La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

domingo, 27 de marzo de 2011

La frustrante dispersión en la izquierda

Ayer asistimos a una gran manifestación en Valencia. A las decenas de miles de asistentes nos unían muchas cosas: en primer lugar, un deseo de limpieza y honradez en la política, de gestión honesta, y una voluntad de cambio en un gobierno valenciano y en unas instituciones que consideramos que no satisfacen los intereses y las aspiraciones de la mayoría de los valencianos. Al mismo tiempo, estoy seguro que a la mayoría de los manifestantes nos unían unos valores de progreso, deseo de justicia, libertad e igualdad que yo considero patrimonio de la izquierda y que inspiran el contenido de este blog.

Sin embargo, una especie de fatalismo unía también a los manifestantes: casi todos éramos conscientes de que Camps, o quienquiera que el PP presente como candidato, ganará las elecciones autonómicas valencianas, y si un milagro no lo impide, la derecha ganará también las generales del año que viene. Y ello a pesar de las afirmaciones de la lectora del manifiesto final: la mayoría de los valencianos (y yo añadiría, de los españoles, por lo que se refiere a las generales) no desea que Camps continúe de presidente (o que gane la derecha). Si sumásemos todos los votos de los partidos de izquierda, y las numerosas personas de izquierdas que están pensando en abstenerse, lograríamos la mayoría. ¿Qué es lo que sucede, pues?

La respuesta es obvia. La derecha, desde hace años, tiene la lección bien aprendida: se presenta unida en una única opción política y electoral: extrema derecha, derecha pura, centro derecha, conservadores, neoconservadores, liberales de derecha, derecha fascista o derecha democrática, derecha clerical o laica, valencianistas de derecha o españolistas de derecha. Es igual; a ellos no les importan los matices: todos unidos, salvando alguna excepción pintoresca que siempre aparece, sin ninguna posibilidad. Concentración del voto, unidad que garantiza el triunfo.

Y ahora, contemplemos el triste panorama de la izquierda. En la izquierda siempre han abundado las ideas. Es lógico. Desde la izquierda no estamos conformes con lo que vemos; siempre aspiramos a cambiar, a mejorar, ya sea de tipo de sociedad, de modelo, de gobierno, de “forma de hacer política”... El problema es que cada uno tenemos nuestro “problema particular” que consideramos prioritario y que debe anteponerse a todo lo demás, y cada uno tenemos nuestro proyecto, nuestra particular cosmovisión que pretendemos imponer por encima de toda consideración: los “pacifistas” serán capaces de exhibir pancartas y lanzar consignas ajenas al espíritu unitario de la manifestación; los “ecologistas” nos hablarán de los grandes males del planeta y de la necesidad de cambiar nuestros hábitos de consumo, como si ello fuera tan fácil de conseguir a escala masiva; los “sindicalistas” se preocuparán por conservar o mejorar su salario, por encima de cualquier consideración sobre los problemas globales; las/los “feministas” insistirán en el carácter machista del lenguaje, y propondrán sofisticadas alteraciones de la lengua natural que no afectan en nada a los problemas reales de las mujeres; los “nacionalistas” se reunirán y se relacionarán preferentemente con los que hablan exclusivamente su lengua, aun por encima de la ideología; los socialistas no se conformarán con ser la fuerza mayoritaria de la izquierda, sino que aspiran a convertirse en fuerza única, en la “casa común”; los “anticapitalistas” nos dirán que es necesario un cambio de modelo de sociedad, aunque no acierten a definir cuál es ese modelo; los “comunistas” seguirán defendiendo sus teorías, a pesar del descrédito teórico e histórico.

Pero resulta que la pluralidad de ideas y propuestas es, en sí misma, enriquecedora. En la izquierda, todos somos pacifistas, en cuanto estamos en contra de las guerras de agresión y de la violencia como método de resolver los conflictos; todos somos ecologistas, porque nos preocupamos por el medio ambiente y por la conservación de la biodiversidad; todos somos sindicalistas, pues aspiramos a mejorar nuestras condiciones de vida y de trabajo; todos somos feministas, porque aspiramos a la completa igualdad de derechos y oportunidades de todos los seres humanos. E incluso, y aunque muchos no nos definamos así, todos compartimos algo con los nacionalistas, porque defendemos los derechos de todas las personas a expresarse en su lengua y a disfrutar de su cultura; todos tenemos algo de socialistas y de comunistas, porque a todos nos importa el interés social y el bien común, y todos tenemos algo de anticapitalistas y de antisistema, porque no nos gusta el “sistema” tal como funciona, creemos que el Estado debe intervenir para corregir las deficiencias, luchamos contra todo tipo de abusos, injusticias y corrupción y aspiramos a mejorar las condiciones de vida de toda la humanidad. Todos tenemos derecho a defender nuestras opiniones, nuestros proyectos, nuestras ideas o nuestros matices, y yo mismo lo he hecho y lo haré en este blog, donde defiendo a veces posturas que son demasiado “poco convencionales” entre la izquierda.

Pero el problema surge cuando todos estos “ismos” e “istas” se estructuran en familias, opciones, corrientes o partidos que se convierten en incompatibles unos con otros. El problema surge cuando los “pacifistas” intentan capitalizar la manifestación unitaria y la abandonan cuando comprueban que no podrán hacerlo; cuando los “ecologistas”, sin hacer ningún cálculo económico, miran con odio a los que defienden de buena fe la necesidad de la energía nuclear (con todas las precauciones, incrementos de medidas de seguridad que hagan falta) mientras no exista una opción realista alternativa; cuando los “sindicalistas” llaman traidor y vendido a los mercados y al capital al mismo gobierno al que votaron y probablemente volverán a votar, por el hecho de impulsar unas medidas necesarias para salir de la crisis; cuando algunas “feministas” afirman sin rubor que todos los hombres son unos violadores potenciales; cuando los “nacionalistas” consideran traidor a aquél que, aunque sea ocasionalmente, habla o escribe en la lengua del “imperio”; cuando los “socialistas” aspiran a absorber y a eliminar a todas las fuerzas de izquierda imponiendo una ley electoral arbitraria e injusta; cuando los “comunistas” intentan hegemonizar las organizaciones en que participan; cuando los “antisistema” miran con desprecio a todos los demás como si éstos formaran parte integrante de un mecanismo diabólico al que odian. El problema de la pluralidad de ideas surge cuando sólo sirven para la división y el enfrentamiento, cuando, en lugar de enriquecedoras, se convierten en empobrecedoras y esterilizadoras.

Y entiéndaseme bien. No estoy afirmando que todos los pacifistas, ecologistas, anticapitalistas, sindicalistas, feministas, nacionalistas, antisistema, caigan en todo momento y en todo lugar en los excesos reseñados. Pero debemos reconocer que existe en la izquierda una tendencia esterilizadora a la dispersión, a la desunión, al sectarismo, al enfrentamiento, a subrayar las diferencias, a la escisión, al enfrentamiento fratricida. Aquí nadie es puro: yo mismo he estado enfermo de algunos de estos “ismos”, y he caído y caigo constantemente en algunos de estos defectos; todos debemos de hacer autocrítica y estar vigilantes.

Miremos el panorama político: ante la acaparadora unidad de la derecha, ¿qué ofrece la izquierda a la sociedad? Una multiplicidad de opciones, de partidos, frecuentemente enfrentados entre sí, cada uno de los cuales se considera como “el Partido”, el único válido y casi el único existente. Hace pocos días, una militante de un partido creado hace menos de cuatro años, producto de uno de estos enfrentamientos de que hablaba, y sin apenas posibilidades de conseguir representación, intentaba convencerme nada menos que de que ellos son la auténtica opción de la izquierda para el siglo XXI; patético y triste a la vez. Y en el interior de cada partido, o para los propios votantes, nunca nos convencen nuestros líderes; siempre estamos en desacuerdo en algo. En mis largos años de militancia política, hemos malgastado –yo y todos mis camaradas– mucho más tiempo en discusiones y enfrentamientos internos que en intentar difundir nuestras ideas a la sociedad.

