadora (v. “¿Es lo mismo el PP que el PSOE?”). En lugar de limitarse a confiar en una reactivación económica espontánea (posición ultraliberal mantenida por el PP), el PSOE propone una política activa de incentivos para la creación de empleo, por ejemplo con rebajas en las cuotas a la Seguridad Social financiadas mediante nuevos impuestos sobre los beneficios de las instituciones financieras, sobre las grandes fortunas y sobre las transacciones internacionales. A pesar de mi escepticismo respecto a algunas de sus propuestas (v. “Rubalcaba y la socialdemocracia: mi apoyo crítico”), creo que el programa del PSOE propone un programa razonable para reducir el paro e intentar salir de la crisis manteniendo al mismo tiempo el estado del bienestar y la cohesión social.

Sin embargo, siempre estaría abierto a reconsiderar mi voto si hubiese motivos razonables para ello, pero creo que no es el caso. Supongamos que yo estuviese cansado o defraudado de los partidos mayoritarios y del bipartidismo. ¿A quién podría votar?

Veamos, por ejemplo, Izquierda Unida. Esta fuerza continúa siendo una opción minoritaria porque sigue defendiendo un sistema social fracasado en la teoría y en la práctica. La oscilación de sus resultados siempre va en sentido contrario a los resultados de la fuerza mayoritaria en la izquierda, y su crecimiento casi siempre ha coincidido con un ascenso o una victoria de la derecha. Por lo que respecta a estas elecciones, IU defiende una propuesta contra el paro que, en mi opinión (v. “La propuesta de Izquierda Unida para crear empleo”), si fuese puesta en práctica, no sólo no disminuiría el paro, sino que produciría inflación, disminuiría la productividad y la competitividad de nuestra economía, aumentaría el déficit público y ocasionaría una pérdida real de puestos de trabajo productivo y estable. Es decir, en mi opinión, IU se sitúa al margen de la teoría económica convencional. Sin embargo, continúo considerando que IU es la opción natural –la única opción coherente en este sentido, a mi parecer– para los que desconfían de la economía convencional, para los descontentos del sistema, para los que buscan una alternativa al mismo o para los que quieren dar un giro de izquierdas a la política.

En muchos casos, parece como si los minoritarios aceptasen su papel: como saben que no tienen posibilidades de gobernar, se permiten realizar propuestas irreales que rayan en la demagogia, propuestas que, si tuviesen posibilidades reales de ganar, no harían, ante la imposibilidad evidente de las mismas. Es el caso de Equo: además de lo que yo considero una actuación poco ética por parte de sus socios en el País Valenciano –actuación que analicé brevemente en mi escrito sobre las elecciones autonómicas anteriormente citado, y en la cual creo que no vale la pena insistir– y de su efecto disgregador de la izquierda, su programa está lleno de ideas que yo pienso que entran directamente en el terreno de la demagogia. Es el caso de su propuesta de una renta social mínima generalizada de 500 euros: ¿cómo piensan financiarla, precisamente en una época de déficit público generalizado? ¿De dónde piensan sacar el dinero, si ni siquiera disponemos de la máquina de imprimir billetes, aún a costa de la inflación? Por otra parte, su oposición global a los transgénicos me parece fruto del más puro oscurantismo anticientífico.

En el caso de UPyD, existen muchos puntos en su programa que me parecen positivos. Sin embargo, su imagen de partido centralista y reticente ante la autonomía y el autogobierno y su carácter de partido centrado en una persona me hace pensar que se trata de un una opción destinada a recoger los votos de algunos descontentos de izquierda o de derecha, más bien que una auténtica opción alternativa.

En definitiva, el proyecto del PSOE me parece el más razonable y convincente, por lo cual no puede extrañarnos que sea la fuerza mayoritaria de la izquierda. No encuentro ningún motivo para no votarlo, y sí muchos aspectos positivos para hacerlo.

Los minoritarios me encontrarán a su lado a la hora de luchar para conseguir un sistema electoral más justo y equitativo, pero me tendrán enfrente si pretenden erigirse como portadores de las esencias o de la verdad absoluta, menospreciando a la mayoría. De todas formas, mientras no se reforme la ley electoral, es necesario comprender que el voto a un partido o opción que no cuenta con ninguna posibilidad de obtener representación en la circunscripción correspondiente puede tranquilizar la conciencia de quien lo emite, pero no tiene ninguna incidencia ni repercusión allí donde se toman las decisiones que nos afectan a todos.

martes, 1 de noviembre de 2011

Las propuestas fiscales de Rajoy: ni una a derechas

La oposición del PP al gobierno en los últimos cuatro años ha sido, en el terreno económico, completamente irresponsable. Han aprovechado la crisis económica para cargar las culpas de todos los males del mundo a Zapatero sin ofrecer ninguna alternativa coherente, y se han abstenido o han votado en contra en el parlamento ante las necesarias medidas de control del déficit y en otras reformas económicas importantes. Han preferido permanecer al margen, confiados de que el propio desgaste del gobierno los conduciría directamente a la Moncloa. Y ahora, forzados por la inminencia de las elecciones, se descuelgan con unas propuestas fiscales ambiguas e inconcretas, donde se nos promete al mismo tiempo bajar los impuestos y controlar el déficit, pero no se nos detalla demasiado dónde ni cómo ni en qué. Además, ya nos advierten de que los recortes de impuestos podrán dejarse en suspenso en función de la “herencia recibida”; una insidiosa manera de “curarse en salud” y justificarse por adelantado ante los eventuales incumplimientos de lo prometido.

Una de las medidas propuestas que ha trascendido no puede menos que dejarnos estupefactos: la rebaja de los impuestos sobre las rentas de capital. Desde luego, debe admitirse que la rebaja de impuestos en general es una medida clásica dentro de las recetas keynesianas para impulsar la economía, sobre todo en tiempos de crisis; otra cuestión diferente es si esta rebaja es posible cuando el déficit público ha alcanzado cifras alarmantes y se pretende al mismo tiempo reducir el déficit. Igualmente, es cierto que los impuestos sobre las rentas de capital tienden, en general, a castigar el ahorro, y por tanto comprometen el desarrollo a largo plazo. Sin embargo, debemos cuestionarnos si tales rebajas tienen sentido precisamente en el momento presente, cuando lo prioritario es impulsar la salida de la crisis económica y reducir el paro.

Y aquí es donde, en mi opinión, la propuesta de Rajoy carece de sentido. En caso de ser posibles las rebajas de impuestos con el propósito de impulsar la demanda agregada, los expertos nos indican que éstas deben dirigirse a los sectores más desfavorecidos, a los que por culpa de la crisis han visto disminuida su capacidad de consumo, a los que tienen más dificultades para acceder al crédito. Por ejemplo, Guillermo de la Dehesa, en su obra La primera gran crisis financiera del siglo XXI. Orígenes, detonantes, efectos, respuestas y remedios” (p. 237), nos indica que: “para estimular el consumo sugieren dos recomendaciones. La primera es dirigir selectivamente la reducción de impuestos o las transferencias a aquellos consumidores que se encuentran más constreñidos por el crédito. Extendiendo la provisión de subsidios de desempleo a un mayor número de desempleados o dando mayor duración a los que ya los reciben, elevando el mínimo exento del impuesto sobre la renta, expandiendo la red de seguridad a más personas o elevándola cuando ésta es muy baja o ayudando a los deudores hipotecarios para evitar que pierdan su vivienda, incluso utilizando recursos públicos para la amortización de sus préstamos. Estas medidas ayudan tanto a mantener la demanda agregada como a mejorar la situación del sistema financiero”. Recordemos que, a pesar de las dificultades originadas por la crisis, el gobierno socialista ha impulsado y mantenido la red de protección social más alta conocida en nuestro país.

En cuanto a las rebajas de impuestos a las rentas de capital, el mencionado autor afirma (en la misma obra y página): “El tercer tipo de estímulo fiscal es el dirigido a incentivar el gasto de inversión en las empresas. Éstas se enfrentan no sólo a una caída de la demanda interna e internacional en sus productos o servicios sino también a una elevada incertidumbre sobre el futuro de la misma. Ante esta incertidumbre y al igual que los consumidores, toman una actitud de espera ante sus inversiones hasta ver atisbos de que la situación puede mejorar. Ante esta situación, las reducciones de impuestos sobre beneficios o sobre las ganancias de capital no suelen tener muchos efectos sobre la inversión. Es más importante conseguir que no reduzcan sus operaciones actuales por falta de financiación o por no poder pagar unos márgenes tan elevados que conseguir que hagan nuevas inversiones. Esta tarea corresponde además a la política monetaria del banco central y no a la fiscal”. (En esta última frase, el autor se refiere a la reducción de los tipos de interés, que sí que favorece la inversión.)

Es decir, lo que dificulta la inversión de las empresas, más que un punto más o menos en la tasa de impuestos sobre rentas de capital, es la incertidumbre ante la situación económica, la posibilidad de que los productos se queden en los almacenes por falta de demanda. Por ello, y sin negar el posible efecto positivo de esta medida en cuanto a la posibilidad de atraer capitales hacia nuestro país, considero que es más prioritario el estímulo de la demanda de los sectores más desfavorecidos en el sentido antes indicado. Más que ahorro a largo plazo, lo que necesitamos es impulsar la demanda a través del consumo, y hacerlo ya.

Por tanto, la propuesta de Rajoy de disminuir los impuestos sobre las rentas de capital, si bien puede ser correcta en términos generales y atemporales (si no se tiene en cuenta el ciclo económico), es completamente inadecuada en los momentos de profunda recesión y elevado paro en que nos encontramos. En cambio, las propuestas de Rubalcaba, en el sentido de aumentar temporalmente los impuestos a los más ricos, aunque parezcan inadecuadas desde el punto de vista de la teoría económica abstracta (es decir, si prescimos de los ciclos económicos), pueden ser en realidad adecuadas en estos momentos del ciclo y pueden tener efectos positivos si el importe de lo recaudado se dedica a favorecer a los más débiles e impulsar la demanda.

