La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

viernes, 11 de marzo de 2011

El problema del paro

(A veces, es duro reconocer que dos más dos son cuatro, y no cuatro y medio, como desearíamos. Pero la única manera de intentar resolver los problemas es afrontarlos con decisión, con valentía y sin prejuicios.)

Supongamos que no existiese el paro. En ese caso, los trabajadores no tendrían ningún temor a ser despedidos, pues encontrarían rápidamente un empleo similar. Igualmente, siempre estarían en disposición de buscar un trabajo mejor remunerado de acuerdo con su formación y capacidades. Desde luego, la calidad de vida de los trabajadores aumentaría en un alto grado, pues no existiría la espada de Damocles del desempleo y el temor de quedarse sin trabajo, con los problemas de marginación y pobreza que ello conlleva. Sin paro, se eliminaría de repente el drama de millones de familias o de jóvenes actualmente sin trabajo. Por otra parte, la cantidad de bienes producidos por la sociedad aumentaría, ya que habría más gente trabajando; con ello, el precio (en términos reales) de los bienes y servicios disminuiría. Además, el Estado se ahorraría las subvenciones por desempleo, con lo cual podría disminuir los impuestos, con el consiguiente aumento del ahorro, que se invertiría en bienes de capital para producir aún más bienes de consumo; además, se aprovecharía de las cotizaciones e impuestos de los antiguos parados que ahora ya trabajan.

Por tanto, podemos decir que la existencia del paro es el principal problema de la economía. Desde luego, es el principal problema para los trabajadores, pero asimismo lo es para el conjunto de la sociedad, puesto que el abaratamiento de bienes y servicios que conllevaría su desaparición favorecería a todas las capas sociales. Cuanto más baja se sitúe la tasa de paro, mejor para todos, y el hecho de acercarnos lo máximo posible al estado ideal límite de su desaparición total es el objetivo común de la sociedad.

Por ello, desde el punto de vista de la izquierda no podemos abstraernos del problema y negarnos a las eventuales soluciones, escudándonos en los llamados “derechos de los trabajadores”. El derecho más importante es el derecho al trabajo, y éste sólo puede ser ejercido por uno de cada cinco trabajadores, mientras que otros dos de los cuatro restantes tienen un trabajo precario o están en peligro de perderlo.

Pero, para resolver el problema del paro, es necesario primero conocer sus causas. En primer lugar, debemos darnos cuenta de que el trabajo, aunque sea una mercancía muy especial, se valora como todos los bienes y servicios del sistema: en un mercado (el mercado laboral) y por medio de las fuerzas de la oferta y la demanda. El mercado de trabajo funciona (o debería funcionar, si no hubiese interferencias estatales y sindicales) de manera similar a la de otros mercados. Por ejemplo, consideremos el mercado de naranjas. Los vendedores y los compradores acuden al mercado (real), donde los precios se ajustan según la oferta y la demanda. Cuando la cosecha anual ha sido alta, aumentará la oferta, y si los agricultores desean vender toda la cosecha, deberán bajar los precios. Pero supongamos que los médicos hacen una campaña sobre las bondades de los cítricos contra la gripe; en ese caso, habrá un aumento en la demanda de naranjas, y los precios deberán subir a fin de que las naranjas no desaparezcan como caramelos en la puerta de un colegio. Este mercado de naranjas, así descrito, es un ejemplo de lo que los economistas llaman competencia perfecta. Los precios y las cantidades se ajustan para que se produzca un “vaciado del mercado”; es decir, todo el mundo puede comprar y vender la cantidad que desee, siempre que cobre o pague el precio de equilibrio entre la oferta y la demanda.