Creo que, como siempre, me he extendido mucho más de lo que quería. Sólo pretendía esbozar una reflexión, y al mismo tiempo un deseo. ¿No es posible que toda la pluralidad de ideas y proyectos se convierta en convergente, y no en divergente? ¿No es posible exponer nuestras preocupaciones y aspiraciones, y defender nuestros proyectos, desde una perspectiva unitaria y no disgregadora? ¿No es posible que consideremos a nuestro compañero de la manifestación de ayer como eso mismo, como un compañero con el que compartimos los mismos valores? ¿No es posible dilucidar nuestras diferencias mediante un debate enriquecedor y no frustrante, escuchando serenamente los argumentos de los demás, aceptándolos cuando los consideremos válidos o rebatiéndolos con otros argumentos y no con gritos o con descalificaciones, atendiendo a las cuestiones técnicas aunque nos parezcan complicadas, escuchando a los expertos cuando sea necesario? ¿No es posible, en fin, la unidad organizativa, o al menos electoral, de la izquierda, en que cada uno pueda exponer y defender sus opiniones pero acepte las decisiones de la mayoría, donde cada corriente u opción participe y tenga representación en la medida de su implantación, de manera integradora, sin que ninguna opción o partido actual pretenda imponerse o absorber a los demás? Estoy seguro de que sí que es posible. En nuestras manos está conseguirlo, y de ello depende nuestro futuro y el futuro de toda la sociedad.

viernes, 25 de marzo de 2011

Los argumentos en contra de la intervención en Libia

Hace pocos días publiqué una entrada en que argumentaba a favor de la intervención armada internacional en Libia, que consideraba necesaria a fin de evitar una masacre inminente del régimen de Gadafi sobre la población civil. Como uno podía imaginarse, no ha habido unanimidad social en la necesidad de esta intervención. Se trata de un tema que me preocupa especialmente por dos motivos: uno, por la intrínseca gravedad del asunto (al fin y al cabo, se trata de una guerra); el segundo, porque es un tema que divide profundamente a la izquierda. Considero necesario abandonar cualquier tentación de descalificación de la opinión contraria: ni los que estamos a favor somos unos aliados de los imperialistas asesinos, ni los que están en contra son unos ingenuos antisistema. Por ello, creo que debemos intentar escuchar y entender los argumentos de los que defienden la opción contraria otorgándoles un crédito previo de legitimidad aunque no coincidamos con ellos; y eso es lo que he intentado hacer en el presente escrito. Creo que únicamente atendiendo a las razones se pueden llegar a comprender las opiniones diferentes, y aunque no siempre sea posible un acuerdo, esto nos ayuda a superar los enfrentamientos entre personas y organizaciones que defienden los mismos valores, subrayando lo que nos une y no lo que nos separa.

El principal argumento contrario a la intervención hace referencia a una ideología pacifista esencialista, que se opondría a todas las guerras como principio general, y más aún, incluso a la existencia de los ejércitos. He de decir que coincido con el espíritu de esta actitud y con el deseo profundamente humano que la inspira, y considero que la defensa de la paz es uno de los valores de la izquierda que inspiran este blog. Por ello, condenamos las guerras de agresión, de conquista o de rapiña, y en general cualquier tipo de inicio del uso de la fuerza entre personas, comunidades o estados. Sin embargo, no puedo coincidir en la visión esencialista del pacifismo, que se opone al uso de la fuerza en general. Por desgracia, existen en el género humano actitudes agresivas contra las cuales es necesario luchar o defenderse, siempre utilizando medios proporcionados con respecto a la agresión. Sin esta lucha, los violentos siempre triunfarían, siempre acapararían el poder, y la vida humana sería un infierno. Una actitud pacifista esencialista sería comparable a la pasividad ante una agresión a una persona, sobre todo cuando tenemos medios para impedirla.

Otro de los argumentos en contra de la intervención es la posibilidad de víctimas civiles inocentes. Es una obligación de los mandos militares utilizar todos los medios a su alcance para evitarlas, limitándose estrictamente a objetivos puramente militares. Y en este sentido, y a pesar de la torpe propaganda del régimen de Gadafi, al menos hasta el momento no se tiene constancia de víctimas civiles a causa de la intervención; las únicas víctimas civiles (o la inmensa mayoría) son las provocadas por los bombardeos aéreos y de la artillería de Gadafi, que es precisamente lo que la intervención pretende impedir. Pero la posibilidad de provocar víctimas civiles es algo que a todos nos horroriza, y que en una guerra no se puede descartar totalmente. Sin embargo, a veces es necesario elegir entre un mal posible y otro mal cierto e infinitamente superior, como es el bombardeo premeditado de civiles por parte del régimen de Gadafi y la matanza anunciada a bombo y platillo por la familia Gadafi si hubieran entrado en Bengasi.

Un argumento que me sorprende, como ya indique en mi anterior escrito, es el de la posibilidad de negociación. Sinceramente creo que esta posibilidad no existía, pues Gadafi se negó desde el primer día incluso a cualquier tipo de reformas. Y mucho menos existía tal posibilidad con el ejército de mercenarios a las puertas de Bengasi. No insistiré mucho en ello. Simplemente lo compararé con la posibilidad de aconsejar a una mujer víctima de la violencia de género, o a cualquier otra persona agredida y quizá a punto de ser asesinada por su verdugo, que negocie con él, en lugar de intentar socorrerla.

Se ha argumentado también que no se han agotado todas las posibilidades de salida pacífica, por ejemplo estableciendo canales para que los libios pudieran huir. Francamente, no creo que fuese posible la huida en masa de la mayor parte de la población de la Libia oriental bajo los bombardeos de Gadafi sin que se produjese una carnicería, y de todas formas la posibilidad de una vida incierta de destierro en campos de refugiados para una cantidad ingente de personas, que sin duda se hubiese producido si Gadafi hubiese consumado su victoria, no creo que sea una alternativa digna ni siquiera de considerar.

En todo caso, hay que recordar que no ha sido la coalición internacional la que ha iniciado o ha provocado la guerra, ni esta intervención va a provocar, según es previsible, desplazamientos o flujo masivo de refugiados; este flujo masivo ya se había producido al comienzo de los ataques de Gadafi a la población. La guerra ha sido provocada por la negativa de la familia Gadafi a atender las aspiraciones de su pueblo de libertad y democracia. La intervención internacional sólo se ha producido para evitar que en la guerra ya comenzada se incrementase exponencialmente el número de víctimas y refugiados.

Otro elemento argumentativo esgrimido es la comparación con otras guerras o con otras intervenciones militares: los que estábamos en contra de la guerra de Iraq deberíamos estar, por coherencia, en contra de esta intervención. Pero creo que es evidente para todos que la situación es totalmente diferente: en Iraq no había un bando rebelde que aplaude y agradece la intervención internacional como salvadora, ni había una población que, en ese momento, estaba siendo masacrada, a pesar del historial dictatorial y genocida en el pasado del régimen de Sadam Husein. Además, en Iraq no hubo resolución de las Naciones Unidas, los principales países europeos democráticos estaban en contra, y los argumentos para la intervención estaban basados en suposiciones dudosas que después se comprobó que eran burdas mentiras.

Ciertamente, los que se oponen a la intervención tienen razón en argumentar que existen otros lugares en que se producen injusticias y masacres, que quizá merecerían también una actuación similar: ¿porqué en Libia sí y en otros lugares no? Pero esto no me parece  un argumento suficientemente sólido contra esta intervención en concreto. En primer lugar, porque cada situación es diferente, y difícilmente existe en la actualidad una situación comparable en cuanto a masacre perpetrada a la población civil e inminencia de una matanza todavía mayor. En segundo lugar, porque, a pesar de las deficiencias de las Naciones Unidas como depositario de la legalidad internacional que ya señalé en mi escrito anterior, era necesaria una resolución de esta organización que sólo se produjo tras semanas de difícil negociación, o al menos se requiere un acuerdo generalizado entre los países democráticos para poder legitimar una intervención militar. No puede haber una potencia, ni siquiera un grupo reducido de países, que ejerza el papel de policía universal por su cuenta y riesgo. Argumentar que como no se puede intervenir en todos los casos en que sería necesario tampoco se debe intervenir en éste sería equivalente a que un equipo de bomberos que es solicitado a causa de diversos incendios en una ciudad se negase a apagar el más importante o cercano porque no puede acudir a apagarlos todos.

Un argumento repetido es que se trata de una agresión imperialista, motivada por la existencia de petróleo. La palabra “imperialista” es tan polisémica que al final no significa nada en concreto, al menos en este caso. Es obvio que no se trata de una guerra que tenga como objetivo imponer ningún régimen político ni económico, ni es una guerra de Occidente contra Oriente (la participación de algunos países árabes, además del acuerdo final con Turquía lo confirma). En la intervención tienen un mayor papel las democracias europeas que los Estados Unidos, que ya han anunciado su voluntad de ser un país más en la coalición. En cuanto al petróleo, ya existían acuerdos firmados con el régimen de Gadafi, que no creo que se vean modificados si los rebeldes llegan al poder. Quien realmente estaba robando el petróleo a los libios es el régimen actual, como demuestra el enriquecimiento personal de la propia familia Gadafi. Se ha llegado a apelar a la "solidaridad con el pueblo libio", cuando esta solidaridad nos exige precisamente acudir en su ayuda y defenderlo contra el genocida.

Tampoco creo que sea argumento suficiente la queja, en parte justificada, de que los mismos que han vendido armas a Gadafi y han negociado con él son los que ahora le atacan. Gadafi, después de un pasado turbulento y terrorista (recordemos el ataque contra el avión tripulado de la Lockerbie), había recuperado cierta credibilidad por su acercamiento a Occidente y por su persecución contra los terroristas a partir del 11 de septiembre de 2001. Ciertamente, continuaba siendo un dictador y un sátrapa; pero ha sido desde hace unas semanas cuando, a partir de las manifestaciones y protestas de la oposición, ha comenzado a atacar con armas de fuego a los manifestantes y a bombardear a su propia población. Luego la justificación para la intervencíón es reciente, y la situación es completamente distinta a la de años anteriores, sin que ello justifique la complacencia acostumbrada de los gobiernos occidentales respecto a regímenes dictatoriales por intereses comerciales o de otro tipo.