Algunas otras medidas económicas propuestas por el PP no dejan de plantearnos serias dudas. Por ejemplo, la de que los convenios de empresa deben primar sobre los convenios de ámbito general. Se trata de una medida en abstracto correcta, hacia la cual tendía la última reforma de la negociación colectiva aprobada por el gobierno (por cierto, con el voto en contra del PP). Pero si el gobierno no pudo o no quiso llegar más lejos en la citada dirección, fue por la búsqueda de consenso entre los agentes sociales, y una vez vista la imposibilidad de un acuerdo, por la necesidad autoimpuesta de mantener la oposición de los sindicatos dentro de unos límites razonables. ¿Se atreverá el PP a imponer por decreto una reforma laboral y de la negociación colectiva más dura, prescindiendo de cualquier tipo de acuerdo entre los agentes sociales y pasando por encima de los sindicatos? Si es así, deberían de aclararlo.

No entro en este escrito a valorar la impresentable posición del PP por su indefinición ante la ley del aborto o su silencio ante otras conquistas democráticas o derechos sociales: matrimonio de los homosexuales, derecho a una muerte digna, laicidad del Estado, etc.

Los que confiaban en la capacidad del PP y de Rajoy para sacarnos de la crisis pueden empezar a salir de su espejismo, y el conjunto de los españoles debemos sentirnos realmente preocupados de que las riendas del país caigan en manos de semejantes políticos.

sábado, 15 de octubre de 2011

Cambio global, ¿hacia qué? Hablemos claro

Me lo he pensado mucho antes de publicar este escrito, porque sé que va contra corriente, y que muchos de mis amigos, de dentro y de fuera de la red, no compartirán mis opiniones, y quizá algunos quedarán defraudados por ellas. Pero si nunca callé ni oculté mis ideas, incluso cuando la defensa de las mismas implicaba peligro inminente de cárcel o de algo peor, no voy a hacerlo ahora.
El movimiento 15-M nació como una expresión espontánea de descontento de miles de ciudadanos ante la crisis económica que nos atenaza, y de protesta contra el alejamiento de la clase política de los ciudadanos. Un movimiento que se pretendía regenerador de la democracia, y que en sus documentos prometía una regeneración de la vida política mediante la lucha contra la corrupción, la petición de reforma de la ley electoral, el acercamiento de los políticos al pueblo, etc. Un documento que yo apoyé desde el principio, después de un cierto escepticismo inicial (pueden verse mis numerosas entradas sobre el tema, que renuncio a citar), y del cual critiqué los excesos de ciertas minorías violentas, con la esperanza de que se impusiera la sensatez y la moderación. Un movimiento en el cual desde el principio convivieron dos almas diferentes: la de la regeneración democrática, que se recogía en los documentos consensuados y a la cual yo me adherí, y la de revolución antiliberal y anticapitalista, que no se reflejaba en los mínimos de consenso aprobados, pero que se imponía en las acciones y en las convocatorias concretas. Al final, por desgracia, ha triunfado esta última alma, y los que siempre pretendieron darle al movimiento ese carácter se han quitado la careta.

El movimiento afirma que “lo llaman democracia y no lo es”. Desde luego, nuestro sistema tiene muchos defectos, es claramente perfectible, y los primeros documentos de consenso del movimiento iban en la dirección adecuada. Pero una cosa es pedir un cambio en el sistema electoral o que los políticos deban ser responsables de sus promesas electorales, y otra es afirmar que “no nos representan”. ¿Cómo que no nos representan? Desde luego, cada uno se siente mejor representado por el partido que ha votado; la minoría que se ha abstenido quizá no se sienta representada por nadie, pero no olvidemos que éstos han abdicado de su derecho voluntariamente. Pero un auténtico demócrata acepta los resultados dictados por el conjunto de la ciudadanía y respeta los criterios de la mayoría, aunque no esté de acuerdo con ellos. En cambio, en el Movimiento 15-M han triunfado unos eslóganes que, si podían tolerarse al principio como algo eufemístico, metafórico, llamativo y movilizador, cuando vemos que se consolidan y se proclaman en los llamamientos y convocatorias, no podemos dejar de alarmarnos. Si los políticos no nos representan, ¿quién nos representa? Si esto no es una democracia, ¿qué tipo de democracia se propone? ¿Alguien de los que convocan ha conocido un tipo de democracia mejor? ¿Acaso la democracia orgánica, la democracia popular, la democracia asamblearia (y que pasa con los que no acuden a las asambleas)...? Cuando a la democracia comienzan a ponérsele adjetivos, los demócratas alzamos las cejas para no dejarnos engañar: el único adjetivo que yo admito es el de democracia representativa: un hombre (o mujer), un voto, y que nuestros representantes libremente elegidos actúen responsablemente; y si no cumplen con lo pactado, o alguien queda defraudado, no se les vuelve a votar, se cambia de opción y punto (sin prejuicio de las posibles responsabilidades exigibles). Si alguien puede –y debe– mejorar el sistema democrático son los políticos elegidos, en la forma y por las vías libremente aceptadas por la mayoría. ¿Cómo puede alguien en su sano juicio afirmar y mantener que una decisión adoptada por la amplia mayoría de los representantes del pueblo es un “golpe de estado”, y en cambio el criterio defendido por la ínfima minoría es lo auténticamente legítimo?

Se acercan las elecciones generales. Los promotores del 15-M (ahora 15-O) tienen ahora la oportunidad de medir sus fuerzas y su representatividad. ¿Se presentarán a las elecciones? Muchos de ellos lo harán, en las listas de ciertos partidos que recogerán parte de sus propuestas. Pero, ¿aceptará el conjunto del movimiento el resultado electoral? Los auténticos demócratas aceptaremos humildemente la decisión de las urnas, nos guste o no nos guste, como auténtica y única expresión de la voluntad popular. Y a los que compartimos los ideales de la izquierda, pero sin creernos representantes de nadie ni portadores de verdades absolutas, probablemente no nos gustará el resultado; pero continuaremos trabajando y estudiando calladamente, intentando explicarnos y explicar las causas de la crisis, buscando soluciones racionales, difundiendo nuestros ideales mediante la palabra, y oponiéndonos mediante la palabra y en la calle contra los retrocesos en las libertades y derechos conquistados que se nos quieran imponer. Pero, siempre con respeto hacia el pueblo soberano, trabajaremos por revertir el resultado previsible, para que en futuras convocatorias retornemos hacia la senda del progreso. ¿Qué harán los impulsores del 15-M (15-O)?
 
A esta peligrosa deriva contra la “clase política” en general, y contra el sistema democrático realmente existente, se une ahora otra tendencia que ha surgido recientemente y que ha tenido un cierto eco. Me refiero a la proclama antiideológica de “No somos ni derechas ni de izquierdas”. Sé que muchos participantes en las movilizaciones no compartirán este eslogan, pero lo he visto reproducirse como la mala hierba en demasiados muros, llamamientos y convocatorias como para permanecer callado. Yo pienso que cualquier persona es respetable independientemente de su ideología, e incluso si no tiene ninguna ideología. Pero de ahí a proclamar la antiideología como algo deseable, hay un mundo. Porque yo sí que me considero y me integro en el campo de la izquierda y me proclamo defensor de sus valores, aunque no comparta muchos de los clichés y tópicos de mis compañeros de ideología. Y me acuerdo alarmado de que los que proclamaban orgullosos que “No somos ni derechas ni de izquierdas”, al menos en mi primera juventud, eran los fascistas, los ideólogos del régimen de Franco, los que pretendían imponer su ideología totalitaria por encima de todas las otras ideologías.

Y la confluencia no es extraña: proclamaciones antidemocráticas, unidas a tendencias violentas (hasta ahora, afortunadamente minoritarias); desprecio por los políticos en general, e incluso por la política sin distinción de partidos e ideologías; proclamas antiideológicas... Todo ello unido al legítimo descontento, incluso a la desesperación, provocada por el paro y la crisis... Agítese y remuévase bien, y ahora retrocedamos en el tiempo y recordemos lo sucedido en la Alemania de la República de Weimar o en la Italia de los años veinte y treinta.

Y ahora, vamos con el cambio global. Desde luego, la crisis que nos azota no tiene precedentes en las últimas décadas; la mayoría la hemos sufrido de una otra manera: paro, rebajas de salarios, recortes de prestaciones, restricciones de todo tipo. Para añadir leña al fuego, la actuación de ciertos banqueros y de muchos políticos dista de ser ejemplar. Existen demasiados motivos para sentirse indignado; existen muchas razones para manifestarse y para movilizarse, para pedir un cambio global. Pero, ésta es la cuestión: ¿en qué dirección? Los organizadores de las movilizaciones no nos dicen hacia dónde pretenden dirigir la inmensa fuerza que pueden acumular; pero se han quitado la careta, y nos dicen lo que no quieren tener: el capitalismo. No es éste el lugar para analizar con profundidad en qué consiste el capitalismo; en alguna ocasión me he referido al tema, y continuaré haciéndolo en otras. Pero hay una cosa clara: la única alternativa global al capitalismo que hemos conocido, y la única que existe mientras no se muestre otra, tiene un nombre y un rostro inequívoco: el comunismo. Y el comunismo ya sabemos lo que ha producido en todos los países donde ha triunfado: dictaduras, algunas de las cuales entre las más feroces y sanguinarias que se han conocido; imposición de una burocracia corrupta sobre el conjunto del pueblo; hambre, miseria y muertes; atraso, anquilosamiento e ineficiencia por doquier... Claro, los organizadores lo saben y no quieren correr el riesgo de decirlo; prefieren mantenerse en la indefinición.

Desde luego, la crisis reclama un análisis serio de sus causas y de sus posibles soluciones. Es lícito exigir responsabilidades y cortar los abusos. Pero el análisis debe hacerse de manera sosegada, racional, aplicando el método científico, única manera mediante la cual ha progresado nuestro conocimiento sobre la realidad y nos ha hecho progresar y distanciarnos de las bestias; utilizando lo que se conoce sobre la ciencia económica, e intentando ir más allá, criticando los errores, modificando lo equivocado, descubriendo y aclarando lo que hasta ahora no se conocía; una tarea que deben hacer –y ya están haciendo, por fortuna– los especialistas, como en cualquier campo del saber, sin encerrarse en sus torres de marfil sino en contacto con la realidad y explicando y difundiendo lo que se descubre. Como decía, ya existen en la bibliografía disponible análisis razonables, no siempre coincidentes, pero de los que se pueden ir extrayendo conclusiones. De la crisis se saldrá; tardaremos quizá algunos años; serán necesarias medidas duras, impopulares –sangre, sudor y lágrimas, prometía Churchill en su famoso discurso de 1940–; serán necesarias reformas; pero éstas deben hacerse con criterios racionales y científicos, deben ser decididas y llevadas a cabo por los representantes democráticamente elegidos y deben explicarse claramente a la población. Y respecto a las responsabilidades y los abusos, éstos deben exigirse y cortarse, pero haciendo recaer todo el peso de la ley, y sólo el peso de la ley; y si la ley debe cambiarse, deben hacerlo, asimismo, nuestros representantes democráticamente elegidos, y nadie más.

