La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

sábado, 5 de marzo de 2011

Qué significa para mí ser de izquierdas

         A veces es necesario reflexionar sobre nuestra identidad ideológica y sobre el significado de términos tan etéreos como derecha o izquierda. Muchas veces oímos que alguien se siente o se define como de izquierdas o de derechas, o etiqueta a otros con estos términos, sin que sepamos precisar lo que entendemos por ello. Por mi parte, reconozco la dificultad o imposibilidad de trazar límites definidos y precisos, y me limitaré a explicitar lo que yo entiendo por “ser de izquierdas”, y por qué yo mismo me incluyo en el campo de la izquierda.

         Intentaré dar una visión integradora y no exclusivista de la izquierda; nadie es dueño de este término, y nadie se encuentra en posición de otorgar títulos de izquierdista a otra persona, ni a etiquetarla de derechista o a descalificarla con términos despectivos como “facha”. Por mi parte, intentaré no etiquetar a las personas, y por ello preferiré hablar de actitudes de izquierda o de derecha, más que de personas de izquierdas o de derechas, aunque muchas veces el aspecto reduccionista del lenguaje nos impulse a ello. Además, y teniendo en cuenta mi inclusión en la izquierda, no podré evitar una visión subjetiva, que se plasmará en una valoración positiva de las actitudes de izquierda. Por ello, quizá muchas de las personas que se sienten o se autodefinen como de derechas y votan a partidos o opciones de la derecha se identificarán en su totalidad o en parte con muchos de los valores y actitudes que para mí definen la izquierda; ojalá pudieran redefinir su identificación y replantearse el sentido de su voto. En este punto, no puedo ni quiero evitar una actitud de proselitismo no disimulado: desde la izquierda siempre hemos aspirado a ganar para nuestras ideas y valores a la mayoría de la sociedad.

         Para dar una idea simplificada, que después desgranaré, yo calificaría como actitudes de izquierda a aquellas que están en consonancia con los valores de la izquierda, tal como los expresé en un escrito anterior: libertad, solidaridad, progreso humano, paz, justicia, igualdad de derechos y de oportunidades, derechos cívicos, racionalismo, laicismo, republicanismo, defensa de los intereses comunes y respeto a las minorías, defensa de los más débiles y protección de los más necesitados, y lucha contra la injusticia, la opresión y los privilegios.

         En primer lugar, existen una serie de valores ampliamente compartidos por la mayoría de las personas, como la libertad, la solidaridad, la paz, la justicia, el respecto a la dignidad humana, etc. Desde mi punto de vista, una actitud de izquierdas no se limita a proclamar estos valores de manera abstracta, sino que los defiende de manera radical y no admite concesiones en estos temas. Por ejemplo, bajo una actitud de izquierdas no pueden justificarse ni menos aún defenderse regímenes dictatoriales en nombre de una supuesta idea de justicia o igualdad, ya que no puede existir justicia ni es posible la igualdad de derechos y oportunidades sin libertad ni democracia. La izquierda defiende los intereses sociales, es decir, los intereses de la mayoría por encima del egoísmo individual. Esto es completamente acorde con el principio democrático, según el cual las decisiones se toman por mayoría. Pero esta primacía del interés social debe ser compatible con el respeto a las minorías y con el derecho de éstas a expresar su discrepancia. Además, debemos esforzarnos por hacer compatibles los legítimos derechos de cada persona a la persecución de sus propios intereses y su felicidad personal y la de los suyos, con el bienestar social general. Por ello, una actitud de izquierdas ha de ser radical en la defensa de la democracia y la libertad y en el respeto a los derechos humanos y a la dignidad de la persona humana.

         De manera semejante, si bien pudieran encontrar alguna justificación o incluso ser necesaria en casos extremos la lucha violenta selectiva contra regímenes opresores que no permitan otra posibilidad, la guerra de liberación contra una tiranía, la guerra defensiva en casos de agresión exterior o incluso la intervención humanitaria armada, en cambio son inadmisibles en una sociedad civilizada la violencia indiscriminada o el terrorismo como método de lucha. Igualmente, la guerra agresiva o las actitudes violentas en general son ampliamente rechazadas por la mayor parte de las personas “de buena voluntad”. La defensa de la paz implica una actitud de respeto hacia las personas y una voluntad de resolución de conflictos mediante el diálogo y la negociación y por métodos pacíficos y democráticos, y un rechazo a los que pretenden imponer las propias ideas por medio de la fuerza y la violencia, o a la utilización de éstas como método de lucha política en un estado democrático.