En cuanto a la falta de confianza en la fiabilidad del bando rebelde, creo que ésta puede estar justificada, pero ello no es motivo suficiente para no intervenir. El hecho de que la víctima no sea una santa (o un santo) no puede ser justificante para no impedir una agresión si podemos evitarla.

En definitiva, creo que los argumentos a favor de la intervención superan a los argumentos en contra. Efectivamente, la intervención ha evitado, con costes civiles nulos o mínimos, una masacre que sin duda se habría producido si las tropas de Gadafi llegan a entrar en Bengasi o en Misrata, y ha lanzado una señal inequívoca a los tiranos de todo el mundo de que sus fechorías no siempre quedarán impunes. Sin embargo, creo que ambas posturas son comprensibles, y desearía que este tema no sirva para atizar los enfrentamientos y profundizar aún más la división de una izquierda ya suficientemente desgarrada, ni para descalificar a ninguna fuerza de izquierdas por haber adoptado una u otra postura.

lunes, 21 de marzo de 2011

Carta oportuna y tranquilizadora

Una carta muy oportuna y tranquilizadora de un ingeniero nuclear, jefe de sala de una central nuclear española: http://amazings.es/2011/03/21/carta-de-un-ingeniero-nuclear-espanol/

domingo, 20 de marzo de 2011

Inauguración de dos nuevos blogs

Estimados amigos: he iniciado los blogs “Los valores de la ciencia” y “Los valores de la cultura”, como anexos a este blog “Los valores de la izquierda”, a fin de ir publicando en aquéllos los escritos correspondientes, respectivamente, a temas científicos y a temas culturales, literarios, etc., y dejar éste último sólo para temas políticos y político-económicos.

sábado, 19 de marzo de 2011

¿Es necesaria la intervención armada en Libia?

No me andaré con rodeos. Por supuesto que sí. Y ahora intentaré explicar por qué yo lo considero así.

En mi escrito “Qué significa para mí ser de izquierdas” yo defendía la idea de que una posición de izquierdas implica una defensa radical y sin concesiones de determinados valores, entre los cuales se encuentra la paz; si nos atenemos a esto, sería plausible una actitud “pacifista” que condenara cualquier intervención militar. Sin embargo, a veces existe un conflicto entre valores; por ejemplo, también mencionaba como valores irrenunciables la defensa de la libertad, la solidaridad, la justicia y la defensa de los más débiles y la lucha contra la injusticia, la opresión y los privilegios. Y éste es un caso claro en que todos estos principios se oponen a la actitud pacifista ingenua, que simplemente permitiría a un tirano continuar masacrando impunemente a su propia población. En aquel mismo escrito preveía que podría tener justificación “la guerra de liberación contra una tiranía”, y “la intervención humanitaria armada”; la primera excepción justifica la lucha de los “rebeldes” contra la familia Gadafi, mientras que la segunda hace necesaria la intervención armada de la comunidad internacional contra él.

Porque las atrocidades de la familia Gadafi en contra de la civilización y en contra de su pueblo no admiten atenuantes. No se trata de hacer inventario de sus acciones bárbaras, que están ya escritas para la historia y por las cuales tendrán que dar cuentas ante los tribunales internacionales. Bástenos recordar sus amenazas de los últimos días, cuando, viéndose ya como triunfadores, afirmaban que entrarían en Bengasi “como Franco en Madrid”, que no tendrían piedad con los opositores, a los que liquidarían registrando “casa por casa”. Sin ninguna duda, una actitud abstencionista de la comunidad de países democráticos hubiera permitido a los verdugos realizar un auténtico baño de sangre entre la población, y hubiera acabado con las esperanzas de democracia y libertad, no sólo en Libia, sino en muchos otros países árabes o de otras partes del mundo. Desde luego, muchas voces ya se alzaban preguntándose qué hacía la comunidad internacional ante tantas barbaridades, y cómo podíamos dejar solos en su lucha a los que se habían atrevido a alzarse contra los tiranos.

Lo único de que podemos lamentarnos es de si la intervención llega ya demasiado tarde. Esperemos que no. Pero aquí no puedo menos que lamentar la estructura de la llamada “legalidad internacional”, configurada en torno a unas Naciones Unidas sometidas a la espada de Damocles del veto de ciertos países, entre los cuales algunos no democráticos, como China (dictadura feroz heredera directa de una de las tiranías más atroces y sanguinarias de la historia) y Rusia (con severas limitaciones en su funcionamiento democrático). Estas limitaciones han retrasado en demasía una resolución que debería haberse tomado hace semanas. Para mí, hubiese tenido igual legitimidad una decisión de la comunidad de países democráticos, aún sin el placet de dictaduras que tienen un máximo interés en la doctrina del “respeto a los asuntos internos de cada país”.

Alguien podría preguntar por qué en Libia, y no en otros lugares. Desde luego, la decisión de intervención en Libia, aun con las limitaciones que la misma comunidad internacional se ha autoimpuesto, es una señal clara a todos los tiranos del mundo de que no pueden masacrar impunemente a sus ciudadanos, que existe una comunidad internacional que, con todos sus problemas y limitaciones, no va a permitir cualquier atrocidad; la resolución es una bocanada de aire fresco para todos los que luchan por la libertad.

Y acabaré en un terreno en el que no me gustaría entrar, pero que no me es posible eludir. Al planear las ideas directrices de este blog (v. “Inauguración del blog Los valores de la izquierda”, me había propuesto criticar una serie de tópicos que, en mi opinión “debilitan la fuerza de la izquierda y dificultan la consecución de sus objetivos”. Pero pretendía hacerlo desde una perspectiva global de unidad de la izquierda, sin atacar directamente a ninguna de las corrientes o partidos que la conforman. Pero en esta ocasión no puedo evitar adoptar una actitud crítica ante la postura adoptada por Izquierda Unida en contra de la decisión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En un comunicado de fecha 18 de marzo, se afirma que “Izquierda Unida considera que la resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas dificulta gravemente el alcance de un alto al fuego en Libia y se reafirma en contra de cualquier intervención militar extranjera en el país”. Uno no puede más que preguntarse si Izquierda Unida sintoniza los mismos noticieros que el resto del mundo. ¿A qué “alto al fuego” se refieren? ¿Es que piensan que Gadafi estaba dispuesto a algún alto el fuego antes de la resolución? ¿Es que los compañeros de Izquierda Unida no oyeron las amenazas de hace dos días de la familia Gadafi? El eurodiputado Willy Meyer se opone a la resolución porque "da luz verde a una respuesta militar a la crisis en Libia" e insiste en la necesidad de "alcanzar una solución pacífica", proponiendo como solución "la presión político-diplomática para emplazar a las partes a un alto al fuego verificable con presencia de observadores internacionales y a que se establezca un calendario para unas elecciones que permitan al pueblo libio el ejercicio de su autodeterminación”. Ante estos cándidos deseos, uno no puede menos que quedar perplejo, preguntándose si estamos hablando del mismo país y del mismo conflicto. Desde luego, cualquier persona con dos dedos de frente y mínimamente informada sabe que las piadosas propuestas del compañero Meyer surtirían el mismo efecto que los rezos de una monjita ante el hacha de un verdugo ya levantada sobre el cuello de su víctima.

No nos llamemos a engaño. Estamos ante una guerra de aniquilación emprendida por la familia Gadafi contra las aspiraciones de su pueblo a la libertad. El principio de solidaridad en la lucha contra la opresión nos impone una intervención armada. Y debemos asumir que posiblemente habrá víctimas inocentes y bajas entre nuestras propias fuerzas; el deber del mando militar es minimizarlas. Pero no podemos esconder, bajo la excusa de un pacifismo iluso, una actitud de indiferencia que indudablemente permitiría al tirano –y a otros tiranos semejantes– perpetrar una masacre infinitamente superior. Aún estamos a tiempo de impedirlo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Comentario sobre “Y Fukushima no resistió”, del blog “La pizarra de Yuri”



Os recomiendo el artículo "Y Fukushima no resistió” (http://www.lapizarradeyuri.com/2011/03/16/y-fukushima-no-resistio/), del blog “La pizarra de Yuri”, un artículo muy sensato e interesante sobre la crisis en la central nuclear de Fukushima.

Cuando te caes, te levantas, compruebas el daño que te has hecho o que has podido hacer a los otros, si es necesario pides disculpas y asumes tus responsabilidades, aprendes para no volver a caerte y sigues adelante. Pero no puedes negar que te has caído.
 
Como el propio autor del artículo que comento (que tiene muchos más conocimientos e información sobre el tema que yo), también yo fui demasiado optimista en mi escrito de hace un par de días sobre las dimensiones y consecuencias del accidente de Fukushima. Sin alcanzar, al menos todavía, las dimensiones “apocalípticas” que anunciaban ayer las declaraciones de algún político irresponsable y numerosas portadas de periódico, el accidente es mucho más serio de lo que muchos pensábamos; la catástrofe, que yo consideraba tan improbable, ha sucedido. Las informaciones de los últimos dos días son mucho más graves y preocupantes que lo que muchos pretendíamos y deseábamos, y sólo nos queda confiar en la pericia de los héroes que, cumpliendo con su trabajo de la manera más eficiente que pueden, están intentando paliar el desastre. Vaya por delante mi solidaridad y mi homenaje hacia ellos.
 