Porque he leído y oído demasiados análisis simplistas, demasiados tópicos, demasiados gritos, demasiadas propuestas de soluciones que no resisten el más mínimo análisis lógico. Dejemos trabajar a los expertos, a los que saben, y si no saben, tienen las mejores herramientas y métodos para llegar a saber. Manuel Azaña, presidente de la Segunda República Española, afirmó una vez que “si cada español hablase de lo que entiende, y de nada más, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio”. No se trata de poner límites a la palabra, al libre ejercicio del derecho de expresión; pero las proclamas demagógicas, las “soluciones” sin sentido, las consignas equivocadas, las movilizaciones sin dirección, sólo sirven para dar palos de ciego, para desembocar en callejones sin salida, y portarán a muchos jóvenes ahora ilusionados a la desesperanza y a la frustración.

Desde luego, es necesario un cambio, pero no en el sentido que se nos propone. Seamos claros: ni el cariz autoritario y antiidelógico, ni la poclama anticapitalista sin alternativa conducen a nada bueno. Ambos tienen en común la creencia de que se está en posesión de la verdad, de que los demás están adocenados, aletargados o alienados, o que directamente son los defensores del “capital”, de los “explotadores”, de los “banqueros”, de los “mercados”. Ambos son la semilla del totalitarismo. Desde luego, la mayoría de los jóvenes (o no tan jóvenes) de nuestros días que se sienten indignados y que participan en las movilizaciones no se reconocerán en esta descripción. Pero, ¿no proponían los jóvenes fascistas en los años veinte y treinta también una revolución contra los políticos y los capitalistas? ¿No eran obreros desencantados y desesperados los que votaron a Hitler en 1933? ¿No tenían ideales puros los que llevaron a los bolcheviques al poder en 1917, para acabar pocos meses más tarde con cualquier rastro de libertad? Hablemos claro: el totalitarismo tiene dos rostros: fascismo y comunismo. Los dos fantasmas asesinos del siglo XX, que provocaron decenas de millones de muertos. Las dos caras de un mismo monstruo, aniquilador de la individualidad y de la libertad humana, y causantes de la mayor miseria y sufrimiento. Éstos, en extraño maridaje, son los antecedentes y los ingredientes de lo que ahora se nos presenta. No cuenten conmigo.
 

lunes, 26 de septiembre de 2011

La propuesta de Izquierda Unida para crear empleo

El siguiente artículo contiene un análisis somero de la propuesta de empleo de Izquierda Unida, pero que avisa sobre algunos de sus peligros y de sus falacias:

“Análisis de la propuesta deIzquierda Unida para crear 3 millones de empleos”, de El blog salmón

El plan de Izquierda Unida consiste básicamente en detraer fondos privados vía impuestos para financiar empleo en sectores como infraestructuras, medio ambiente, rehabilitación de viviendas, dependencia, etc. Esto suena muy bonito, pero es necesario tener en cuenta que una elevación de impuestos retrae fondos que, si permaneciesen en manos privadas, serían usados para el consumo reactivador de la actividad económica o para la inversión, es decir, para crear empleo productivo e indefinido; sin embargo, el empleo financiado con dichos fondos sería, en el mejor de los casos, en gran parte improductivo y puramente temporal, en sectores que en algunos casos son útiles e importantes, pero que deben atenderse sólo y en la medida en que lo fundamental esté cubierto: sanidad, educación y trabajo indefinido para todos; en el peor de los casos sería dinero puramente malgastado. La propuesta no tiene en cuenta el efecto desincentivador de la actividad económica que tienen los impuestos (v. mi entrada Comentariocrítico a Sartorius (II): ¿Es de izquierdas subir (o bajar) los impuestos,especialmente las rentas de capital?”); es decir, aunque se consiguiese recaudar todo lo que la propuesta indica y se consiguiesen financiar los empleos prometidos, no se tiene en cuenta los puestos de trabajo que se perderían a causa de la reducción de la actividad económica provocada por el aumento de impuestos, y tampoco se tiene en cuenta la disminución de recaudación que implicaría esta reducción de la actividad.

Y todo ello, además, suponiendo que los números previstos cuadrasen, y sobre todo sin tener en cuenta la pérdida de eficiencia que implica traspasar fondos del sector privado al sector público (y los que hemos trabajado en ambos sectores, sabemos de qué hablamos). Supondría convertir masivamente al Estado en empresario, con la consiguiente ineficiencia en la asignación de recursos, despilfarro, ineficacia, favoritismo, nepotismo, corrupción... La terrible experiencia de décadas de socialismo real ya nos ha vacunado contra iniciativas de este tipo.

Otro punto importante del plan consiste en prometer una reducción de jornada manteniendo el salario (nominal) para así crear empleo. Una propuesta célebre que ya viene desde los tiempos de Anguita, y que sería maravillosa si pudiera ser real, pero que no tiene en cuenta lo que afirma el artículo citado: que implicaría necesariamente una pérdida de la competitividad y un aumento inevitable de los precios a causa del aumento de los costes de producción (fenómeno conocido en economía como "inflación de costes"); es decir, se produciría una rebaja de los salarios reales, y lo que no se pierde manteniendo artificialmente los salarios nominales se perdería a causa del aumento de precios. Sencillamente, la propuesta no tiene en cuenta la distinción, fundamental en economía, entre salario nominal y salario real. Para que esta propuesta pudiese llevarse a cabo sin afectar a la competitividad de las empresas, debería ser subvencionada completamente por el Estado, por ejemplo, mediante un aumento de la masa monetaria por el banco central, lo cual, en este caso, sólo podría llevarse a cabo a escala del área euro, y ello con la consiguiente inflación. Pero, en este caso, la propuesta de “reparto de trabajo” sería realmente equivalente a una rebaja de salarios (reales) para poder activar el mercado de trabajo, es decir, aquello que propuso el premio Nobel Paul Krugman hace algún tiempo, con el consiguiente escándalo de sindicalistas y de los propios miembros de Izquierda Unida.

Pero, más aún: si no se llevase a cabo el aumento de la masa monetaria, el aumento de costes produciría probablemente una perturbación negativa de la oferta agregada que haría disminuir la producción total (algo parecido a las crisis que se produjeron en los años setenta a causa del aumento de los precios del petróleo), con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo. Lo que ocurriría es que las empresas que pudieran contratarían nuevos trabajadores para mantener la producción, pero  trasladarían el aumento de costes laborales aumentando los precios, con el consiguiente aumento de inflación tal como hemos indicado; pero las que, por tener menor demanda, no pudiesen soportar estos costes laborales, simplemente se verían abocadas a la quiebra, con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo, que compensaría a los puestos ganados mediante la reducción horaria. Y dada la escasa competitividad de la economía española actual, podemos estar seguros de que el efecto de pérdida superaría al de ganancia.

La propuesta de reducir el horario para “repartir el trabajo” se basa en la falsa idea de que el trabajo existe en una cantidad fija que debe repartirse equitativamente, sin tener en cuenta que el trabajo, como cualquier otra mercancía, se ajusta en cantidad y precio a través de la oferta y la demanda; si este ajuste no se produce es porque el mercado de trabajo no funciona a causa de perturbaciones externas al mismo, y por ello es necesaria su reforma (v. “El problema del paro”). La posibilidad de reducir la jornada manteniendo el salario real, si pudiera llevarse a cabo, sería como obtener algo por nada, lo cual obviamente es imposible.

Es decir, de aplicarse el plan propuesto por Izquierda Unida, lo que se produciría probablemente en realidad sería un aumento de la inflación, una disminución de la productividad y de la producción, una pérdida real de puestos de trabajo productivo y estable, y probablemente un aumento escandaloso del déficit público, con el consiguiente encarecimiento de la financiación que probablemente conduciría al colapso económico y a la ruina.

En mi opinión, el plan de Izquierda Unida contiene una gran dosis de buenos deseos, pero al final viene a ser algo así como la cuadratura del círculo o el deseo de que 2 + 2 = 5. Para que la izquierda anticapitalista pueda ser creíble en el terreno económico, es necesario mucho más de rigor.

sábado, 10 de septiembre de 2011

La reforma constitucional y la solicitud de referéndum

La reforma constitucional, tal como ha sido aprobada finalmente por las mayorías cualificadas del Congreso y del Senado, consagra constitucionalmente el principio de estabilidad presupuestaria. En primer lugar, es necesario aclarar que este principio es algo completamente distinto a la regla del “déficit cero”, que obligaría, de manera estricta, a mantener un presupuesto sin déficit en todos los ejercicios, independientemente de la coyuntura económica. Esta propuesta de déficit cero ha sido defendida en ocasiones por las corrientes más conservadoras –era una de las exigencias del Tea Party, que Obama con buen criterio rechazó– y por los ultraliberales anarcocapitalistas que intentan eliminar cualquier intervención del Estado en la economía. Una norma así impediría completamente cualquier estímulo estatal a la economía en tiempos de crisis (receta keynesiana que ha funcionado bastante bien en crisis anteriores, pero ahora topa con las dificultades derivadas del excesivo endeudamiento acumulado y la escasez de crédito) y dificultaría enormemente el mantenimiento de servicios sociales básicos, sobre todo en tiempos de crisis. Además, cuando hay crisis la recaudación impositiva se reduce de manera natural a causa de la menor actividad económica, mientras que las transferencias del Estado a los ciudadanos, en forma, por ejemplo, de subsidio a los parados, aumentan; si se permite que exista un déficit presupuestario controlado en los años malos, esta reacción natural ayudará a estabilizar la economía, mientras que si existiese una regla estricta de déficit cero sería necesario aumentar los impuestos y reducir las transferencias en un año de crisis, lo cual provocaría una retracción adicional de la demanda agregada que agravaría aún más la crisis. Por ello, la mayor parte de los economistas se manifiestan en contra de una regla de déficit cero. Su consagración en la Constitución implicaría dejar fuera de ella no sólo a las opciones ideológicas socialdemócratas y liberales de izquierda, sino a la pura ortodoxia económica.