Veamos qué sucede cuando hay interferencias. Supongamos que, aunque la cosecha haya aumentado, el sindicato de agricultores decide fijar un precio mínimo para las naranjas superior al precio de equilibrio que se hubiese alcanzado si funcionase libremente la oferta y la demanda. En ese caso, las personas que no puedan pagar dicho precio mínimo, pero que sí que hubiesen comprado al precio de equilibrio, no comprarán naranjas, o comprarán en menor cantidad; por ello, la cantidad de naranjas vendidas será inferior a la que se hubiese vendido al precio de equilibrio (el que “vaciaba el mercado”), y el resultado será un exceso de naranjas, que se pudrirán en los almacenes o en las paradas del mercado. Consideramos, al contrario, que un gobierno “benevolente” decide que las naranjas son un bien esencial al que debe acceder toda la población, y fija un precio máximo que esté por debajo del precio de equilibrio. Podemos imaginar el resultado, invirtiendo los términos: ahora existirá una alarmante escasez de naranjas; no todos los que quieren comprar naranjas podrán hacerlo, y surgirán las consabidas colas, corrupción y sobornos por adquirirlas, mercado negro, etc. (En cualquier manual de economía se encuentra una explicación detallada de ello, con esquemas, ejemplos, etc.)

Y ahora, sustituyamos “sindicato de agricultores” y “gobierno benevolente” por “CCOO, UGT, CEOE y Gobierno de España”, y empezaremos a vislumbrar algo sobre el problema del paro. En un mercado competitivo y eficiente, sin interferencias exteriores, todo el mundo puede intercambiar la cantidad que quiera de sus productos ajustando los precios. Si en el mercado de trabajo esto no ocurre, y existe un excedente del “producto” (trabajo) que no encuentra “comprador” (empresario contratante) –y en esto es en lo que consiste el problema del paro–, sólo puede ser porque el mercado no es eficiente, a causa de las interferencias exteriores. Y si no es eficiente, necesitará una reforma: la vituperada “reforma del mercado de trabajo”, en forma de desaparición (o disminución) de las interferencias.

Para acabar de entender el problema, es necesario aclarar una cuestión técnica un poco enrevesada, pero que se explica detalladamente también en cualquier manual de economía. En el caso del mercado de trabajo, como en el mercado de capitales o en cualquier mercado de los factores de producción, la demanda depende de la productividad del factor correspondiente. Por ejemplo, a un mismo precio por hora, un empresario preferirá contratar un obrero más o alquilar una máquina más en función de la productividad del obrero o de la máquina. Por tanto, la demanda de trabajo aumentará conforme aumente la productividad del trabajo; y al mismo tiempo que la demanda, aumentará el precio del trabajo, es decir, los salarios. En términos técnicos (que intentaré explicar en escritos futuros), se dice que en un mercado de trabajo eficiente el salario es igual a la “productividad marginal” o valor del producto del trabajo del último trabajador contratado, de la misma forma que las rentas de capital equivalen a la “productividad marginal” del capital, etc. Evidentemente, la productividad marginal (la de la última unidad de factor empleado) también depende de la oferta: será menor cuantas más unidades (obreros, máquinas, etc.) deban ser empleadas, a causa de la ley económica general de la utilidad marginal decreciente.

Pues bien; en esencia, la causa del paro reside en que, a causa de diversas interferencias en el mercado de trabajo, en general existe un excedente de trabajo porque el conjunto de los costes laborales por persona que quiere trabajar excede a la productividad marginal de los trabajadores. Así pues, la única manera ideal que tendríamos para resolver el problema del paro de manera completa sería, o bien reducir los costes laborales al nivel permitido por la productividad real, o bien aumentar productividad para que los costes laborales estuviesen justificados (o ambas cosas a la vez). Cualquier medida parcial real que se dirija en el buen o en el mal sentido, en cualquiera de los dos aspectos indicados, contribuirá a disminuir o a aumentar el paro.