Escribí mi entrada de hace dos días con la información de que disponía y de buena fe, porque pensaba que era necesario compensar ciertas declaraciones que consideraba –y considero– demagógicas, a fin de romper una lanza a favor del uso pacífico de un tipo de energía de la que creo que no podemos prescindir, al menos de momento. No es hora en estos momentos de insistir en este tema; ya habrá tiempo de hacer balance y de sacar las conclusiones pertinentes. Considero que la mayor parte de lo que escribí hace dos días sigue siendo válido. Pero me equivoqué en el excesivo optimismo, y por ello pido disculpas. Quien expresa sus opiniones corre el riesgo de equivocarse.

lunes, 14 de marzo de 2011

A favor de las centrales nucleares

Podría esperar tranquilamente unos días hasta que “escampe” y se normalice la situación, pero las declaraciones y decisiones, en mi opinión irresponsables y oportunistas, de ciertos líderes políticos y de ciertas organizaciones autoproclamadas como ecologistas, y las informaciones contradictorias y confusas de ciertos medios de comunicación, me impulsan a no permanecer callado y a reiterar mi opinión favorable al uso pacífico de la energía nuclear, y más concretamente, a las centrales nucleares, como la fuente de energía más barata, segura, limpia y respetuosa con el medio ambiente, y la única que puede asegurar, ante la inminente escasez y alto precio del petróleo y ante la necesidad de luchar contra el eventual calentamiento climático, las necesidades energéticas que aseguren nuestro desarrollo y lo hagan extensivo al conjunto de la humanidad.

Los incidentes ocurridos estos días en algunas centrales nucleares japonesas a partir del desastroso terremoto y posterior tsunami han reavivado los debates sobre el uso pacífico de la energía nuclear y sobre la seguridad de nuestras centrales. Es normal que los ciudadanos se sientan inquietos ante las confusas noticias y ante la desinformación existente sobre el tema. Pero los antinucleares han aprovechado para llevar el agua a su molino destacando los peligros potenciales en tono apocalíptico. Ante todo ello, encuentro necesario recordar algunos hechos obvios.

En primer lugar, la energía nuclear ha sido un elemento consustancial al desarrollo del Japón, como al de muchos otros países, en las últimas décadas. Este desarrollo ha posibilitado que el país se encontrase preparado para hacer frente, con un número mínimo de víctimas, a la peor catástrofe de su historia y a una de las más grandes que recuerda la humanidad entera. Sin energía nuclear, este nivel de desarrollo hubiera sido imposible, y el número de víctimas habría sido incomparablemente superior, como por desgracia ocurrió hace poco en Indonesia, Haití, etc. Podemos decir con propiedad que la energía nuclear y el desarrollo consiguiente han salvado una cantidad ingente de vidas humanas.

En segundo lugar, es necesario destacar que, a pesar de la gravedad de los incidentes, las medidas de seguridad de las centrales han impedido que se haya producido ningún desastre que afecte a la salud de las personas o al medio ambiente. Las numerosas centrales nucleares de la zona resistieron perfectamente un terremoto de características excepcionales; los reactores se pararon automáticamente, y se pusieron en marcha los mecanismos de refrigeración previstos. Únicamente la posterior llegada de un tsunami de dimensiones desconocidas hasta entonces hizo que fallaran en unos pocos reactores los sistemas de refrigeración. Pero la eficiente actuación de los técnicos nucleares y de las autoridades, evacuando de manera preventiva a la población, ha impedido males mayores. En todo caso, y a pesar de la posible fusión parcial del núcleo de los reactores, aún no confirmada, la vasija y los edificios de contención han cumplido eficientemente con su misión de contener la radioactividad. Desde luego, las posibilidades de que ocurra una catástrofe aún no son nulas, de la misma forma que no es nula la posibilidad de que mañana o el mes que viene un gran meteorito choque con la Tierra, o de que estalle de repente una supernova tan próxima a la Tierra como para que acabe la vida en ella. Pero me parece completamente irresponsable alarmar por ello a la población, o hacer similitudes o recordar la catástrofe de Chernóbil, donde entre otras cosas, no había ni siquiera edificios de contención.

Hay que señalar que en nuestro país y en los de nuestro entorno, en las proximidades de las centrales nucleares no existe un riesgo de terremotos, y menos aún de tsunamis, de características similares a lo ocurrido en el Japón, y que nuestras centrales cuentan con medidas de seguridad similares y homologadas por la comunidad científica y técnica internacional. No obstante, de cada accidente se aprende; no nos quepa ninguna duda de que los técnicos analizarán minuciosamente lo ocurrido y sacarán las consecuencias necesarias para incrementar aún más las medidas de seguridad.

Debo recordar, finalmente, que la opción por las centrales nucleares no es una cuestión de izquierdas ni de derechas, pero sí que es un valor de izquierdas la racionalidad y la denuncia del oscurantismo y de la demagogia. Existen muchas personas de izquierdas que mantenemos una opinión favorable a la energía nuclear, y me atrevería a decir que esta opinión es mayoritaria entre los especialistas. Pero lamentablemente, las organizaciones de izquierda, mayoritariamente, se han dejado llevar desde hace muchos años por la opción populista fácil de oposición a las centrales nucleares, arrastrada desde hace más de treinta años, cuando oponerse a las centrales era casi un elemento más de la oposición a la dictadura, y cuando la seguridad de las centrales no tenía nada que ver con la que ahora existe. Es hora ya de revisar esta postura arcaica, en mi opinión absurda, si es que no queremos vernos arrastrados por el “tsunami” de la derecha.

viernes, 11 de marzo de 2011

El problema del paro

(A veces, es duro reconocer que dos más dos son cuatro, y no cuatro y medio, como desearíamos. Pero la única manera de intentar resolver los problemas es afrontarlos con decisión, con valentía y sin prejuicios.)

Supongamos que no existiese el paro. En ese caso, los trabajadores no tendrían ningún temor a ser despedidos, pues encontrarían rápidamente un empleo similar. Igualmente, siempre estarían en disposición de buscar un trabajo mejor remunerado de acuerdo con su formación y capacidades. Desde luego, la calidad de vida de los trabajadores aumentaría en un alto grado, pues no existiría la espada de Damocles del desempleo y el temor de quedarse sin trabajo, con los problemas de marginación y pobreza que ello conlleva. Sin paro, se eliminaría de repente el drama de millones de familias o de jóvenes actualmente sin trabajo. Por otra parte, la cantidad de bienes producidos por la sociedad aumentaría, ya que habría más gente trabajando; con ello, el precio (en términos reales) de los bienes y servicios disminuiría. Además, el Estado se ahorraría las subvenciones por desempleo, con lo cual podría disminuir los impuestos, con el consiguiente aumento del ahorro, que se invertiría en bienes de capital para producir aún más bienes de consumo; además, se aprovecharía de las cotizaciones e impuestos de los antiguos parados que ahora ya trabajan.

Por tanto, podemos decir que la existencia del paro es el principal problema de la economía. Desde luego, es el principal problema para los trabajadores, pero asimismo lo es para el conjunto de la sociedad, puesto que el abaratamiento de bienes y servicios que conllevaría su desaparición favorecería a todas las capas sociales. Cuanto más baja se sitúe la tasa de paro, mejor para todos, y el hecho de acercarnos lo máximo posible al estado ideal límite de su desaparición total es el objetivo común de la sociedad.

Por ello, desde el punto de vista de la izquierda no podemos abstraernos del problema y negarnos a las eventuales soluciones, escudándonos en los llamados “derechos de los trabajadores”. El derecho más importante es el derecho al trabajo, y éste sólo puede ser ejercido por uno de cada cinco trabajadores, mientras que otros dos de los cuatro restantes tienen un trabajo precario o están en peligro de perderlo.

Pero, para resolver el problema del paro, es necesario primero conocer sus causas. En primer lugar, debemos darnos cuenta de que el trabajo, aunque sea una mercancía muy especial, se valora como todos los bienes y servicios del sistema: en un mercado (el mercado laboral) y por medio de las fuerzas de la oferta y la demanda. El mercado de trabajo funciona (o debería funcionar, si no hubiese interferencias estatales y sindicales) de manera similar a la de otros mercados. Por ejemplo, consideremos el mercado de naranjas. Los vendedores y los compradores acuden al mercado (real), donde los precios se ajustan según la oferta y la demanda. Cuando la cosecha anual ha sido alta, aumentará la oferta, y si los agricultores desean vender toda la cosecha, deberán bajar los precios. Pero supongamos que los médicos hacen una campaña sobre las bondades de los cítricos contra la gripe; en ese caso, habrá un aumento en la demanda de naranjas, y los precios deberán subir a fin de que las naranjas no desaparezcan como caramelos en la puerta de un colegio. Este mercado de naranjas, así descrito, es un ejemplo de lo que los economistas llaman competencia perfecta. Los precios y las cantidades se ajustan para que se produzca un “vaciado del mercado”; es decir, todo el mundo puede comprar y vender la cantidad que desee, siempre que cobre o pague el precio de equilibrio entre la oferta y la demanda.