Sin embargo, yo estoy de acuerdo con la reforma de la Constitución tal como finalmente ha quedado redactada. En contra de lo que afirman algunos y a pesar de la desacertada formulación inicial de Zapatero, que se acercaba a ello, esta reforma no plantea una constitucionalización del déficit cero, sino, como hemos dicho al principio, del principio de “estabilidad presupuestaria”; este principio implica que debe existir un equilibrio aproximado entre ingresos y gastos, pero no necesariamente dentro de un ejercicio, sino a lo largo de un período de tiempo más largo, que puede incluir un ciclo económico completo. Se trata simplemente de un principio de pura lógica aritmética que toda familia prudente conoce: no se puede gastar de manera sostenible más de lo que se gana, pero ello no impide que en épocas malas no pueda uno incurrir en déficits ocasionales o endeudarse por necesidades de inversión, siempre que se pueda cumplir con el pago del principal y de los intereses. Por ello, en la Constitución se habla de un límite de “déficit estructural” que podrá ser sobrepasado en caso de “catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria”.

No obstante, y aún reconociendo la necesidad de un déficit coyuntural controlado en épocas de crisis, deben recordarse los efectos nocivos sobre la economía (es decir, sobre los ciudadanos, y en primer lugar, sobre los trabajadores) de un déficit excesivo: además de hacer aumentar los intereses, es decir, los costes de financiación tanto para el Estado como para las empresas, el déficit hace que disminuya el ahorro nacional, de manera que queda lastrada nuestra capacidad de desarrollo económico a largo plazo; además, la capacidad de financiación de las empresas (y con ello, la capacidad de creación de puestos de trabajo) queda seriamente comprometida, al tener que competir con el Estado por unos mismos fondos prestables (se trata del efecto exclusión, bien conocido y descrito por la teoría económica). De la misma forma que unos gastos excesivos pueden arruinar a una familia, cualquiera puede comprender que una deuda galopante puede conducir a la ruina y a la miseria de un país.

El principio de estabilidad presupuestaria es, pues, algo completamente razonable y sensato que merece figurar en la constitución de cualquier país. Es necesario también recordar que este principio estaba ya consagrado por la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, modificada en 2006 con el voto mayoritario de los grupos de izquierdas y nacionalistas que ahora, de manera incomprensible, se oponen.

Gracias a la prudente intervención del candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, en el texto de la Constitución no se menciona ninguna cifra, sino que éstas se dejan a una posterior ley orgánica. Los topes de déficit se refieren siempre al “déficit estructural”, es decir, al que se extiende a largo plazo y no depende de la coyuntura económica; se permite así, como hemos dicho, que pueda haber años de crisis con déficit superior al fijado, que se compensen con años déficit menor o incluso con superávit, para que la media se mantenga inferior al límite.

Se deja así suficiente margen para que puedan mantenerse las políticas sociales en tiempo de crisis, e incluso los estímulos a la demanda de corte keynesiano en caso de que ello sea posible y necesario. Es falso, pues, que se constitucionalice una opción ideológica conservadora o que se pongan en peligro las políticas sociales y el estado de bienestar; por el contrario, se asegura que éste sea sostenible en el futuro, lo cual sería imposible si el Estado quebrara a causa de una política presupuestaria irresponsable.

Sobre la necesidad y la oportunidad reforma constitucional, debemos recordar que España necesita refinanciar periódicamente la deuda a corto y medio plazo que tiene acumulada, y que no puede permitirse que la desconfianza de los inversores hacia nuestra capacidad de pago eleve los intereses más allá de lo razonable. La reforma da confianza a los inversores internacionales (los mal llamados “mercados”), que deben prestarnos el dinero necesario para atender a nuestras necesidades, incluyendo los gastos en sanidad y educación y las ayudas a los más necesitados, y otorga mayor credibilidad a nuestra economía y a nuestro país. Unos intereses excesivos lastrarían nuestra capacidad para atender a dichas necesidades. La reforma no se hace, pues, para “obedecer a Merkel” o en interés de “los mercados”, sino en interés de los propios ciudadanos.

Respecto al método de aprobación, creo que la misma constitución marca los procedimientos para su reforma, indicando qué partes deben someterse a referéndum y cuáles no. Respecto al tema que nos ocupa, creo que se trata de un tema puramente técnico, que no debería ideologizarse, y por ello no debe ser sometido a referéndum, de la misma manera que no puede ser sometido a referéndum si el valenciano es catalán o no lo es. Hay una infinidad de temas, muchos de los cuales se mencionan en la Constitución, sobre los cuales yo no tengo ni idea, y no me atrevería a opinar sobre ellos, y menos a pedir un referéndum, y, más aún, si se convocara algún referéndum sobre alguno de dichos temas, me sentiría perplejo y cargado con una responsabilidad que no me corresponde asumir. ¿Cuántos de los que convocan o asisten a manifestaciones contra la reforma serían capaces de explicar la diferencia entre deuda y déficit? ¿Cuántos han oído hablar del “efecto expulsión”, ocasionado por el déficit público, a que nos hemos referido anteriormente? ¿Cuántos de los eventuales votantes se sentirían en la ineludible obligación de, antes de emitir su voto, informarse sobre las consecuencias del déficit público para la economía, digamos yendo a consultar al menos algún manual en una biblioteca? Y ello, simplemente, porque cada uno tiene sus intereses y sus preocupaciones, y los temas técnicos sólo interesan a las personas interesadas –valga la redundancia– en el tema de que se trate. Por ello, yo creo en la democracia representativa, y no en la asamblearia. En un referéndum se suele votar, más que en función del tema en concreto, en función de la simpatía o antipatía que nos ofrece el gobierno de turno, en la necesidad de castigarlo, etc.; por ello, los referéndums se prestan más al discurso demagógico que a la discusión rigurosa y al debate racional. Imaginémonos las catastróficas consecuencias para nuestro país de un resultado negativo, ocasionado por un voto condicionado por circunstancias de este tipo ajenas al tema consultado. Por ello, creo que los referéndums deben limitarse a las cuestiones ideológicas auténticamente transcendentes, lo cual no es el caso que nos ocupa.

domingo, 4 de septiembre de 2011

“El hambre cotiza en Bolsa”

“El hambre cotiza en Bolsa” (El País, 04-09-2011)

Sobre los precios de los alimentos también existe mucha demagogia, un ejemplo de la cual es, en mi opinión, el titular de este artículo. En principio, lo que se negocia en la bolsa de Chicago son los contratos de futuros, es decir, los precios de compraventa de estos productos acordados de antemano. Si no existiesen estos contratos, los precios oscilarían mucho más, pues caerían en época de cosecha y se dispararían en el invierno. Los contratos se revenden en la bolsa, y ahí intervienen los especuladores; pero ya lo he dicho otras veces: lo que un especulador gana otro lo pierde, o lo que un especulador gana hoy, lo puede perder el día siguiente.

Ciertamente, los precios financieros influyen sobre los precios reales, y ocasionalmente se producen burbujas especulativas, tanto al alza como a la baja; pero el alza ocasional de precios que quizá perjudica hoy a los pobres de Somalia beneficia otros países productores, también pobres, que quizá se morirían de hambre si no existiese el comercio internacional. Pero el determinante último de los precios es la oferta y la demanda real: si ahora existe mucha demanda de materias primas y de alimentos es porque cientos de millones de chinos que se morían de hambre (literalmente) en la época comunista (donde no existían mercados financieros) ahora, afortunadamente, han dejado de hacerlo (gracias a que del comunismo sólo queda el nombre y el sistema político dictatorial). Igualmente ha aumentado la demanda en la India, el sudeste asiático, etc., gracias al comercio mundial. Y los que se benefician de este aumento de la demanda son los países productores, que asimismo son países pobres en su mayoría.

Los principales responsables del hambre en el mundo no son, pues, los mercados financieros, sino, como ya he expuesto también en otra ocasión, las élites corruptas y dictatoriales locales que mantienen a sus países en el atraso y el subdesarrollo; y aquí es necesario mencionar de paso la política agraria común europea, que subvenciona artificialmente a los agricultores de los países ricos y distorsiona el comercio mundial perjudicando a los productores pobres.

viernes, 22 de julio de 2011

¿Quiénes son los auténticos responsables de la miseria en el Tercer Mundo?

La milicia islamista Al Shabab veta la llegada de ayuda humanitaria al sur de Somalia (El País, 22-07-2011)


Para mí está claro, y lo he dicho otras veces. Sin negar otras posibles responsabilidades, los principales responsables son las élites corruptas y dictatoriales locales, que mantienen a sus pueblos en la ignorancia, el atraso y el aislamiento, y los señores de la guerra que por todas partes se disputan la administración de la miseria con golpes de estado, luchas y guerras fratridas que impiden cualquier tipo de progreso. Indignante.
 
Y mientras, desde el Primer Mundo, haciendo cálculos sobre cuánto dinero hace falta para acabar con el hambre. ¡Como si hubiese alguna forma de hacer llegar ese dinero a todos los que realmente lo necesitan, por encima de las mafias e incluso de los obstáculos militares, como en este caso!
 
Por desgracia, a parte de solidaridad y ayudas parciales, siempre necesarias, la única forma de resolver el problema de forma radical es que los propios pueblos se deshagan de los que los oprimen, y que además los nuevos líderes no caigan ellos mismos en la corrupción y en el despotismo. Por eso el problema es tan difícil de resolver.

viernes, 15 de julio de 2011

Rubalcaba y la socialdemocracia: mi apoyo crítico

Poco antes de las elecciones autonómicas y locales manifesté en este blog, desde la independencia personal, mi decisión de voto a favor del PSPV-PSOE, como la opción ideológicamente más próxima a mi propuesta de izquierda social-liberal y como la fuerza de izquierdas con más posibilidades de triunfo electoral (v. mis entradas “A qui votaré en les pròximes eleccions?”, y “Qué significa para mí ser de izquierdas”).

Creo que no han variado las circunstancias, y por tanto las mismas razones me impulsan a apoyar la candidatura del PSOE para las próximas elecciones generales. En este sentido, creo que el candidato elegido para la presidencia del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, es el más indicado y el que más posibilidades tiene de frenar el ascenso de la derecha. Rubalcaba ha conseguido devolver la ilusión a numerosos militantes y votantes socialistas, y aspira con fundamento a movilizar y a renovar el voto que vuelva a dar el triunfo a la izquierda.