         Más aún, podríamos afirmar que una posición de izquierdas implica una actitud vital de lucha, de contestación, de rebeldía ante la injusticia y la opresión, y de solidaridad contra los que sufren y luchan contra dicha opresión, sea del tipo que sea. En cambio, yo calificaría como actitudes de derechas el egoísmo, la indiferencia, el conformismo, la apatía, el miedo a los cambios o el pasotismo. Por ejemplo, ante las rebeliones que estamos viviendo estos días contra los regímenes tiránicos de muchos países árabes, una actitud de izquierdas implicaría la esperanza y la alegría ante las conquistas de los pueblos que luchan por la libertad, aún siendo conscientes de los peligros potenciales que representan los islamistas radicales. En cambio, una actitud de derechas subrayaría y agrandaría los peligros, pondría el acento en las posibles consecuencias económicas negativas que tendrían los cambios para nosotros, y prefería el mantenimiento del status quo; o peor aún, mostraría su indiferencia y su desprecio lamentándose por el cierre temporal de las pirámides, como hizo un “famoso” hace poco tiempo.

         Una actitud de izquierdas implica una visión progresista de la sociedad, un reconocimiento de que la sociedad evoluciona positivamente gracias a la acción de los propios seres humanos, y un deseo de formar parte activa en los cambios y en el progreso. Una persona con una actitud progresista está abierta a los cambios, porque piensa que éstos siempre pueden aportar mejoras; acepta la crítica y le agrada el debate, en cuanto éste supone de acercamiento a las posiciones de los demás, aprendizaje, enriquecimiento y búsqueda de la verdad, y es leal a las decisiones colectivas tomadas por consenso o por procedimientos democráticos. En cambio, una actitud de derechas implica una visión estática del mundo como algo fijo, inmutable, en el que nada cambia si no es para peor; esta actitud, que podríamos calificar como conservadora, es la que se encuentra en tópicos del tipo “no hay nada nuevo bajo el sol”, “siempre ha habido pobres”, etc., o bien incluso reaccionaria, en forma de nostalgia del pasado, de intentos de volver hacia atrás, bajo aforismos como “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Los conservadores tienen una visión negativa del ser humano, intrínsicamente malo a causa de alguna falta o pecado original; tienen miedo a los cambios, porque ven en ellos inestabilidad; huyen de la crítica y rechazan el debate, no por la solidez de sus convicciones, sino porque éstas a menudo no son producto de una reflexión serena, sino que han sido adoptadas como dogmas, y, como efecto de su propia inseguridad, suelen adoptar actitudes autoritarias en sus relaciones con los demás.

         Muchas veces, esta actitud es únicamente una justificación para la defensa de privilegios de cualquier tipo, y muchas veces se encuentra en contradicción con la ideología externa o aparente: un burócrata de un estado autoritario podría calificarse de conservador o reaccionario, aun por encima de su proclamado izquierdismo.

         En este punto no puedo dejar de referirme a actitudes que yo califico de pseudoprogresistas, que consistirían en la defensa acrítica de clichés y tópicos aparentemente de izquierdas, como la oposición a la reforma laboral o a ciertas medidas de control del déficit, bajo el argumento del mantenimiento de las “conquistas sociales”. Cuando estas posturas son defendidas de manera honesta, pueden superarse mediante la crítica y el debate; pero cuando implican una defensa de ciertos privilegios por parte de unos sectores populares (los que tienen trabajo fijo, o los funcionarios) en detrimento o perjuicio de otros (los parados), deben desenmascararse también mediante los mismos métodos.