Veamos qué sucede cuando hay interferencias. Supongamos que, aunque la cosecha haya aumentado, el sindicato de agricultores decide fijar un precio mínimo para las naranjas superior al precio de equilibrio que se hubiese alcanzado si funcionase libremente la oferta y la demanda. En ese caso, las personas que no puedan pagar dicho precio mínimo, pero que sí que hubiesen comprado al precio de equilibrio, no comprarán naranjas, o comprarán en menor cantidad; por ello, la cantidad de naranjas vendidas será inferior a la que se hubiese vendido al precio de equilibrio (el que “vaciaba el mercado”), y el resultado será un exceso de naranjas, que se pudrirán en los almacenes o en las paradas del mercado. Consideramos, al contrario, que un gobierno “benevolente” decide que las naranjas son un bien esencial al que debe acceder toda la población, y fija un precio máximo que esté por debajo del precio de equilibrio. Podemos imaginar el resultado, invirtiendo los términos: ahora existirá una alarmante escasez de naranjas; no todos los que quieren comprar naranjas podrán hacerlo, y surgirán las consabidas colas, corrupción y sobornos por adquirirlas, mercado negro, etc. (En cualquier manual de economía se encuentra una explicación detallada de ello, con esquemas, ejemplos, etc.)

Y ahora, sustituyamos “sindicato de agricultores” y “gobierno benevolente” por “CCOO, UGT, CEOE y Gobierno de España”, y empezaremos a vislumbrar algo sobre el problema del paro. En un mercado competitivo y eficiente, sin interferencias exteriores, todo el mundo puede intercambiar la cantidad que quiera de sus productos ajustando los precios. Si en el mercado de trabajo esto no ocurre, y existe un excedente del “producto” (trabajo) que no encuentra “comprador” (empresario contratante) –y en esto es en lo que consiste el problema del paro–, sólo puede ser porque el mercado no es eficiente, a causa de las interferencias exteriores. Y si no es eficiente, necesitará una reforma: la vituperada “reforma del mercado de trabajo”, en forma de desaparición (o disminución) de las interferencias.

Para acabar de entender el problema, es necesario aclarar una cuestión técnica un poco enrevesada, pero que se explica detalladamente también en cualquier manual de economía. En el caso del mercado de trabajo, como en el mercado de capitales o en cualquier mercado de los factores de producción, la demanda depende de la productividad del factor correspondiente. Por ejemplo, a un mismo precio por hora, un empresario preferirá contratar un obrero más o alquilar una máquina más en función de la productividad del obrero o de la máquina. Por tanto, la demanda de trabajo aumentará conforme aumente la productividad del trabajo; y al mismo tiempo que la demanda, aumentará el precio del trabajo, es decir, los salarios. En términos técnicos (que intentaré explicar en escritos futuros), se dice que en un mercado de trabajo eficiente el salario es igual a la “productividad marginal” o valor del producto del trabajo del último trabajador contratado, de la misma forma que las rentas de capital equivalen a la “productividad marginal” del capital, etc. Evidentemente, la productividad marginal (la de la última unidad de factor empleado) también depende de la oferta: será menor cuantas más unidades (obreros, máquinas, etc.) deban ser empleadas, a causa de la ley económica general de la utilidad marginal decreciente.

Pues bien; en esencia, la causa del paro reside en que, a causa de diversas interferencias en el mercado de trabajo, en general existe un excedente de trabajo porque el conjunto de los costes laborales por persona que quiere trabajar excede a la productividad marginal de los trabajadores. Así pues, la única manera ideal que tendríamos para resolver el problema del paro de manera completa sería, o bien reducir los costes laborales al nivel permitido por la productividad real, o bien aumentar productividad para que los costes laborales estuviesen justificados (o ambas cosas a la vez). Cualquier medida parcial real que se dirija en el buen o en el mal sentido, en cualquiera de los dos aspectos indicados, contribuirá a disminuir o a aumentar el paro.

En realidad existen diversas modalidades de paro, cada una con sus causas, problemas y soluciones correspondientes. Se puede distinguir entre paro friccional, paro cíclico y paro estructural. El paro friccional es el producido por los cambios que se producen en una economía dinámica, donde unas empresas o sectores crecen y otros desaparecen, y nuevos trabajadores se incorporan al mundo laboral. No implica que el número total de empleos sea inferior al de trabajadores, sino un desajuste temporal entre unos y otros; por tanto, tiene un carácter puramente transitorio. Si no existiesen las otras formas de paro, cualquier persona que buscase trabajo o que fuese despedido por una empresa que fracasa podría encontrarlo de manera relativamente rápida en otra empresa o sector. El paro cíclico es el que se produce en los momentos bajos de los ciclos económicos, es decir, en los momentos de recesiones o depresiones como la actual, pero que debe desaparecer cuando la crisis se resuelve. La solución de este tipo de paro está relacionada directamente con el problema de los ciclos económicos, tema complejo de macroeconomía sobre el cual no existe aún un consenso completo entre los economistas; sin embargo, el paro cíclico debería mitigarse, por ejemplo, si los salarios pudiesen oscilar al alza o a la baja en función de los resultados empresariales o del ciclo económico, cuestión políticamente complicada en la actualidad (los salarios nominales tienden a subir al mismo ritmo que la inflación).

Pero el tipo de paro más preocupante, sobre todo en el caso de España, es el paro estructural, es decir, aquél que es independiente de los ciclos económicos y tampoco tiene carácter transitorio. Es este tipo de paro el que está más relacionado con las interferencias políticas y sindicales de que hablábamos antes, y su causa reside en el desajuste permanente entre la oferta y la demanda de trabajo, desajuste producido por un exceso de costes laborales globales por encima de la productividad.

Lamentablemente, estos problemas tienen una mayor incidencia en España en las últimas décadas, donde el paro estructural es mucho más elevado que en otros países desarrollados. Pensemos que, en época de bonanza, el paro en España no bajó del 8%, e históricamente ha estado casi siempre por encima del 10% en las últimas décadas, cifras que ya de por sí son intolerables; ahora, en plena crisis alcanza el 20%, mientras que, por ejemplo, en Estados Unidos, llegó al 10% en el punto más alto de la crisis, cifra inferior a la histórica española en tiempos de economía en alza.

La causa del paro estructural tan elevado de manera crónica en nuestro país debería estar clara de acuerdo con lo que hemos expuesto anteriormente: en las últimas décadas, los costes laborales medios han subido por encima de lo que permitía la productividad, con el resultado de un alto paro estructural. Ello ha sido así independientemente de que haya crisis o no haya crisis, pero en época de crisis el problema se agudiza debido al alto paro cíclico producto de nuestro peculiar sistema productivo. La única manera real de disminuir o eventualmente hacer desaparecer el paro estructural a medio o largo plazo –olvidándonos de una vez por todas de demagogias estériles– también está clara: es necesario ajustar los costes laborales a la productividad. Este ajuste sólo puede conseguirse mediante dos vías: o bien no aumentar, e incluso disminuir los salarios (o aumentarlos sólo en la medida en que lo permitan las circunstancias de cada empresa en concreto), o bien aumentar la productividad.

La primera vía es, obviamente, dura y difícil de aceptar por los trabajadores, y choca frontalmente contra la mentalidad de los sindicatos y de parte de la izquierda tradicional, pero ya se ha realizado en la función pública con el objetivo inaplazable de disminuir el déficit, y en muchas empresas con el fin de conservar los puestos de trabajo. En realidad, es una auténtica medida de solidaridad, ya que significa transferir dinero efectivo de los que tienen trabajo a los que antes no lo tenían (lo que se hace habitualmente, por otra parte, mediante el sistema de impuestos). Podría arguirse que si los salarios disminuyen o no aumentan, descenderá la demanda global de bienes y servicios y se agravaría la crisis; sin embargo, la demanda perdida se compensaría mediante la demanda de los trabajadores que podrían ser contratados o de los que no perderán sus puestos de trabajo. Es cierto que los primeros que deberían bajarse los salarios –aún más, en el caso de los que ya lo han hecho– son algunos altos ejecutivos que cobran sueldos desproporcionadamente altos; pero esto no invalida la argumentación general.