Rubalcaba, en su discurso en el acto de proclamación como candidato el 9 de julio, ha intentado dar un giro a la izquierda y recuperar las esencias socialdemócratas para su proyecto, que habían quedado en entredicho tras las imprescindibles medidas de ajuste presupuestario y tras las necesarias reformas efectuadas por el gobierno de Zapatero, en el cual el propio candidato ha jugado un papel esencial. Ha realizado un discurso cercano a los ciudadanos, ilusionante, comprometido con los ideales y los valores de la izquierda, en el cual ha justificado la política realizada por los gobiernos socialistas. Ha hablado de trabajo y de compromiso, de esfuerzo y de solidaridad; ha hablado de progreso, de derechos sociales, de la igualdad de hombres y mujeres, de la igualdad de oportunidades, del valor de la política para resolver los problemas, de la profundización de la democracia, del fortalecimiento de la construcción europea, de los problemas de la gente, y de propuestas y soluciones concretas.


En el terreno económico, se ha mostrado en contra de los paraísos fiscales, como fuente de corrupción y de ocultación de fondos de procedencia ilegal; Ha proclamado la necesidad de una economía sana y competitiva para crear empleo, pero de la necesidad urgente de resolver el problema del paro. Ha defendido la reforma laboral como imprescindible para luchar contra el paro, pero se ha mostrado favorable a avanzar más allá, en busca de un acuerdo para favorecer al mismo tiempo la flexibilidad en la contratación y la seguridad de los trabajadores. Ha hablado de la necesidad de políticas redistributivas para compensar a los que más han sufrido por la crisis; de la necesidad de controlar el déficit, de completar la reforma financiera; de la necesidad de eficiencia en el sistema energético; del apoyo a la innovación y a los emprendedores. Entre otros muchos temas, se ha referido también a la necesidad de mejorar la calidad de la educación y dedicarle recursos, a la lucha contra el fracaso o abandono escolar, a la defensa de la sanidad pública de calidad, a la atención a la dependencia, a la conciliación de la vida laboral y familiar...


En el terreno político, se ha referido a la necesidad de la limpieza de la vida política, y a la lucha contra la corrupción; a la superación de la crispación y el sectarismo. Y se ha comprometido a realizar una propuesta de reforma del sistema electoral para dotarlo de una mayor proporcionalidad y una mayor cercanía a los ciudadanos.


Sin embargo, desde mi apoyo inequívoco y desde una valoración globalmente positiva, no puedo dejar de efectuar algunas críticas a determinadas propuestas realizadas por el candidato Rubalcaba que me parecen equivocadas, críticas que yo considero constructivas y necesarias para la clarificación ideológica de la izquierda en su conjunto.


Por ejemplo, Rubalcaba afirma: “Hablamos de que tiene que haber una tasa de transacciones financieras. Claro que la tiene que haber, solidaria con los países más pobres. La llevamos pidiendo mucho tiempo. Pero, ¿sabéis qué os digo? Que para que Europa la reclame en el mundo, la tiene que poner primero en Europa. Pongámosla en Europa y, desde la fuerza europea, pidámosla en el mundo.” Se trata de algo similar a la llamada “tasa Tobin”; habitualmente esta tasa se propone como gravamen a las transacciones financieras internacionales, como una especie de control o limitación de los movimientos especulativos de capital, y que supuestamente se utilizaría para ayuda a los países del Tercer Mundo. Rubalcaba propone su imposición primero a escala europea, y después a escala mundial, y parece que para todo tipo de transacciones financieras.


Sin embargo, en mi opinión la implantación de una tasa de este tipo sería profundamente perjudicial, sobre todo para los países a los cuales se pretendería ayudar, es decir, para los países más pobres. Ya me he referido, en otra entrada, a los inconvenientes y efectos negativos de un impuesto de este tipo (v. “Comentario crítico a Sartorius (III): ¿Debe perseguirse a los especuladores?”). No me queda, pues, sino remarcar que, a parte de los insuperables problemas de recaudación y de distribución, esta tasa funcionaría como una medida proteccionista que dificultaría los intercambios comerciales y las inversiones internacionales, y perjudicaría precisamente a los países del Tercer Mundo, para cuyo desarrollo es imprescindible el fomento del comercio y de la inversión exterior.


Una crítica semejante me permito hacer respecto a otra de las propuestas de Rubalcaba: “Estamos haciendo una reestructuración de las cajas y de los bancos. Pronto será el momento, será el momento de pedir a las cajas y a los bancos que de sus beneficios, dejen una parte para la creación de empleo. Y lo haremos y lo podemos hacer”. Aunque de forma velada, parece claro que Rubalcaba se refiere a un impuesto sobre los beneficios de la banca. Parece también deducirse de las palabras de Rubalcaba que la implantación del impuesto se defiere a algún momento propicio indefinido del futuro. El motivo de ello debe estar claro, y puede servir de respuesta a algunas de las críticas que se han vertido: un impuesto sobre los beneficios de la banca sería improcedente en el momento actual, ya que, precisamente, uno de los factores de la crisis es la falta de crédito para el buen funcionamiento las empresas, falta de crédito provocado por los problemas de financiación internacional unidos a la alta prima de riesgo que en estos momentos sufre España, que encarece la financiación; un impuesto sobre la banca en estos momentos no haría más que multiplicar los problemas de liquidez, y quizá de solvencia, de nuestras entidades financieras, lo cual reduciría aún más el crédito y ahogaría aún más la financiación empresarial, con lo cual se agravaría el problema que se pretende resolver: el paro. Rubalcaba es plenamente consciente de ello, y por ello, de manera completamente responsable, difiere su implantación para un futuro indefinido.


Pero incluso planteado como un elemento de futuro, un impuesto específico a los beneficios de la banca me plantea graves dudas sobre su procedencia y sobre su eficiencia, sobre todo si se plantea como vía para resolver el desempleo. En primer lugar, ¿por qué un impuesto específico sobre los beneficios de la banca, y no un impuesto sobre los beneficios de las compañías eléctricas, o sobre la industria maderera, o sobre las funerarias? ¿Qué tiene de especial la banca? Parece que aquí se pretende hacer un guiño a los sentimientos antibancarios de una masa de potenciales votantes de la izquierda, y en especial hacia los simpatizantes del 15-M. En un documento anterior (“Comentario crítico a Sartorius (IV): ¿Es necesaria, o conveniente, una banca pública?”) expuse el esencial papel que juega el sistema bancario como intermediario entre los ahorradores y los que necesitan fondos, y su importante papel para una asignación eficiente del capital disponible, que siempre es escaso. Igualmente, me referí a las responsabilidades de los bancos en la génesis de la crisis, de la cual no son los únicos, ni siquiera los principales responsables, sobre todo en el caso de la banca española. Pero nada de esto justifica un impuesto especial para un sector específico tan importante de la economía española y con un papel tan esencial.


Por otra parte, en otra entrada (“Comentario crítico a Sartorius (II): ¿Es de izquierdas subir (o bajar) los impuestos, especialmente las rentas de capital?”) me referí a la necesidad de recaudar impuestos para el funcionamiento del Estado, pero asimismo a los inconvenientes que plantean los impuestos como freno para la actividad y el desarrollo económico, inconvenientes que no se pueden obviar. Como allí expuse, el impuesto sobre los beneficios empresariales plantea una doble tributación: por una parte, las empresas tributan por haber obtenido beneficios, y además, los socios vuelven a tributar cuando reciben los beneficios como renta; por ello un impuesto específico sobre los beneficios es completamente desalentador para el ahorro y la inversión y para la actividad económica general.


Pero si además el impuesto se plantea como forma de lucha contra el paro, todavía me plantea más dudas. Por mucha buena voluntad que le pongamos al asunto, el paro sólo se reducirá de forma significativa cuando comience y se acelere el crecimiento económico. Y teniendo en cuenta esto, la implantación de un nuevo impuesto sólo puede retrasar dicho crecimiento, es decir, sólo serviría para poner trabas a las ruedas de la recuperación económica. Es bien sabido, incluso desde planteamientos keynesianos, que para el aumento de la demanda agregada que favorezca la recuperación es necesario, entre otras acciones posibles, bajar los impuestos, pero no subirlos. ¿Va a utilizar el Estado íntegramente el importe recaudado para crear puestos de trabajo? ¿En qué proyectos? ¿Serán estos proyectos suficientemente necesarios, productivos y eficientes? ¿Servirán para crear puestos de trabajo realmente productivos? Por la experiencia teórica y práctica acumulada sabemos que el Estado no es, en general, un buen empresario, excepto en sectores de necesidad social esencial. ¿Porqué detraer el eventual importe que podría recaudarse mediante este impuesto a la iniciativa privada, que lo utilizará sin duda para el gasto, el ahorro y la inversión, de modo mucho más eficiente que el propio Estado, de manera que se produzca el deseado aumento de la demanda agregada, se reactive la economía y se reduzca realmente el paro?


En definitiva, creo que la implantación de un nuevo impuesto no va a favorecer la lucha contra el paro, sino que va a servir para retrasar la recuperación y para agravar lo que se pretende resolver. La tarea que puede y debe hacer el Estado para resolver el paro es crear las condiciones necesarias para la reactivación económica, y hacer que el mercado de trabajo funcione de manera eficiente, de manera que cuando la recuperación se produzca los empresarios tengan los incentivos suficientes para contratar. Es decir, se debe continuar y profundizar la política emprendida desde hace más de un año (reforma laboral, reforma de la negociación colectiva...), de forma que se que eliminen las rigideces e ineficiencias de nuestro mercado de trabajo, que hacen que el paro estructural haya sido tan alto no sólo en los últimos años, sino en las últimas décadas.


Rubalcaba también dijo: “Quitamos el impuesto de patrimonio. Eran situaciones distintas, una economía diferente. Creo que ha llegado el momento de que nos lo replanteemos, de volverlo a poner, pero no de la misma manera. Porque es verdad que era un impuesto que gravaba a las clases medias y eso no lo vamos a volver a hacer. Vamos a reponer un impuesto de patrimonio que realmente grave a los grandes patrimonios que existen y que tienen que colaborar, que tienen que ayudar a aquellos que más han sufrido en la crisis para que todos salgamos juntos de la crisis. Esa es la política redistributiva en la que estoy pensando.” Es decir, Rubalcaba propone volver a establecer el impuesto sobre el patrimonio, que fue suprimido por el propio gobierno socialista hace algunos años.