         Una actitud de izquierdas implica también la defensa de la igualdad de derechos y de oportunidades para todos los seres humanos, y la lucha contra la discriminación del tipo que sea. En particular, implica una defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres (que no significa, obviamente, identidad fisiológica o psicológica), la lucha contra las actitudes machistas y de dominación, contra el maltrato, y la defensa de la integridad de la mujer y de su libre derecho a decidir sobre lo que afecta a su propio cuerpo. Asimismo, implica un respeto a la libertad en la opción sexual de cada persona, y la defensa de la igualdad de derechos con independencia de dicha opción. En definitiva, una actitud de respeto hacia los seres humanos en general, y una defensa de la libertad, igualdad y colaboración en las relaciones entre los sexos y entre todas las personas independientemente de su sexo o de su opción sexual. Son, en cambio, incompatibles con los valores de la izquierda las actitudes de machismo, homofobia, elitismo, clasismo, defensa de privilegios de castas, de nobleza hereditaria, etc., o posiciones de extrema derecha como la xenofobia o el racismo.

         La izquierda tradicional se ha centrado históricamente en las reivindicaciones del movimiento obrero y ha prestado, hasta hace poco tiempo, escasa atención a otros movimientos sociales, como el feminismo, el ecologismo, la lucha por los derechos lingüísticos y nacionales, etc. Afortunadamente, esta deficiencia está en vías de ser superada. Una actitud de izquierdas implica, como ya hemos dicho, la lucha contra toda forma de injusticia, discriminación o opresión, sea del tipo que sea. Por tanto, la izquierda debe asumir como propias las reivindicaciones justas de dichos movimientos sociales que aún queden por conseguir, como el respeto al medio ambiente, el derecho de cada persona a expresarse y a recibir educación en la propia lengua, al acceso y disfrute de la propia cultura, y a no ser discriminado por cuestiones étnicas, nacionales, raciales, etc. Sin embargo, debo expresar mi critica amistosa ante ciertas actitudes que considero irracionales por parte de algunos miembros de dichos movimientos, como por ejemplo el intento de crear una ingeniería lingüística culpando erróneamente al lenguaje de la situación de discriminación de la mujer, de manera que se confunde el problema y se yerran, en mi opinión, los objetivos reales del movimiento. Igualmente, considero criticable la posición de ciertos grupos ecologistas contraria a la energía nuclear –tema sobre el cual es necesario abrir un debate clarificador–, la energía más barata y menos contaminante, con argumentos equivocados o demagógicos, etc. Asimismo, debemos denunciar actitudes claramente de derechas, como el nacionalismo dominante y excluyente.

         Otra cuestión que separa a la izquierda de muchos individuos de derechas es la opción sobre la forma de estado. Considero que la monarquía, como sistema mediante el cual una familia es portadora de la representación máxima del Estado y una persona ejerce el cargo de jefe del Estado por herencia, es un residuo del Antiguo Régimen anterior a la modernidad, totalmente incompatible con la idea de igualdad de derechos de todas las personas e incluso con la democracia. Por ello, la opción antimonárquica y republicana es consustancial con cualquier proyecto de izquierdas. Y esto es independiente de la valoración positiva o negativa que podamos hacer sobre la actuación concreta de un determinado rey o de cierto gobierno republicano en particular. Se trata de una idea general que la izquierda no puede perder de vista si no quiere perder su esencia.

         Un asunto conflictivo entre izquierda y derecha es, asimismo, el de la Iglesia y la religión. Considero que la opción religiosa es una decisión particular que atañe únicamente a la conciencia de cada uno, y que debe ser respetada. Si bien considero que el racionalismo, fruto de la Ilustración y de la revolución científico-técnica, es un valor positivo en sí mismo, y en mi opinión fe y razón son incompatibles, no pretendo que la racionalidad sea exclusiva de la izquierda o de los no creyentes. Pero creo que, por encima de la opción religiosa de cada uno, sí que es irrenunciable para la izquierda el laicismo, como separación de la Iglesia y el Estado, y la neutralidad de éste respecto a las distintas creencias religiosas, incluyendo la falta de creencias o ateísmo. Creo que son incompatibles con la izquierda, e incluso con el progreso y con la democracia, actitudes como el fundamentalismo religioso, en cuanto implica creencias contrarias al avance de las ciencias, sobre todo cuando pretenden imponerse como dogmas a la sociedad (como la persecución en ciertos lugares de los Estados Unidos respecto a la teoría de la evolución), o cuando intenta imponer al conjunto de la sociedad, por encima incluso de las decisiones del Parlamento, ciertas opiniones morales que derivan de la doctrina religiosa y deberían afectar sólo a sus fieles, como las que se refieren al aborto, la eutanasia, la reproducción, la moral sexual, etc. La Iglesia no puede pretender mantener el monopolio sobre cuestiones morales, como si no existiese una ética humanista de larga tradición. Si bien el proselitismo religioso es legítimo, como el de cualquier ideología no violenta y no contraria a las leyes, la Iglesia católica, ni ninguna otra institución, no debe aspirar a utilizar las instituciones del Estado para sus prácticas de adoctrinamiento, ni puede pretender cualquier privilegio respecto a otras creencias o a la falta de creencias, y además debe respetar, como cualquier otra persona o institución, las leyes emanadas de la soberanía popular y las mismas instituciones que encarnan esta soberanía. Por ello, considero que es propia de la izquierda la exigencia de llevar la separación de Iglesia y Estado también al ámbito de la financiación, pagándo a la Iglesa o a sus miembros por los servicios sociales que presten (asistencia, hospitales, etc.), pero exigiendo que la financiación de la institución la realicen sus propios creyentes y no caiga sobre los que no deseamos contribuir a ella. De paso, considero que esta exigencia de autofinanciación se debe extender también a otras instituciones privadas, como partidos, sindicatos y organizaciones empresariales, de forma que sus gastos sean costeados por sus propios militantes y no signifiquen una carga social más.