La otra vía para resolver o mitigar el problema del paro estructural es aumentar la productividad. De esta manera, aumentaría la demanda de mano de obra (que, como vimos, depende de la productividad), y así podría equilibrarse de manera satisfactoria con la oferta. De hecho, es el aumento de la productividad laboral (y no la actividad sindical, como frecuentemente se supone) el factor más importante que ha permitido el aumento de los salarios reales y la mejora de las condiciones de vida de la población (y en primer lugar, de los trabajadores) a lo largo de la historia. Ésta es la vía por la cual se opta cuando se habla del “cambio del modelo productivo”. Pero, a parte de medidas obvias (como un mejor control de la abstinencia laboral injustificada, más alta en nuestro país que en otros del entorno, etc.), el aumento de productividad sólo se consigue mediante el aumento de medios de capital, tanto físico (fábricas, instalaciones, tecnología, etc.) como humano (formación). Pero el aumento de medios de capital físico se consigue a través del ahorro y la inversión (para lo cual es necesario mantener a raya los impuestos), mientras que en cuanto a formación, no podemos olvidar que España se encuentra a la cola de los países de su entorno; por ello la mayor parte de la oferta de trabajo en nuestro país estaba concentrada en sectores que exigían mano de obra poco cualificada (construcción, hostelería, etc.), sectores que son los que se han visto más afectados por la crisis. Por tanto, el tan cacareado “cambio del modelo productivo” no es algo que se pueda producir por decreto, ni de la noche a la mañana. Por ello, la vía del aumento de productividad –sin que, evidentemente, debamos renunciar a ella– es una solución sólo a medio o largo plazo, desde luego demasiado alejada en el tiempo respecto a las necesidades inmediatas de los que buscan trabajo ahora.

Todo lo que he argumentado confirma la necesidad de la reforma laboral aprobada en la primavera pasada, aunque de manera tardía y tímida. La justificación de una de sus medidas más polémicas (la reducción de las indemnizaciones por despido) es clara: al reducirse los costes eventuales que podría comportar un fracaso en la contratación o en la evolución del negocio, se facilita la contratación de nuevos trabajadores y la formación de nuevas empresas. Por ello, considero injustificada la oposición sindical a dicha reforma, sin plantear ninguna alternativa a cambio.

Pero la reforma laboral no debe reducirse a una disminución de la indemnización por despido, sino que debe profundizarse en el sentido de eliminar o suavizar todo tipo de rigideces y burocracias en la contratación y en la negociación. En primer lugar, es necesario un replanteamiento global de la negociación colectiva. Considero que la negociación colectiva es un derecho de los trabajadores, pero no puede ser una obligación a imponer a los que no deseen ejercerla; debería permitirse la negociación libre (individual o colectiva) de los contratos por lo que respecta a las remuneraciones. Pero en caso de optarse por la negociación colectiva, ésta debería reducirse al ámbito de empresa, ya que las circunstancias económicas de cada una son diferentes.

Por otra parte, es necesario ligar los salarios a la productividad en cada sector y en cada empresa concreta, para que éstos puedan reconducirse a su nivel de equilibrio. Al mismo tiempo, sería necesario que los salarios, o al menos una parte del importe de la nómina, puedan ajustarse en función de las circunstancias económicas concretas. Es indudable que, aún debiéndose mantener unos mínimos contractuales fijos (ya que, por definición, el riesgo de los resultados de la empresa, al alza o a la baja, lo soportan los empresarios) la posibilidad de flexibilizar los salarios de manera acorde a los resultados y a las circunstancias económicas contribuiría a reducir el paro.

Desde luego, no pueden esperarse milagros: las reformas –tanto las realizadas como las que faltan por emprender– no crean puestos de trabajo por sí mismas, sino que tienen como objetivo que puedan crearse más puestos de trabajo cuando la actividad económica se reactive y la economía crezca. Carecen de justificación, pues, las críticas que afirman que a pesar de la reforma el paro sigue aumentando, pues este aumento es aún fundamentalmente del paro cíclico (producto de la crisis, de la cual España aún no ha logrado salir).

Por todo ello, siendo el problema del paro uno de los más importantes de aquéllos a los que se enfrentan hoy en día los trabajadores, creo que las organizaciones políticas y sindicales que pretenden representar sus intereses deberían abordar el problema con responsabilidad, seriedad y fundamento. Estamos en momentos en que deben negociarse algunos de los temas a que nos hemos referido. Sindicatos, patronal y gobierno tienen la palabra.

miércoles, 9 de marzo de 2011

¿Tiene sentido abstenerse?

(Comentario sobre el artículo “¿A quién podría votar?”, de Ricardo Galli: http://gallir.wordpress.com/2011/03/05/¿a-quien-podria-votar/)

El autor de dicho artículo se presenta afirmando que no sabe cuál es su ideología. A continuación, se descuelga con una serie de ideas y propuestas que, desde luego, confirman una ideología; uno de los comentaristas lo clasifica, creo que acertadamente, como socialdemócrata. La mayor parte de sus propuestas son de sentido común, y en la mayoría estoy de acuerdo con él. Esto demuestra la proximidad entre las visiones de la izquierda socialdemócrata (la que quizá más se aproxima a las propuestas del autor) y social-liberal (la mía). Las diferencias más importantes entre ambos enfoques podrían encontrarse en que yo limitaría los impuestos y la regulación e intervención del Estado a lo imprescindible, ya que, quizá por mi experiencia personal, confío muy poco (o casi nada) en la gestión pública de las cosas. Tampoco veo claras las soluciones que propone respecto a la “cultura libre”, aunque habría que estudiarlas y valorarlas. La ley Sinde puede no ser modélica, pero creo firmemente que la propiedad intelectual debe ser respetada, y los autores deben poder decidir sobre la manera de distribuir sus obras. De lo contrario, al final la cultura se empobrecería, pues los buenos autores no tendrían incentivos para dedicarse profesionalmente a crear y a publicar; no pueden ser todos aficionados.

Pero, desde luego, lo que no comparto en absoluto es su propuesta de “no les votes”. Para mí, es más importante el voto ideológico, por encima de los aciertos o desaciertos de cada partido en concreto. Y ello por dos razones: porque entre algo que me satisface a medias y algo que me produce rechazo, la opción está clara; y en segundo lugar, porque para mí es más importante el fortalecimiento y la unidad de la izquierda a largo plazo que el objetivo cortoplacista de castigar a un partido o a unos partidos concretos. Desde luego, cada uno de nosotros tiene sus ideas particulares sobre cada tema en concreto, ideas que es prácticamente imposible que coincidan exactamente con las de ninguna otra persona. Por tanto, es imposible que estemos totalmente de acuerdo con las propuestas, con la actuación o con los líderes de ningún partido. Y si para poder votar requerimos esa especie de acuerdo total, cada uno de nosotros tendría que fundar su propio partido y votarse a sí mismo. Para los que tenemos una ideología y unos valores claros en la izquierda, abstenerse sería tan absurdo como que un aficionado de un equipo cualquiera se pusiese a animar al equipo contrario sólo porque no está de acuerdo con la alineación o con el sistema de juego que propone el entrenador; creo que cada uno debe buscar la opción que más se aproxime a su opción ideológica o que sea mayoritario dentro de dicha opción. Porque la abstención, o incluso un voto a un partido sin posibilidades de obtener representación, significa algo parecido a pasarse al equipo contrario: significa darle el voto a la opción ideológica opuesta. Y, podéis estar seguros, los de la derecha no se abstendrán.

martes, 8 de marzo de 2011

8 de marzo, Día Internacional de la Mujer


         Sirva este escrito como mi pequeño homenaje a las mujeres y los hombres que han luchado y luchan por la dignidad de todos los seres humanos, y en particular a la lucha de las mujeres por la igualdad de derechos y por su desarrollo íntegro como personas. Otras personas podrán hacer un resumen histórico con más conocimiento de causa que el mío; por tanto, yo sólo pretenderé recordar algunos de los hitos más importantes de esta lucha.

En París, el 26 de agosto de 1879, la Asamblea Nacional francesa aprobaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Si bien esta declaración se considera el origen del reconocimiento de los derechos humanos en general, en su redacción la palabra hombre no tenía un sentido genérico, como se podría suponer. En efecto, la declaración se refería a los hombres en sentido estricto, y dejaba excluidas a las mujeres, como ciudadanas de segunda categoría, privadas del derecho y de la capacidad de obrar por sí mismas y sometidas a la autoridad del padre o el esposo.

Las mujeres comenzaron una larga lucha por la emancipación, que se concretó a finales del siglo XIX y principios del XX en el movimiento de las sufragistas, las cuales, a menudo ante la incomprensión generalizada de la sociedad, reivindicaban su derecho al voto y a otros derechos civiles. La primera victoria importante del movimiento se produjo en 1918 en Inglaterra, si bien de forma parcial, pues sólo se concedía el derecho al voto a las mujeres mayores de 30 años y poseedoras de una casa. Poco a poco, el derecho a voto se extendió a todos los países democráticos, en algunos casos en fecha tan tardía como 1971 en Suiza.