En realidad existen diversas modalidades de paro, cada una con sus causas, problemas y soluciones correspondientes. Se puede distinguir entre paro friccional, paro cíclico y paro estructural. El paro friccional es el producido por los cambios que se producen en una economía dinámica, donde unas empresas o sectores crecen y otros desaparecen, y nuevos trabajadores se incorporan al mundo laboral. No implica que el número total de empleos sea inferior al de trabajadores, sino un desajuste temporal entre unos y otros; por tanto, tiene un carácter puramente transitorio. Si no existiesen las otras formas de paro, cualquier persona que buscase trabajo o que fuese despedido por una empresa que fracasa podría encontrarlo de manera relativamente rápida en otra empresa o sector. El paro cíclico es el que se produce en los momentos bajos de los ciclos económicos, es decir, en los momentos de recesiones o depresiones como la actual, pero que debe desaparecer cuando la crisis se resuelve. La solución de este tipo de paro está relacionada directamente con el problema de los ciclos económicos, tema complejo de macroeconomía sobre el cual no existe aún un consenso completo entre los economistas; sin embargo, el paro cíclico debería mitigarse, por ejemplo, si los salarios pudiesen oscilar al alza o a la baja en función de los resultados empresariales o del ciclo económico, cuestión políticamente complicada en la actualidad (los salarios nominales tienden a subir al mismo ritmo que la inflación).

Pero el tipo de paro más preocupante, sobre todo en el caso de España, es el paro estructural, es decir, aquél que es independiente de los ciclos económicos y tampoco tiene carácter transitorio. Es este tipo de paro el que está más relacionado con las interferencias políticas y sindicales de que hablábamos antes, y su causa reside en el desajuste permanente entre la oferta y la demanda de trabajo, desajuste producido por un exceso de costes laborales globales por encima de la productividad.

Lamentablemente, estos problemas tienen una mayor incidencia en España en las últimas décadas, donde el paro estructural es mucho más elevado que en otros países desarrollados. Pensemos que, en época de bonanza, el paro en España no bajó del 8%, e históricamente ha estado casi siempre por encima del 10% en las últimas décadas, cifras que ya de por sí son intolerables; ahora, en plena crisis alcanza el 20%, mientras que, por ejemplo, en Estados Unidos, llegó al 10% en el punto más alto de la crisis, cifra inferior a la histórica española en tiempos de economía en alza.

La causa del paro estructural tan elevado de manera crónica en nuestro país debería estar clara de acuerdo con lo que hemos expuesto anteriormente: en las últimas décadas, los costes laborales medios han subido por encima de lo que permitía la productividad, con el resultado de un alto paro estructural. Ello ha sido así independientemente de que haya crisis o no haya crisis, pero en época de crisis el problema se agudiza debido al alto paro cíclico producto de nuestro peculiar sistema productivo. La única manera real de disminuir o eventualmente hacer desaparecer el paro estructural a medio o largo plazo –olvidándonos de una vez por todas de demagogias estériles– también está clara: es necesario ajustar los costes laborales a la productividad. Este ajuste sólo puede conseguirse mediante dos vías: o bien no aumentar, e incluso disminuir los salarios (o aumentarlos sólo en la medida en que lo permitan las circunstancias de cada empresa en concreto), o bien aumentar la productividad.

La primera vía es, obviamente, dura y difícil de aceptar por los trabajadores, y choca frontalmente contra la mentalidad de los sindicatos y de parte de la izquierda tradicional, pero ya se ha realizado en la función pública con el objetivo inaplazable de disminuir el déficit, y en muchas empresas con el fin de conservar los puestos de trabajo. En realidad, es una auténtica medida de solidaridad, ya que significa transferir dinero efectivo de los que tienen trabajo a los que antes no lo tenían (lo que se hace habitualmente, por otra parte, mediante el sistema de impuestos). Podría arguirse que si los salarios disminuyen o no aumentan, descenderá la demanda global de bienes y servicios y se agravaría la crisis; sin embargo, la demanda perdida se compensaría mediante la demanda de los trabajadores que podrían ser contratados o de los que no perderán sus puestos de trabajo. Es cierto que los primeros que deberían bajarse los salarios –aún más, en el caso de los que ya lo han hecho– son algunos altos ejecutivos que cobran sueldos desproporcionadamente altos; pero esto no invalida la argumentación general.