         Otra tradición irrenunciable de la izquierda es la de la defensa de los más débiles y la protección de los más necesitados. Sin embargo, dicha defensa, para ser eficaz, debe hacerse de manera racional, teniendo en cuenta los conocimientos de la ciencia económica y la experiencia acumulada en todo el mundo. Porque aquí debo insistir en algo que ya adelanté unos párrafos más atrás: muchas veces se defienden posiciones políticas que pretendidamente favorecen a las capas más desfavorecidas pero que cuando se analizan desde una óptica económica racional resulta que acaban perjudicando a los más necesitados; por ejemplo, en otra ocasión argumentaré como un aumento exagerado de los impuestos, y sobre todo de los impuestos sobre el capital, además de ser injusto, redunda en perjuicio de los trabajadores, puesto que atenta contra el ahorro y la inversión, y por tanto contra la productividad, que determina los salarios reales, y contra la creación de puestos de trabajo. Y a la inversa: la oposición de ciertos sectores de la izquierda a la tímida reforma laboral aprobada, y la negación de los sindicatos de abordar la reforma de la negociación colectiva, van en contra de los intereses de los trabajadores que buscan empleo y de los que tienen un empleo precario, y por ende, en contra de todos los trabajadores. Uno no puede dejar de sospechar que, aunque muchos sindicalistas y militantes de izquierda actúan de buena fe, las élites sindicales, que deberían estar bien informadas sobre los rudimentos de la economía en lo que afecta al mercado de trabajo y a las causas del paro, actúan más bien pensando únicamente en sus cotizantes, la mayoría de los cuales tienen trabajo fijo, o peor aún, pensando en la defensa de sus propios puestos en la estructura sindical, que quedaría mermada de contenido si se aprobase algo parecido a la negociación empresa por empresa.

         En este mismo sentido, no podemos olvidar que los países en que tomaron el poder aquéllos que pretendían ser los representantes de la “clase obrera” y de los trabajadores acabaron convertidos en dictaduras donde el poder era ejercido por una élite burocrática y donde precisamente los trabajadores sufrieron el hambre y la miseria, y después el anquilosamiento económico.

         Y, entonces, ¿qué hay que decir sobre el modelo económico, o sobre el modelo de sociedad en que vivimos? En otro tiempo, desde presupuestos marxistas, yo mismo consideraba que el capitalismo significaba necesariamente la explotación del proletariado, y en su forma imperialista, la explotación del Tercer Mundo; y aún muchas personas continúan opinando lo mismo. Ahora he comprendido que el marxismo, en cuanto a teoría económica, es una doctrina del siglo XIX completamente superada por el avance de los conocimientos. El marxismo ha sido criticado, desde el punto de vista filosófico, por filósofos de la ciencia tan relevantes como Karl Popper y Mario Bunge; desde el punto de vista de la teoría económica, fueron los economistas de la Escuela Austríaca, como Eugen von Böhm-Bawerk, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, los que refutaron la teoría de la plusvalía y la viabilidad económica del socialismo. Pero los partidarios del marxismo suelen ignorar o despreciar dichas críticas y continúan repitiendo las tesis de los “padres fundadores” como si nada hubiese sucedido, con lo cual las convierten en dogmas; si los marxistas desean que su visión filosófica y económica continúe teniendo alguna vigencia, deberían intentar contrarrestar dichas críticas refutándolas con argumentos si ello es posible, o asumiéndolas aunque sea parcialmente para tratar de conservar lo que pueda aún considerarse válido del marxismo.