Al mismo tiempo, las mujeres trabajadoras emprendían la lucha por sus derechos laborales. Por ello, la celebración se denomina también Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Los orígenes de esta celebración y la causas de la elección de esta fecha varían según las fuentes. Según unos, entorno al 8 de mayo de 1857 un grupo de costureras de Nueva York se encerraron en la fábrica textil donde trabajaban en demanda de 10 horas de trabajo e igualdad de salarios; tras un incendio provocado por los patronos, murieron 146 trabajadoras. Según otros autores, estos hechos tuvieron lugar en 1908. Otras fuentes se refieren a una manifestación que tendría lugar el 8 de marzo de 1909 exigiendo mejoras en las condiciones de trabajo, la abolición del trabajo infantil y el derecho de voto a las mujeres. Según un estudio de Isabel Álvarez González, la manifestación en Nueva York tuvo lugar el 27 de septiembre de 1909, y el incendio de la fábrica, el 25 de marzo de 1911. La primera celebración del Día Internacional de la Mujer tuvo lugar el 19 de marzo de 1911, y la primera vez que se celebró el día 8 de marzo fue en el año 1914. Fue precisamente un 8 de marzo (23 de febrero en el calendario juliano antiguo), en 1917, cuando tuvo lugar el comienzo de las manifestaciones de las mujeres rusas en protesta por la falta de alimentos, hecho que daría lugar a la Revolución Rusa y a la caída de los zares. La coincidencia de este hecho histórico en dicha fecha influyó poderosamente para que se consolidara el día 8 de marzo como día de la celebración.

Durante el siglo XX, la lucha de las mujeres feministas se ha centrado en la consecución de la plena igualdad de derechos, y en otros aspectos como la libertad sexual, el derecho al control de la natalidad, el derecho al aborto, a la igualdad en el puesto de trabajo, etc.

Afortunadamente, los partidos de izquierda han ido asumiendo, en sus aspectos fundamentales, las reivindicaciones feministas y de otros movimientos sociales, y podemos decir que éstos son predominantes en la sociedad. Si vemos en perspectiva los avances logrados, éstos han sido enormes. Prácticamente se ha logrado la igualdad legal de derechos en los países democráticos occidentales. Sin embargo, en la práctica, aún existen muchos objetivos por conseguir: en muchos casos se discrimina a las mujeres a la hora de otorgar un puesto de trabajo, o se les ofrece un salario inferior al de los hombres. La conciliación entre la vida laboral y familiar es poco más que un buen deseo, y muchas mujeres se ven obligadas a elegir entre su profesión o su familia. Aún hay muy pocas mujeres en la vida pública y en los puestos de responsabilidad, puesto que muchas de ellas ven cortadas sus carreras y sus posibilidades de progresar. Existen todavía residuos de la vieja ideología machista y patriarcal, y en muchos casos las mujeres se ven obligadas a realizar una doble jornada laboral, en su trabajo y en su casa. Y sobre todo, perdura la lacra del maltrato social y de la violencia de género, que las leyes no han conseguido erradicar.

No podemos pensar que la lucha de las mujeres por sus derechos es algo que sólo les incumbe a ellas. Por el contrario, se trata de una lucha por la dignidad de la persona humana independientemente de su condición, y por tanto es un asunto que nos importa a todos. No podemos olvidar que, tal como afirmaba Martin Luther King, "una amenaza a la justicia en cualquier lugar es una amenaza a la justicia en todo lugar".

         Y no podemos dejar de denunciar que la relativamente favorable situación de libertad de las mujeres en los países democráticos de Occidente es una isla en medio de un enorme océano de violencia, injusticia y opresión: en muchos lugares del mundo las mujeres son sistemáticamente e impunemente violadas, asesinadas, mutiladas, ocultadas bajo cárceles andantes, encerradas en sus casas, sometidas a esclavitud sexual y laboral, víctimas de infanticidio selectivo... No podemos permanecer pasivos e indiferentes ante esta situación, y debemos exigir que allí donde haya una reivindicación de democracia y de libertad no se olvide que éstas no pueden tener lugar si no afectan a todos los seres humanos por igual, es decir, si se olvidan los derechos de las mujeres.

         Os adjunto un enlace con el trabajo de Isabel Álvarez González, Clarificación del mito del 8 de marzo, donde se aclara el tema de los orígenes de la celebración.

lunes, 7 de marzo de 2011

domingo, 6 de marzo de 2011

La Ilustración necesaria

Revolucionarias sí, pero sin poder (El País, 6-3-2011)

No basta con echar a los tiranos del poder. Es necesario que los países árabes entren en una etapa de modernización semejante a nuestra Ilustración, sin necesidad de perder por ello su identidad y su cultura. En esto, sobre todo, puede prestarles una gran ayuda Occidente.

Conflictos interminables

La ONU advierte sobre el riesgo de una guerra civil en Costa de Marfil (El País, 6-3-2011)

Es el tipo de conflictos interminables que mantienen a muchos de estos países en el subdesarrollo. Luchas sin fin entre sátrapas para ver quien es el que somete a su pueblo.

sábado, 5 de marzo de 2011

Qué significa para mí ser de izquierdas

         A veces es necesario reflexionar sobre nuestra identidad ideológica y sobre el significado de términos tan etéreos como derecha o izquierda. Muchas veces oímos que alguien se siente o se define como de izquierdas o de derechas, o etiqueta a otros con estos términos, sin que sepamos precisar lo que entendemos por ello. Por mi parte, reconozco la dificultad o imposibilidad de trazar límites definidos y precisos, y me limitaré a explicitar lo que yo entiendo por “ser de izquierdas”, y por qué yo mismo me incluyo en el campo de la izquierda.

         Intentaré dar una visión integradora y no exclusivista de la izquierda; nadie es dueño de este término, y nadie se encuentra en posición de otorgar títulos de izquierdista a otra persona, ni a etiquetarla de derechista o a descalificarla con términos despectivos como “facha”. Por mi parte, intentaré no etiquetar a las personas, y por ello preferiré hablar de actitudes de izquierda o de derecha, más que de personas de izquierdas o de derechas, aunque muchas veces el aspecto reduccionista del lenguaje nos impulse a ello. Además, y teniendo en cuenta mi inclusión en la izquierda, no podré evitar una visión subjetiva, que se plasmará en una valoración positiva de las actitudes de izquierda. Por ello, quizá muchas de las personas que se sienten o se autodefinen como de derechas y votan a partidos o opciones de la derecha se identificarán en su totalidad o en parte con muchos de los valores y actitudes que para mí definen la izquierda; ojalá pudieran redefinir su identificación y replantearse el sentido de su voto. En este punto, no puedo ni quiero evitar una actitud de proselitismo no disimulado: desde la izquierda siempre hemos aspirado a ganar para nuestras ideas y valores a la mayoría de la sociedad.

         Para dar una idea simplificada, que después desgranaré, yo calificaría como actitudes de izquierda a aquellas que están en consonancia con los valores de la izquierda, tal como los expresé en un escrito anterior: libertad, solidaridad, progreso humano, paz, justicia, igualdad de derechos y de oportunidades, derechos cívicos, racionalismo, laicismo, republicanismo, defensa de los intereses comunes y respeto a las minorías, defensa de los más débiles y protección de los más necesitados, y lucha contra la injusticia, la opresión y los privilegios.

         En primer lugar, existen una serie de valores ampliamente compartidos por la mayoría de las personas, como la libertad, la solidaridad, la paz, la justicia, el respecto a la dignidad humana, etc. Desde mi punto de vista, una actitud de izquierdas no se limita a proclamar estos valores de manera abstracta, sino que los defiende de manera radical y no admite concesiones en estos temas. Por ejemplo, bajo una actitud de izquierdas no pueden justificarse ni menos aún defenderse regímenes dictatoriales en nombre de una supuesta idea de justicia o igualdad, ya que no puede existir justicia ni es posible la igualdad de derechos y oportunidades sin libertad ni democracia. La izquierda defiende los intereses sociales, es decir, los intereses de la mayoría por encima del egoísmo individual. Esto es completamente acorde con el principio democrático, según el cual las decisiones se toman por mayoría. Pero esta primacía del interés social debe ser compatible con el respeto a las minorías y con el derecho de éstas a expresar su discrepancia. Además, debemos esforzarnos por hacer compatibles los legítimos derechos de cada persona a la persecución de sus propios intereses y su felicidad personal y la de los suyos, con el bienestar social general. Por ello, una actitud de izquierdas ha de ser radical en la defensa de la democracia y la libertad y en el respeto a los derechos humanos y a la dignidad de la persona humana.

         De manera semejante, si bien pudieran encontrar alguna justificación o incluso ser necesaria en casos extremos la lucha violenta selectiva contra regímenes opresores que no permitan otra posibilidad, la guerra de liberación contra una tiranía, la guerra defensiva en casos de agresión exterior o incluso la intervención humanitaria armada, en cambio son inadmisibles en una sociedad civilizada la violencia indiscriminada o el terrorismo como método de lucha. Igualmente, la guerra agresiva o las actitudes violentas en general son ampliamente rechazadas por la mayor parte de las personas “de buena voluntad”. La defensa de la paz implica una actitud de respeto hacia las personas y una voluntad de resolución de conflictos mediante el diálogo y la negociación y por métodos pacíficos y democráticos, y un rechazo a los que pretenden imponer las propias ideas por medio de la fuerza y la violencia, o a la utilización de éstas como método de lucha política en un estado democrático.