Como es bien sabido, el impuesto sobre el patrimonio es un impuesto que no se devenga sobre los ingresos de cada uno, sino sobre lo que cada uno tiene, es decir, sobre el patrimonio acumulado. Este impuesto estuvo en vigor en España desde la época de la Transición, y tenía su justificación para compensar el déficit tributario que existía entonces por parte de las grandes fortunas, puesto que no había existido un sistema tributario eficiente y democráticamente gestionado. Pero un impuesto de este tipo no existe en casi ningún país de los de nuestro entorno, y en la mayor parte de los países en los que existía ha sido suprimido.


Efectivamente, este tipo de impuesto tiene graves inconvenientes y en ocasiones puede resultar especialmente injusto. En primer lugar, existen muchos activos de difícil valoración, de manera que la base tributaria debe calcularse de manera muy imprecisa. Pero sobre todo, existe una gran cantidad de activos que no producen rendimientos, o incluso que producen pérdidas (costes de mantenimiento, etc.). Incluso una gran industria puede producir pérdidas, sobre todo en sus épocas iniciales o cuando surgen dificultades. A veces existen personas que tienen un gran patrimonio pero que es completamente improductivo o incluso oneroso, y no tienen suficientes ingresos (por ejemplo, jóvenes, ancianos...) como para pagar el impuesto, si no es vendiendo los propios activos, lo cual a veces es sumamente difícil, puesto que algunos son especialmente ilíquidos. Por tanto, un impuesto de este tipo es profundamente desincentivador para la acumulación de medios de capital, necesarios para que aumente la productividad, y con ello, aumenten la demanda de trabajo, los salarios reales y el bienestar general. Muchas veces, en lugar de redistribuir la riqueza lo que hace es empobrecer a la sociedad en general. Por ello ha sido suprimido en la mayor parte de los países.


Yo pienso que es necesario un impuesto ligeramente progresivo sobre la renta, de forma que quienes más ganan paguen más, pero de manera que no se ahogue la capacidad de ahorro y de inversión de las rentas altas, necesario para la acumulación de capital. Por ello, tiene poco sentido un impuesto sobre el patrimonio; el patrimonio debe devengar impuestos cuando realmente produce ingresos a sus poseedores, y para ello ya existe el impuesto sobre la renta.


En definitiva, a pasar de estos aspectos que han sido objeto de mi crítica, valoro muy positivamente la candidatura de Alfredo Pérez Rubalcaba para la presidencia del Gobierno, y le manifiesto mi más sincero apoyo y mis deseos de que triunfe. Ciertamente, las críticas que he expresado se refieren a unas pocas propuestas, minoritarias en el conjunto del discurso de Rubalcaba, pero que han sido precisamente destacadas por los medios de comunicación. Valoro asimismo sus esfuerzos y le deseo el mayor éxito en la movilización de las masas de militantes, simpatizantes y votantes que en las pasadas elecciones autonómicas y municipales se quedaron en casa posibilitando el triunfo de la derecha. Sin embargo, creo que las propuestas, sobre todo en el terreno económico, deben ser coherentes con la realidad y con la racionalidad económica. Desde mi posición de no militante, creo firmemente en los valores de la izquierda que Rubalcaba y el PSOE representan, y pienso que estos valores son compatibles con una política económica racional y eficaz que nos saque de la crisis y que haga posible una sociedad más rica, más justa y más libre, para todos.

viernes, 8 de julio de 2011

Comentario crítico a Sartorius (IV): ¿Es necesaria, o conveniente, una banca pública?

La banca pública, o bien la nacionalización de la banca, tal como figuraba en los programas tradicionales de algunos partidos, es otro de los fetiches de cierta izquierda tradicional y dogmática, que no ha superado aún el fracaso teórico y práctico del socialismo comunista y pretende perpetuar cualquier vestigio que recuerde al Estado-empresario, con su lastre de ineficiencia. Para tratar este tema, continuaré con mi comentario crítico a la entrevista a Nicolás Sartorius publicada en el diario Público el día 19 de diciembre de 2010):

"Tengo miedo de que la reestructuración de las cajas desemboque en su bancarización"

El sector financiero, por supuesto, necesita grandes reformas. Sartorius defiende la existencia de una banca pública, lo que no significa la nacionalización del sector. "Eso de que los bancos privados son de los accionistas es relativo, porque como depositantes y contribuyentes también nos jugamos el dinero en ellos. Por eso, el Gobierno tiene que tener una presencia en las entidades financieras sistémicas a través del consejo de administración o con una supervisión y control más estrictos. Pero hay una presión fortísima de los bancos y de ciertos Gobiernos para que no se adopten más medidas. Hay políticos que responden a los intereses de los mercados". En el caso concreto de España, cree que debería existir una banca pública "complementaria de la banca privada" y alerta de lo que pueda ocurrir con las cajas de ahorros: "Tengo miedo de que la reestructuración desemboque en su bancarización".

Ciertamente, Sartorius no reclama la nacionalización completa de la banca, sino la mera existencia de una banca pública complementaria de la privada, o bien una fuerte presencia del Estado en la dirección y el control de las entidades financieras. Si, como intentaré demostrar, la propiedad estatal completa de la banca sería nefasta para la sociedad, la propiedad estatal parcial del sistema bancario sería igualmente perjudicial. Otra cosa distinta es una regulación y un control externo tan estrictos como sea necesario y como decida democráticamente la sociedad a través de sus órganos representativos. Pero dicha regulación y control deben estar basados en estrictos criterios técnicos y científicos y deben ser llevados a cabo por organismos cualificados, y no sujetos al populismo demagógico; de hecho, una regulación así ya la efectúa el Banco de España y el Ministerio de Hacienda, y ello ha hecho que la banca española (excepto lo más parecido que tenemos a una “banca pública”, que son las cajas de ahorro) haya salido relativamente bien parada de la crisis, sobre todo si la comparamos con la banca de ciertos países incluso más desarrollados que el nuestro.

El mito de la banca pública se sustenta en un razonamiento muy simple y fácil de captar por las masas: “la banca es un gran negocio; produce muchos beneficios; por tanto, es preferible que los beneficios pasen al Estado, que los dedicará a construir más escuelas y hospitales, y no a manos privadas, que los dedicarán al lujo y a la ostentación”. Esto es la “pasta” del argumento; ahora veamos los “ingredientes”, que pueden crecer en la escala de la demagogia (o de la ignorancia) tanto como se desee, hasta llegar a cosas como: “los banqueros son unos capitalistas explotadores; son unos usureros que se hacen ricos a costa de los pobres (extraña coincidencia con el pensamiento de la Iglesia medieval, que condenaba la usura, es decir, el préstamo a interés); no tienen derecho a existir”, etc.; todo ello aderezado con las consabidas caricaturas del tío gordo y repugnante con un sombrero negro, un puro en la boca y una bolsa repleta con el signo del dólar. A ello se suele unir el coro, ciertamente más refinado en las formas, de periodistas y otros “intelectuales pseudoprogres” que claman contra los grandes sueldos y enormes bonus de los directivos de la banca. En definitiva; todo lo relacionado con la banca huele mal para esta izquierda utópica; “mejor que la banca sea pública, que entre el aire fresco del pueblo, del Estado, de la democracia...”, etc.

A estos “argumentos” clásicos se une ahora la culpabilización de “los banqueros”, junto a “los especuladores” y otra gente de mal vivir, como responsables directos de la crisis. Sin pretender negar las responsabilidades de cada uno, tanto de banqueros como de prestatarios o hipotecados con poca solvencia, unos y otros se vieron arrastrados en su momento por el torbellino del endeudamiento masivo provocado por los bajos tipos de interés impuestos por los bancos centrales controlados por los estados (v. mi entrada “Resumen y comentario crítico del libro Una crisis y cinco errores”).

Además, todo el sistema bancario, sobre todo en Estados Unidos, se vio desestabilizado por la excesiva desregulación del sistema llevada a cabo por las distintas administraciones tanto republicanas como demócratas en las últimas décadas. Esta desregulación permitió el desarrollo sin control de complicados instrumentos de ingeniería financiera (que no son nocivos en sí, pero que han resultado letales al desarrollarse fuera de control), como los derivados de la titulización de préstamos concedidos (principalmente hipotecas inmobiliarias), los seguros sobre dichos préstamos y titulizaciones, etc., instrumentos que trasladaban el riesgo de los créditos concedidos fuera de los balances bancarios, lo cual desincentivaba la cuidadosa selección y el control de riesgos. Además, se creó todo un entramado de sociedades comercializadoras y distribuidoras de dichos instrumentos, legales pero fuera de la supervisión de los organismos reguladores (la llamada banca a la sombra). Todo ello, unido a los artificialmente bajos tipos de interés impuestos por la Reserva Federal (con la buena voluntad de hacer crecer la economía), impulsó el endeudamiento generalizado, el apalancamiento excesivo de las propias sociedades financieras y la proliferación de créditos de cobro dudoso, que desembocó en la crisis de las hipotecas basura.

La situación de iliquidez, insolvencia y quiebra técnica o real de muchos bancos, fundamentalmente extranjeros, originó una congelación del sistema habitual de crédito, que exacerbó los efectos de la burbuja inmobiliaria. Ante esta situación de colapso bancario, que ponía en peligro los propios depósitos de los ciudadanos y toda la economía en general, los estados decidieron acudir “al rescate” –medida discutible y discutida entre los propios economistas, pero probablemente necesaria– en forma de préstamos o compra de activos tóxicos o depreciados. Incluso algunos estados han recurrido a la “nacionalización” total o parcial de su sistema bancario, de forma que parecería que se ponía en práctica el ideario socialcomunista; pero no hay tal: se ha tratado de préstamos temporales o entradas del Estado en el capital de los bancos en forma de compras de acciones a precios de saldo y de manera temporal, que serán vendidas, en cuento se recuperen, a un precio probablemente muy superior con los consiguientes beneficios para el Estado –y de hecho, en muchos casos ya se ha producido dicha venta y beneficio.

Este colapso del crédito a nivel internacional también ha repercutido en la banca española (que como hemos dicho y con la excepción de ciertas cajas de ahorro estaba mucho más controlada y saneada en términos comparativos) dificultando la recuperación de la crisis. (Sobre el papel de la banca española respecto a la crisis, puede verse el interesante artículo de El País del día 24-06-2011 "Mejor vigilar que expropiar".