         La crítica al modelo de sociedad, y por antonomasia, a la “sociedad capitalista”, o más aún, al “imperialismo”, parece haber sido consustancial al pensamiento de numerosos sectores de la izquierda. Incluso muchos de los ideólogos de la corriente socialdemócrata, que no se plantean, al menos inmediatamente, un cambio del modelo de sociedad, admiten el capitalismo y el mercado como un mal menor que debe ser siempre limitado, regulado y controlado, y mantienen una visión clasista, heredera del concepto marxista de “lucha de clases”, en que los obreros y los sindicatos siempre son objeto de santificación, mientras que los empresarios son siempre sospechosos de ser o convertirse en explotadores, y las “multinacionales” de cometer, por su misma naturaleza, las más graves tropelías. Pero, por desgracia, la alternativa real que históricamente ha existido frente al capitalismo –el socialismo en su forma comunista, es decir, la propiedad colectiva de los medios de producción y la planificación centralizada de la economía–, ha fracasado tanto teórica como prácticamente. Desde el punto de vista teórico, Von Mises, Hayek y otros economistas argumentaron que un sistema sin mercado no podría funcionar debido a la imposibilidad de formación objetiva de precios, de manera que sería imposible la correcta asignación de recursos; y un sistema en que la iniciativa empresarial o personal estuviese prohibida o fuertemente coartada y en que los incentivos individuales fuesen insuficientes o estuviesen prácticamente ausentes caería forzosamente en la burocratización autoritaria y en el anquilosamiento. Y en la práctica, el fracaso de los países del socialismo real ha venido a corroborar dichas críticas. Por ello, los partidarios del anticapitalismo, si desean mantener su crédito, deberían esforzarse por construir y describir de manera detallada una alternativa teóricamente viable que vaya más allá de una simple etiqueta para que podamos estudiarla y evaluarla.

         Por tanto, mientras no dispongamos de esta alternativa, una actitud de racionalidad, que no puede ser ajena a la izquierda, me impulsa a admitir que el capitalismo (caracterizado por la división del trabajo, la propiedad privada de los medios de producción, el ahorro, la inversión, la acumulación de capital y la libertad de mercado y de competencia) es el sistema al cual evoluciona la sociedad libre sin coacción externa, y es el modo de organización social que por ahora ha permitido los más altos grados de progreso, bienestar y democracia. Y sería deseable que las cotas de bienestar que ha originado en los países donde el capitalismo se originó se extendiesen a todos los países y a todos los ciudadanos del mundo. Esta aceptación implica también la exigencia del cumplimiento de la legalidad democráticamente decidida por la sociedad, y la denuncia y persecución de todo tipo de abusos, corrupción, marginación, injusticia o superexplotación allí donde se produzcan.

         Al mismo tiempo, una visión de izquierdas basada en los valores éticos que la caracterizan no puede ignorar que el capitalismo y el mercado no son perfectos, y que, por sí solos, pueden originar desequilibrios y fuertes desigualdades de las cuales en muchos casos no son responsables los que las padecen. Por tanto, el Estado debe reservarse un papel, que es reconocido por la mayor parte de los economistas, para asegurar la igualdad de derechos y de oportunidades y para reequilibrar los resultados del mercado por medio de impuestos eficientes y suministrando los servicios sociales necesarios, de manera que se asegure a todos los ciudadanos unos mínimos vitales que podrán ser mayores o menores en función de la riqueza de la sociedad en su conjunto y de la situación económica concreta. En particular, considero que el Estado debe garantizar unos servicios de calidad en cuestiones esenciales como educación y sanidad, de manera que se haga efectiva la igualdad de derechos y oportunidades de todos los ciudadanos, que forma parte de nuestros valores. Esta visión es la que corresponde a una definición de social-liberalismo y se encuadra dentro de una perspectiva de izquierdas, y se diferencia de otras corrientes liberales extremistas o fundamentalistas o incluso anarcocapitalistas, que podríamos calificar como de derechas, que pretenden minimizar o eliminar totalmente el papel del Estado.