La otra vía para resolver o mitigar el problema del paro estructural es aumentar la productividad. De esta manera, aumentaría la demanda de mano de obra (que, como vimos, depende de la productividad), y así podría equilibrarse de manera satisfactoria con la oferta. De hecho, es el aumento de la productividad laboral (y no la actividad sindical, como frecuentemente se supone) el factor más importante que ha permitido el aumento de los salarios reales y la mejora de las condiciones de vida de la población (y en primer lugar, de los trabajadores) a lo largo de la historia. Ésta es la vía por la cual se opta cuando se habla del “cambio del modelo productivo”. Pero, a parte de medidas obvias (como un mejor control de la abstinencia laboral injustificada, más alta en nuestro país que en otros del entorno, etc.), el aumento de productividad sólo se consigue mediante el aumento de medios de capital, tanto físico (fábricas, instalaciones, tecnología, etc.) como humano (formación). Pero el aumento de medios de capital físico se consigue a través del ahorro y la inversión (para lo cual es necesario mantener a raya los impuestos), mientras que en cuanto a formación, no podemos olvidar que España se encuentra a la cola de los países de su entorno; por ello la mayor parte de la oferta de trabajo en nuestro país estaba concentrada en sectores que exigían mano de obra poco cualificada (construcción, hostelería, etc.), sectores que son los que se han visto más afectados por la crisis. Por tanto, el tan cacareado “cambio del modelo productivo” no es algo que se pueda producir por decreto, ni de la noche a la mañana. Por ello, la vía del aumento de productividad –sin que, evidentemente, debamos renunciar a ella– es una solución sólo a medio o largo plazo, desde luego demasiado alejada en el tiempo respecto a las necesidades inmediatas de los que buscan trabajo ahora.

Todo lo que he argumentado confirma la necesidad de la reforma laboral aprobada en la primavera pasada, aunque de manera tardía y tímida. La justificación de una de sus medidas más polémicas (la reducción de las indemnizaciones por despido) es clara: al reducirse los costes eventuales que podría comportar un fracaso en la contratación o en la evolución del negocio, se facilita la contratación de nuevos trabajadores y la formación de nuevas empresas. Por ello, considero injustificada la oposición sindical a dicha reforma, sin plantear ninguna alternativa a cambio.

Pero la reforma laboral no debe reducirse a una disminución de la indemnización por despido, sino que debe profundizarse en el sentido de eliminar o suavizar todo tipo de rigideces y burocracias en la contratación y en la negociación. En primer lugar, es necesario un replanteamiento global de la negociación colectiva. Considero que la negociación colectiva es un derecho de los trabajadores, pero no puede ser una obligación a imponer a los que no deseen ejercerla; debería permitirse la negociación libre (individual o colectiva) de los contratos por lo que respecta a las remuneraciones. Pero en caso de optarse por la negociación colectiva, ésta debería reducirse al ámbito de empresa, ya que las circunstancias económicas de cada una son diferentes.

Por otra parte, es necesario ligar los salarios a la productividad en cada sector y en cada empresa concreta, para que éstos puedan reconducirse a su nivel de equilibrio. Al mismo tiempo, sería necesario que los salarios, o al menos una parte del importe de la nómina, puedan ajustarse en función de las circunstancias económicas concretas. Es indudable que, aún debiéndose mantener unos mínimos contractuales fijos (ya que, por definición, el riesgo de los resultados de la empresa, al alza o a la baja, lo soportan los empresarios) la posibilidad de flexibilizar los salarios de manera acorde a los resultados y a las circunstancias económicas contribuiría a reducir el paro.

Desde luego, no pueden esperarse milagros: las reformas –tanto las realizadas como las que faltan por emprender– no crean puestos de trabajo por sí mismas, sino que tienen como objetivo que puedan crearse más puestos de trabajo cuando la actividad económica se reactive y la economía crezca. Carecen de justificación, pues, las críticas que afirman que a pesar de la reforma el paro sigue aumentando, pues este aumento es aún fundamentalmente del paro cíclico (producto de la crisis, de la cual España aún no ha logrado salir).

Por todo ello, siendo el problema del paro uno de los más importantes de aquéllos a los que se enfrentan hoy en día los trabajadores, creo que las organizaciones políticas y sindicales que pretenden representar sus intereses deberían abordar el problema con responsabilidad, seriedad y fundamento. Estamos en momentos en que deben negociarse algunos de los temas a que nos hemos referido. Sindicatos, patronal y gobierno tienen la palabra.

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