Hay que aclarar que los “responsables” de la crisis ya pagaron por ello, en forma de quiebra o pérdida de casi todo el valor de las acciones de dichos bancos, que fueron compradas a precio de saldo por el Estado o por otras entidades más sanas, de forma que sus accionistas perdieron prácticamente todo el dinero invertido, y numerosos directivos y empleados perdieron su puesto de trabajo. Es verdad que ciertas instituciones (como las agencias de calificación) cumplieron un triste papel, y que algunos ejecutivos se aprovecharon de los contratos que ya tenían firmados previamente a la crisis. No obstante, y sin perjuicio de la necesaria depuración de responsabilidades, es necesario distinguir entre lo que son errores cometidos de buena fe (como el mantenimiento de una política monetaria expansiva, que estaba produciendo buenos resultados, por más tiempo del debido, o los derivados de la inmadurez de los conocimientos aceptados en una ciencia en desarrollo, como la excesiva confianza en la eficiencia de los mercados financieros y en su capacidad para autorregularse) o bien errores de cálculo en la estimación de los riesgos, de lo que son delitos tipificados en el código penal, y es necesario recordar que en una sociedad civilizada se persiguen penalmente únicamente los delitos, y no los simples errores. Por lo que respecta a los bancos españoles, con una actuación mucho más sensata y responsable respecto a los riesgos contraídos (excepto algunas cajas, como ya hemos dicho), sus cotizaciones en bolsa han caído más o menos un 50% desde el comienzo de la crisis, lo cual quiere decir que sus accionistas han perdido la mitad de su dinero.

Como dije en una entrada anterior, mi objetivo no es ni mucho menos defender a los “banqueros” ni a los “capitalistas”, sino intentar aclarar la verdad y contribuir a la reflexión sobre lo que debería ser una política de izquierdas, desbrozando lo que yo considero posturas demagógicas o utópicas, y por tanto, disgregadoras para el conjunto de la izquierda.

Veremos ahora la realidad de lo que representaría una banca pública. Para ello, veamos primero cuál es la esencia del negocio de la banca: se trata de una parte fundamental del sistema financiero, que vehicula los fondos dinerarios desde los ahorradores a los que necesitan el dinero para gasto o inversión. Concretamente, toman unos fondos monetarios de sus clientes (que se ven librados de la tarea de custodia) en forma de libretas, cuentas corrientes o depósitos, por los cuales pagan un interés (ciertamente, ahora, mínimo, determinado por el nivel general de tipos de interés que dicta el Estado) que depende del plazo, prestan ciertos servicios (como el descuento de letras, que proporciona liquidez a los intercambios comerciales) a cambio de las correspondientes comisiones (también ahora mínimas, puesto que dependen de la competencia), y, sobre todo, colocan estos fondos captados en forma de prestamos (a un tipo de interés que marca el mercado y la competencia). La fuente más importante del beneficio de los bancos se encuentra, pues, en la diferencia, o margen, entre el tipo de interés que paga a los depositantes y el tipo de interés al cual presta el dinero a los prestatarios, tipos que, si no tenemos en cuenta el poder del Estado a través de los bancos centrales en la fijación de la oferta monetaria y por tanto de los tipos de interés (poder que, recordémoslo, ha resultado nefasto y ha supuesto el origen real de ésta y de casi todas las crisis) vienen determinados por los mercados de fondos prestables, es decir, por la oferta y la demanda y por la competencia.

Para obtener beneficios, los bancos deben realizar bien la importante tarea de seleccionar, de entre los solicitantes de préstamos, aquéllos que ofrecen garantías y solvencia suficientes como para poder retornar los préstamos en los plazos fijados y pagar los intereses. Concretamente, cuando el préstamo se solicita para inversión en bienes de capital (para montar o ampliar una empresa), deben examinar atentamente el proyecto de negocio presentado por los solicitantes para discriminar si el negocio será rentable o no; con ello, realizan una primera selección para una correcta asignación del capital, en proyectos que vayan a ser beneficiosos para los consumidores (la selección definitiva la realizará el mercado a través de la competencia, que premiará con los beneficios a las empresas que produzcan bienes o servicios de suficiente calidad y suficientemente baratos como para ser demandados por sus clientes, y castigará con la bancarrota a las empresas ineficientes, cuyos productos no interesen a nadie o que se producen con unos costes que impliquen unos precios demasiado altos). Si sobra dinero de los depósitos, y dependiendo del modelo de banco concreto, los bancos también dedican parte de sus activos a la inversión directa en forma de acciones de empresas o bonos del Estado o de empresas particulares, letras del Tesoro, etc., y quizá también dediquen una parte mínima a las operaciones especulativas, cuyos efectos en general beneficiosos vimos en una entrada anterior. Para todo ello, los bancos están sometidos a unos controles y a unas normas del Estado y del Banco de España que implican transparencia en la contabilidad y solidez financiera en cuanto a unos ratios determinados de capital, de solvencia y de liquidez que deben cumplir en todo momento. Si los bancos no realizan bien su tarea, la asignación de capitales a proyectos eficientes no se realizará correctamente, la cuenta de morosos crecerá, el banco no podrá cumplir sus ratios y, en último extremo, quebrará (o será comprado por el Estado o por otro banco a un precio ridículo, con lo cual sus accionistas perderán la mayor parte de su capital).

Pero si un banco realiza bien su tarea, es decir, si sirve correctamente a los intereses de la sociedad haciendo de vehículo eficiente entre ahorradores y demandantes de fondos, si realiza correctamente sus servicios de custodia de fondos, de dar liquidez a los intercambios descontando letras, si realiza préstamos otorgando dinero fresco a aquellos que quieren comprarse un coche o una casa y de otra forma tendrían que haber estado toda su vida ahorrando para hacerlo, si han seleccionado diligentemente los proyectos de inversión para que los capitales aportados por los ahorradores se asignen correctamente a las empresas que serán beneficiosas para la sociedad, si han invertido prudentemente en empresas rentables, o si han ayudado al Estado a financiar el déficit, y quizá si han tenido suerte en sus (escasas, en relación al capital total manejado) operaciones especulativas debidamente controladas...; si han realizado todo ello correctamente, con eficiencia y eficacia, minimizando además los costes para no dilapidar factores de producción, entonces... tendrán beneficios. Desde luego, algunas veces se equivocan (¿quién no?) y sus beneficios se ven recortados; alguna vez en la historia, algunos bancos han tenido que ser “rescatados”; a veces, algunos de ellos han quebrado. Pero esto es la excepción; en épocas normales, los bancos responsables casi siempre obtienen beneficios; “muchos” beneficios, tantos como para ser pieza apetecible de los cazadores de “burgueses” o de “capitalistas explotadores”.

Pero, ¿cuánto son, en realidad, estos “muchos” beneficios? Desde luego, miles de millones de euros cada año, en el caso de un gran banco. Mucho dinero. Con sólo una mínima fracción, cualquiera de nosotros, y nuestros hijos, nietos y descendientes en varias generaciones podrían vivir con holgura sin trabajar. “Una injusticia”, ¿no?. Claro, la gente está acostumbrada a hablar en cantidades absolutas, pero cuando las cifras alcanzan muchos ceros, ya nos mareamos y no sabemos de qué estamos hablando; ¡menos mal que ahora se cuenta en euros, y no en pesetas! Pero si en lugar de cantidades absolutas, hablamos de porcentajes sobre la cantidad invertida, la cosa ya cambia. Por ejemplo, el porcentaje de beneficios sobre el capital total manejado, lo que técnicamente se llama ROA (Return on Assets, o rentabilidad económica), en el sector de la banca no suele pasar del uno o dos por ciento, o quizá el 3% en los mejores años y en los bancos más rentables. Ciertamente, a veces (casi siempre) los beneficios crecen, y entonces algunos políticos y periodistas pseudoprogres suelen hablar de los grandes beneficios, de que los beneficios de la banca siempre aumentan, de que hay que ponerles más impuestos, etc.; no se dice que también los capitales manejados han aumentado, con lo cual el porcentaje queda más o menos estable o crece mucho menos que los beneficios en bruto. Claro, cuando los beneficios caen, como en los últimos ejercicios, la noticia pasa casi desapercibida, excepto para las secciones de economía, que casi nadie lee, o para la prensa especializada.

¿Cuánto suponen para sus propietarios los beneficios de la banca? Si hablamos de los rendimientos reales históricos medios para los accionistas teniendo en cuenta revalorizaciones de las acciones y dividendos, difícilmente pueden llegar al 10% medio que se suele citar como referencia para el conjunto del mercado de renta variable, ya que la banca es (excepto accidentes, que también ocurren, como hemos podido comprobar) un sector más estable y por tanto menos rentable que la media del mercado. Y no olvidemos que hablamos de la media histórica; desde luego, en años buenos la rentabilidad puede subir al 50% o más, pero en los años malos las pérdidas también pueden superar el 50% de lo invertido. ¿Quién querría arriesgarse a ser accionista de un banco? Muchos ciudadanos poseen acciones de bancos, bien sea directamente o a través de fondos de inversión, pero esto sólo es recomendable si se accede desde una perspectiva de ahorrador-inversor, a largo plazo; también hay quien se arriesga como especulador, pero ya hemos hablado de los riesgos que corren los especuladores. Pero, en todo caso, ¿no sería mejor que estos beneficios vayan a parar al conjunto de la sociedad, y no a unos pocos?

En primer lugar, hay que mencionar que de los beneficios de la banca, o de cualquier empresa, no se benefician solamente los propietarios, sino el conjunto de la sociedad. Que las empresas, y concretamente los bancos, tengan beneficios, es una magnífica noticia para toda la sociedad, y cuanto mayores sean los beneficios, mejor es la noticia. Ello es así porque una parte de los beneficios se reinvierte en la propia empresa, para ampliarla y mejorarla, lo cual significa acumulación en bienes de capital que se manifiesta en más producción y mejores servicios, más demanda de trabajo y mejores salarios; otra parte de los beneficios se dedica a realizar compras de otras empresas que funcionaban peor y que tendrán oportunidad de reestructurarse (mayor eficiencia, mejores productos y servicios y más beneficios, es decir, acumulación de capital, más puestos de trabajo y mejores salarios). La otra parte de los beneficios se distribuye en forma de dividendos, que redundarán en mayor consumo (impulso a la actividad económica) y mayor inversión (de nuevo más acumulación de bienes de capital, más productos y servicios, más demanda de trabajo y mejores salarios, y además el capital acumulado producirá mayores beneficios... en un círculo virtuoso que beneficia a toda la sociedad).