         Considero, no obstante, que la intervención del Estado, a parte de la función reequilibradora mencionada, debe reducirse a los aspectos en que existe un consenso entre la mayoría de los economistas, para que pueda cumplir eficientemente sus tareas: proteger la vida, la integridad y los derechos de los ciudadanos; impartir justicia y hacer cumplir las leyes; asegurar la libre competencia; suministrar los bienes y servicios públicos que el mercado no ofrece en cantidad suficiente (ciertos servicios esenciales como la sanidad y la educación ya mencionadas, transportes públicos, apoyo a la ciencia básica, promoción de la cultura...); limitar las externalidades negativas (lucha contra la contaminación, etc.). Fuera de ello, pienso que el Estado debe dejar libertad a los individuos y a la iniciativa empresarial para organizar la economía, en el convencimiento, argumentable teóricamente y comprobado sobradamente en la práctica, de que la gestión privada de la misma, fuera de las áreas indicadas, aporta grados de eficiencia y eficacia mucho mayores que las que puede aportar el Estado. Un excesivo intervencionismo por parte del Estado anquilosa la economía y el desarrollo y es negativo para el bienestar económico de todos, e incluso puede provocar o acentuar las crisis. Igualmente, aún reconociendo que los impuestos son necesarios para que el Estado pueda cumplir sus funciones, deben tenerse en cuenta los efectos negativos de los mismos para el desarrollo económico general, tal como reconoce el consenso de los economistas, sobre todo en tiempos de crisis económica. Unos impuestos excesivos pueden llegar a paralizar la economía de un país, como ha llegado a comprobarse en ciertos lugares. Considero que el llamado estado de bienestar debe garantizar los servicios a que me he referido, que pueden llegar a ampliarse en su alcance en la medida en que la riqueza del país lo permita; sin embargo, un excesivo gasto público, por encima de las posibilidades reales de financiación, es una hipoteca para el desarrollo presente y para el bienestar de las generaciones futuras. En esto quizá se diferencia la concepción social-liberal que defiendo de otras corrientes dentro de la izquierda, como la socialdemocracia.

         Asimismo, pienso que el mercado, con las regulaciones que la sociedad democráticamente considere necesarias, aporta los mecanismos imprescindibles para la correcta valoración de los bienes y el eficiente funcionamiento de la economía. La libertad de empresa y la iniciativa empresarial forman parte irrenunciable de la racionalidad en la organización económica, y por tanto, el respeto al derecho de propiedad, incluyendo la propiedad privada de los medios de producción y de consumo, es una condición indispensable para el desarrollo y el progreso de la sociedad, y es indisociable de la libertad individual, puesto que aporta los incentivos necesarios, en forma de beneficios, para la acción humana, sin la cual es imposible dicho desarrollo. Esta propiedad privada, y los beneficios que ella genera, son una condición necesaria para el ahorro y la inversión, imprescindible para la acumulación de bienes de capital (industrias, fábricas, instalaciones...) que hace aumentar la productividad, y con ella, los salarios reales y el bienestar general de la sociedad. Asimismo, debe asegurarse la suficiente eficiencia en el mercado de trabajo para que las personas que carezcan de formación, deseos o medios para llevar a cabo la iniciativa empresarial puedan ejercer su derecho al trabajo en unas condiciones laborales y salariales dignas, de manera que se reduzca o se acabe con la lacra social del paro.