¿A dónde van a parar los dividendos? Desde luego, al bolsillo de los accionistas, que son los que han ahorrado, invertido y corrido con el riesgo. Pero es necesario destacar que estos beneficiarios directos no son ya unos pocos. Debemos cambiar ya el cliché que tenemos sobre los “banqueros” y sobre los “empresarios” en general. Si observamos la composición del accionariado de los grandes bancos y de muchas grandes empresas que cotizan en bolsa (datos que son públicos y que pueden consultarse en la web de la Comisión Nacional del Mercado de Valores), observaremos que el capital social está distribuido en muchos miles de pequeños accionistas, el mayor de los cuales apenas tiene un pequeño porcentaje de acciones. En ocasiones, los grandes accionistas son a su vez sociedades o fondos de inversión que cuentan asimismo con miles de partícipes. La mayor parte de estos “banqueros” o “capitalistas” son pequeños ahorradores que han depositado sus ahorros en fondos de inversión o en acciones con la esperanza de obtener un rendimiento mayor que el que se obtiene en depósitos bancarios o en renta fija, asumiendo un riesgo asimismo mayor.

Pero, ¿y los grandes accionistas? Bueno, desde luego, en muchas sociedades existen accionistas que, aunque posean solo un pequeño porcentaje sobre el capital, este pequeño porcentaje, que se puede extenderse además sobre muchas sociedades, implica una gran cantidad de capital. Bueno, ¿y qué? Si el gran accionista ganó su dinero o lo heredó legalmente, y paga sus impuestos, no hay nada que objetar. Ya hemos dicho que los beneficios y dividendos se destinan al consumo y a la inversión. Y cuanto más grande sean los ingresos de alguien, más porcentaje de la renta dedicará a la inversión, generadora de bienes de capital, productos y servicios, demanda de trabajo, etc. Lo único que se debe exigir es un sistema fiscal ágil y eficiente que persiga e impida el fraude fiscal.

¿Y los grandes directivos? Ellos cobran unos sueldos exorbitantes. Bueno; los grandes directivos son empleados, y el sueldo de los empleados, en una sociedad privada, es un asunto propio e interno de la gestión social, un asunto a negociar entre propietarios (accionistas) y empleados. Los sueldos de los ejecutivos los fija el consejo de administración, que representa a los accionistas, y que debe dar cuenta a la junta general de accionistas. Cualquier accionista que tenga un porcentaje mínimo para asistir puede levantarse en una sesión de la junta general y exponer su opinión favorable o contraria a la gestión del consejo, e incluso, si logra aliarse con otros accionistas, puede lograr una mayoría suficiente para derrocar al consejo de administración y nombrar otro. Y, en última instancia, si el accionista no está de acuerdo sobre como se gestiona la sociedad, siempre le queda el recurso de vender sus acciones. Pero, sobre todo, el mercado ha inventado la OPA (oferta pública de adquisición de acciones), que puede ser hostil, mediante la cual, si la empresa va mal y sus acciones han bajado de precio, otra sociedad o otro grupo inversor puede ofrecer un precio atractivo por las acciones a los pequeños accionistas, comprar la mayoría de la sociedad y nombrar otro consejo de administración y un nuevo equipo gestor. En definitiva, accionistas, consejeros, directivos y empleados, todos tienen interés en que la empresa vaya bien y prospere.

En cuanto al sueldo de los ejecutivos, como el de cualquier empleado, se rige mediante la oferta y la demanda. Si los sueldos de los ejecutivos son muy altos es porque existen muy pocas personas con los conocimientos y experiencia necesarios para dirigir un banco o una gran empresa. ¿Alguien se atreve a dirigir un banco? Y por el lado de la demanda, no puede haber duda que los beneficios que generan para la empresa son más altos que los sueldos marcados en los contratos; en caso contrario, no durarán mucho en su cargo.

Desde luego, es cierto que a veces las cosas no funcionan tan bien como debieran. En algunos casos, los directivos son antiguos políticos reconvertidos como “pago a los servicios prestados”; esto suele suceder en antiguas empresas estatales privatizadas, pero no deja de ser la excepción, más que la regla. Muchas veces, por la misma dispersión de los pequeños accionistas, en las juntas generales se aprueba sin oposición lo que propone el consejo de administración. A veces, los ejecutivos se fijan incentivos (los famosos bonus) que premian la consecución de beneficios a corto plazo, por encima de los intereses a largo plazo de la empresa; esto debería evitarse fijando en los contratos de los ejecutivos unos emolumentos que estén más ligados a los resultados a largo plazo. En definitiva, se trata de problemas tan previstos por la teoría de las finanzas que hasta tienen un nombre (“problemas de agencia”), y que se deben resolver; nada es perfecto. Pero los accionistas siempre cuentan con los mecanismos de defensa expuestos anteriormente.

¿En definitiva, no sería mejor que la banca fuese pública, y así los beneficios serían para todos? “¡Que sea el Estado el que invierta en cosas beneficiosas para todos!” Pues no. Y el motivo, es el mismo que podríamos aplicar a cualquier actividad económica que pueda ser realizada por la iniciativa privada. Un empresario privado, o un ejecutivo de una empresa, tiene grandes incentivos por dar un buen servicio y que la empresa funcione bien: si es accionista o propietario, tiene el incentivo de los beneficios; si es un ejecutivo, deberá dar cuenta de su gestión al consejo de administración y a la junta general de accionistas, y perderá su buen sueldo y su trabajo si la empresa va mal; si es un empleado, tiene incentivos, de acuerdo con su responsabilidad en la empresa, para que ésta funcione bien, a fin de conservar su puesto de trabajo y su salario, e incluso aumentarlo. Sin embargo, ¿a quién deberá dar cuentas (reales) un empleado público que tiene su sueldo y su trabajo de por vida, tanto si realiza bien su trabajo como si lo hace mal? ¿A quién dará cuentas un ejecutivo de una empresa pública, aunque sea contratado? Podría contestarse que al político que lo ha nombrado, y que éste tiene el incentivo de la reelección. Pero, lamentablemente, las elecciones tienen lugar cada cuatro años, y en sus decisiones los políticos muchas veces se rigen por un criterio cortoplacista semejante al que indicamos en el sistema de bonus de algunos ejecutivos, y no hay manera sencilla de fijar una perspectiva de incentivos a largo plazo en el caso de los políticos; lo más probable es que la empresa pública dilapide sus ingresos en gasto corriente innecesario, cercenando los eventuales beneficios que deberían ir a parar a la inversión. Y aunque muchos de los funcionarios accedan a su puesto bajo criterios de igualdad, mérito y capacidad, por desgracia es muy frecuente que los nombramientos de los altos cargos de las empresas públicas se realicen, no bajo criterios de idoneidad en el puesto, sino por motivos de amiguismo, nepotismo, clientelismo, pago de servicios pasados, etc.; y no digamos nada de los asesores políticos o cargos de confianza nombrados directamente a dedo. Todos conocemos numerosos casos de ejecutivos de las cajas de ahorros o empresas públicas que, sin dudar –en principio– de su capacidad, han accedido a su cargo por su condición de antiguos políticos en retiro. Y si damos un paso más, nadie asegura que las empresas públicas se vean libres de las lacras que todos conocemos en el sistema político: corrupción, cohecho, etc. Desde luego, estos problemas pueden encontrarse también en las empresas privadas, sobre todo en las grandes, pero en ellas existe el sistema de incentivos (positivos: beneficios; negativos: bancarrota) que no existe en la Administración pública.

En definitiva, las empresas públicas son fuente de todos los problemas de despilfarro de recursos, ineficiencia e ineficacia, como se ha demostrado en los sistemas en que toda o la mayor parte de la economía era controlada por el Estado. Y si nos referimos ahora al caso de la banca, y recordando las funciones del sistema bancario, esenciales para el buen funcionamiento de la economía, una banca pública, dirigida por políticos y gestionada por funcionarios, difícilmente podrá seleccionar correctamente a los solicitantes de préstamos que ofrezcan garantías y solvencia suficientes, tal como lo hacen los especialistas de la banca privada impulsados por los incentivos. Es muy probable que los fondos prestables se distribuyan con criterios de amiguismo, nepotismo, etc., y que esta distribución pueda ser fuente de corrupción. La importante función de una correcta asignación del capital en proyectos potencialmente beneficiosos para los consumidores se verá perjudicada, y los morosos y préstamos incobrables se multiplicarán. Los beneficios de la banca pública caerán, y con ellos la inversión (y la acumulación de capital, demanda de trabajo, etc.); con toda probabilidad, la banca pública sería un modelo de ineficiencia, abocada a las pérdidas, y una carga insoportable para el Estado.

El cuadro que hemos expuesto no es una película de terror. Hemos podido comprobar su realidad en la evolución de las cajas de ahorro, sobre todo desde que cayeron en las garras de los políticos de las comunidades autónomas. Si existe algún sector con graves problemas entre las entidades financieras españolas, ese es el de las cajas de ahorro, que, sometidas a influencias políticas más que a criterios de gestión eficiente, se han encontrado muchas de ellas en una situación de insolvencia que ha hecho necesarias las intervenciones del Banco de España y las fusiones, y ahora una nueva inyección de capital público, y en definitiva, su privatización. Si en España hemos necesitado una reforma del sistema financiero, ha sido a causa precisamente de la situación de muchas de las cajas; esta reforma requiere que continúen las que, tras completarse el proceso de fusiones, puedan continuar siendo viables, y el resto no habrá más remedio que privatizarlas, al menos parcialmente, para que dejen de ser un lastre para nuestra estructura económica; ¿cómo, si no es mediante inyección de capital privado –que obviamente exigirá poder de decisión y unos criterios de actuación puramente empresariales– se podrían recapitalizar estas entidades para que cumplan los ratios de solvencia y liquidez necesarios y garantizar así su supervivencia? Esto es, en realidad lo que ya está empezando a suceder mediante su proceso de conversión en bancos. Es cierto que las cajas han realizado una cierta labor social a través de la obra social que merecería ser conservada, pero el futuro económico del país no puede continuar hipotecado a la ineficiencia de estas entidades.

Quizá entre las medidas que se deban incluir en la reforma del sistema financiero deba de figurar un mayor control por parte del Banco de España, e incluso un impuesto sobre los riesgos, como el que se ha propuesto en otros países, que esté en función del tipo de operaciones que realicen las entidades financieras, a fin de crear un fondo para que en caso de crisis financiera puedan acudir a él y no necesiten ser “rescatadas”. Pero de ninguna manera dicha reforma debe incluir nada parecido a la creación de una banca pública o la permanencia de una banca semipública políticamente controlada, deficitaria e ineficiente.