         Estas afirmaciones forman parte de los conocimientos elementales de cualquier estudiante de economía, y por tanto, una izquierda que pretenda asentarse en la realidad y intente dar soluciones a los problemas sociales reales no puede permitirse ignorarlas o despreciarlas; al contrario, deben incorporarse decididamente, con valentía y sin prejuicios al discurso y a los presupuestos ideológicos de una izquierda racional, si quiere ser realmente hegemónica en la sociedad. Debemos abandonar ya la idea errónea de que la economía es ideología, o de que “los economistas están al servicio del capital”, como afirmaba recientemente un destacado líder de la izquierda. Ciertamente, existe un componente ideológico en algunas decisiones económicas, como los tipos concretos que se fijan para los impuestos o las cantidades dedicadas a transferencias, subsidios o servicios sociales. Pero la economía es una ciencia madura, en la cual existe ya un cuerpo de conocimientos consolidado (por ejemplo, oferta y demanda, formación de precios, eficiencia del mercado, papel y efectos negativos de los impuestos, retribución de los factores de producción, modelos de competencia y monopolio, papel del Estado, beneficios del comercio, papel y funcionamiento del sistema financiero, funcionamiento del mercado de trabajo y causas del paro, modelos de crecimiento económico, papel del ahorro y de la inversión, necesidad de controlar el déficit y el gasto público...) que es necesario asumir. Como toda ciencia, la economía no es una ciencia acabada; existen aún temas abiertos y de controversia (por ejemplo, las causas de los ciclos económicos y la posibilidad de controlarlos); pero se trata de cuestiones puramente técnicas que transcienden la ideología. Como advierte Mario Bunge, no podemos pasar sin una ideología, pero al menos debemos adoptar una que esté inspirada en la ciencia y sea compatible con ella.

         Ciertamente, nuestro mundo no es perfecto, y nuestro modelo de sociedad siempre podrá ser perfeccionado. Debemos hacer viable y fortalecer el estado de bienestar, a fin de eliminar la pobreza y la marginación social. Y sobre todo, es necesario que el relativo bienestar de que disfrutamos en los países desarrollados se extienda a todos los países del mundo y a todos los seres humanos; hay todavía demasiados regímenes dictatoriales y tiránicos, demasiadas élites corruptas que subyugan a sus propios pueblos y los condenan al subdesarrollo. La izquierda aún tiene mucha tarea por hacer. Existen numerosas injusticias, ilegalidades, corrupción y arbitrariedades que es necesario denunciar y contra las cuales debemos luchar. Pero si queremos que esta lucha sea eficaz, debemos llevarla a cabo desde la racionalidad, desterrando viejas utopías estériles; debemos asumir aquello que todavía es válido de la aportación de Marx y otros intelectuales de la izquierda (como la ontología materialista y la epistemología realista), asumiendo un punto de vista científico y desechando dogmas que se han visto superados por el paso del tiempo.

         He intentado en estas líneas caracterizar lo que para mí significa la izquierda y he defendido, dentro de ella, mis opciones personales. No obstante, considero que existen otras concepciones posibles e igualmente legítimas dentro de la izquierda, y no pretendo que la mía sea la única visión aceptable. Existen otras formas de defender y de luchar por los mismos valores. Por ello, la izquierda siempre ha sido rica en matices, opiniones y corrientes. Sin embargo, existe una tradición de fragmentación autodestructiva que es necesario superar: a menudo, en el seno de la izquierda, cualquier diferencia de matiz, por ligera que sea, ha significado el enfrentamiento interno, la división, la escisión, la lucha fratricida, o incluso la liquidación física del disidente. ¿Ha de ser esto siempre así? ¿Por qué los que compartimos los mismos valores no podemos aspirar a la unidad organizativa o al menos electoral? En mi opinión, las diferencias dentro de la izquierda pueden y deben superarse por medio de la crítica racional y el debate sosegado. Aunque siempre existirán las diferencias de matices, estas diferencias pueden convivir sin autodestruirse. Por ello, considero un objetivo irrenunciable la lucha por la unidad de la izquierda, de toda la izquierda, de todos los que defienden los valores de la izquierda y de todos los que se consideran partidarios de la izquierda democrática, desde los liberales de izquierda hasta los que aún se consideran marxistas pero aceptan las vías democráticas y el estado de derecho. Ya es hora de que nos planteemos la superación de la brecha originada a partir de 1917, es decir, la separación histórica entre comunistas y socialdemócratas, y de que comprendamos que los que defienden nuestros mismos valores no son enemigos ni rivales, sino compañeros, aunque podamos no estar de acuerdo con ellos en todos los detalles. La idea de unidad de toda la izquierda puede verse hoy en día como una meta utópica, pero es un objetivo plenamente realizable al cual debemos aspirar.

         No quiero acabar mi disertación sobre la derecha y la izquierda sin subrayar aquello que debe unir a todos los seres humanos por encima de las ideologías: el respeto a las personas y el diálogo, la lucha por la paz, y el rechazo a las actitudes intolerantes, fanáticas y violentas.

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