         Más aún, podríamos afirmar que una posición de izquierdas implica una actitud vital de lucha, de contestación, de rebeldía ante la injusticia y la opresión, y de solidaridad contra los que sufren y luchan contra dicha opresión, sea del tipo que sea. En cambio, yo calificaría como actitudes de derechas el egoísmo, la indiferencia, el conformismo, la apatía, el miedo a los cambios o el pasotismo. Por ejemplo, ante las rebeliones que estamos viviendo estos días contra los regímenes tiránicos de muchos países árabes, una actitud de izquierdas implicaría la esperanza y la alegría ante las conquistas de los pueblos que luchan por la libertad, aún siendo conscientes de los peligros potenciales que representan los islamistas radicales. En cambio, una actitud de derechas subrayaría y agrandaría los peligros, pondría el acento en las posibles consecuencias económicas negativas que tendrían los cambios para nosotros, y prefería el mantenimiento del status quo; o peor aún, mostraría su indiferencia y su desprecio lamentándose por el cierre temporal de las pirámides, como hizo un “famoso” hace poco tiempo.

         Una actitud de izquierdas implica una visión progresista de la sociedad, un reconocimiento de que la sociedad evoluciona positivamente gracias a la acción de los propios seres humanos, y un deseo de formar parte activa en los cambios y en el progreso. Una persona con una actitud progresista está abierta a los cambios, porque piensa que éstos siempre pueden aportar mejoras; acepta la crítica y le agrada el debate, en cuanto éste supone de acercamiento a las posiciones de los demás, aprendizaje, enriquecimiento y búsqueda de la verdad, y es leal a las decisiones colectivas tomadas por consenso o por procedimientos democráticos. En cambio, una actitud de derechas implica una visión estática del mundo como algo fijo, inmutable, en el que nada cambia si no es para peor; esta actitud, que podríamos calificar como conservadora, es la que se encuentra en tópicos del tipo “no hay nada nuevo bajo el sol”, “siempre ha habido pobres”, etc., o bien incluso reaccionaria, en forma de nostalgia del pasado, de intentos de volver hacia atrás, bajo aforismos como “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Los conservadores tienen una visión negativa del ser humano, intrínsicamente malo a causa de alguna falta o pecado original; tienen miedo a los cambios, porque ven en ellos inestabilidad; huyen de la crítica y rechazan el debate, no por la solidez de sus convicciones, sino porque éstas a menudo no son producto de una reflexión serena, sino que han sido adoptadas como dogmas, y, como efecto de su propia inseguridad, suelen adoptar actitudes autoritarias en sus relaciones con los demás.

         Muchas veces, esta actitud es únicamente una justificación para la defensa de privilegios de cualquier tipo, y muchas veces se encuentra en contradicción con la ideología externa o aparente: un burócrata de un estado autoritario podría calificarse de conservador o reaccionario, aun por encima de su proclamado izquierdismo.

         En este punto no puedo dejar de referirme a actitudes que yo califico de pseudoprogresistas, que consistirían en la defensa acrítica de clichés y tópicos aparentemente de izquierdas, como la oposición a la reforma laboral o a ciertas medidas de control del déficit, bajo el argumento del mantenimiento de las “conquistas sociales”. Cuando estas posturas son defendidas de manera honesta, pueden superarse mediante la crítica y el debate; pero cuando implican una defensa de ciertos privilegios por parte de unos sectores populares (los que tienen trabajo fijo, o los funcionarios) en detrimento o perjuicio de otros (los parados), deben desenmascararse también mediante los mismos métodos.

         Una actitud de izquierdas implica también la defensa de la igualdad de derechos y de oportunidades para todos los seres humanos, y la lucha contra la discriminación del tipo que sea. En particular, implica una defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres (que no significa, obviamente, identidad fisiológica o psicológica), la lucha contra las actitudes machistas y de dominación, contra el maltrato, y la defensa de la integridad de la mujer y de su libre derecho a decidir sobre lo que afecta a su propio cuerpo. Asimismo, implica un respeto a la libertad en la opción sexual de cada persona, y la defensa de la igualdad de derechos con independencia de dicha opción. En definitiva, una actitud de respeto hacia los seres humanos en general, y una defensa de la libertad, igualdad y colaboración en las relaciones entre los sexos y entre todas las personas independientemente de su sexo o de su opción sexual. Son, en cambio, incompatibles con los valores de la izquierda las actitudes de machismo, homofobia, elitismo, clasismo, defensa de privilegios de castas, de nobleza hereditaria, etc., o posiciones de extrema derecha como la xenofobia o el racismo.

         La izquierda tradicional se ha centrado históricamente en las reivindicaciones del movimiento obrero y ha prestado, hasta hace poco tiempo, escasa atención a otros movimientos sociales, como el feminismo, el ecologismo, la lucha por los derechos lingüísticos y nacionales, etc. Afortunadamente, esta deficiencia está en vías de ser superada. Una actitud de izquierdas implica, como ya hemos dicho, la lucha contra toda forma de injusticia, discriminación o opresión, sea del tipo que sea. Por tanto, la izquierda debe asumir como propias las reivindicaciones justas de dichos movimientos sociales que aún queden por conseguir, como el respeto al medio ambiente, el derecho de cada persona a expresarse y a recibir educación en la propia lengua, al acceso y disfrute de la propia cultura, y a no ser discriminado por cuestiones étnicas, nacionales, raciales, etc. Sin embargo, debo expresar mi critica amistosa ante ciertas actitudes que considero irracionales por parte de algunos miembros de dichos movimientos, como por ejemplo el intento de crear una ingeniería lingüística culpando erróneamente al lenguaje de la situación de discriminación de la mujer, de manera que se confunde el problema y se yerran, en mi opinión, los objetivos reales del movimiento. Igualmente, considero criticable la posición de ciertos grupos ecologistas contraria a la energía nuclear –tema sobre el cual es necesario abrir un debate clarificador–, la energía más barata y menos contaminante, con argumentos equivocados o demagógicos, etc. Asimismo, debemos denunciar actitudes claramente de derechas, como el nacionalismo dominante y excluyente.

         Otra cuestión que separa a la izquierda de muchos individuos de derechas es la opción sobre la forma de estado. Considero que la monarquía, como sistema mediante el cual una familia es portadora de la representación máxima del Estado y una persona ejerce el cargo de jefe del Estado por herencia, es un residuo del Antiguo Régimen anterior a la modernidad, totalmente incompatible con la idea de igualdad de derechos de todas las personas e incluso con la democracia. Por ello, la opción antimonárquica y republicana es consustancial con cualquier proyecto de izquierdas. Y esto es independiente de la valoración positiva o negativa que podamos hacer sobre la actuación concreta de un determinado rey o de cierto gobierno republicano en particular. Se trata de una idea general que la izquierda no puede perder de vista si no quiere perder su esencia.

         Un asunto conflictivo entre izquierda y derecha es, asimismo, el de la Iglesia y la religión. Considero que la opción religiosa es una decisión particular que atañe únicamente a la conciencia de cada uno, y que debe ser respetada. Si bien considero que el racionalismo, fruto de la Ilustración y de la revolución científico-técnica, es un valor positivo en sí mismo, y en mi opinión fe y razón son incompatibles, no pretendo que la racionalidad sea exclusiva de la izquierda o de los no creyentes. Pero creo que, por encima de la opción religiosa de cada uno, sí que es irrenunciable para la izquierda el laicismo, como separación de la Iglesia y el Estado, y la neutralidad de éste respecto a las distintas creencias religiosas, incluyendo la falta de creencias o ateísmo. Creo que son incompatibles con la izquierda, e incluso con el progreso y con la democracia, actitudes como el fundamentalismo religioso, en cuanto implica creencias contrarias al avance de las ciencias, sobre todo cuando pretenden imponerse como dogmas a la sociedad (como la persecución en ciertos lugares de los Estados Unidos respecto a la teoría de la evolución), o cuando intenta imponer al conjunto de la sociedad, por encima incluso de las decisiones del Parlamento, ciertas opiniones morales que derivan de la doctrina religiosa y deberían afectar sólo a sus fieles, como las que se refieren al aborto, la eutanasia, la reproducción, la moral sexual, etc. La Iglesia no puede pretender mantener el monopolio sobre cuestiones morales, como si no existiese una ética humanista de larga tradición. Si bien el proselitismo religioso es legítimo, como el de cualquier ideología no violenta y no contraria a las leyes, la Iglesia católica, ni ninguna otra institución, no debe aspirar a utilizar las instituciones del Estado para sus prácticas de adoctrinamiento, ni puede pretender cualquier privilegio respecto a otras creencias o a la falta de creencias, y además debe respetar, como cualquier otra persona o institución, las leyes emanadas de la soberanía popular y las mismas instituciones que encarnan esta soberanía. Por ello, considero que es propia de la izquierda la exigencia de llevar la separación de Iglesia y Estado también al ámbito de la financiación, pagándo a la Iglesa o a sus miembros por los servicios sociales que presten (asistencia, hospitales, etc.), pero exigiendo que la financiación de la institución la realicen sus propios creyentes y no caiga sobre los que no deseamos contribuir a ella. De paso, considero que esta exigencia de autofinanciación se debe extender también a otras instituciones privadas, como partidos, sindicatos y organizaciones empresariales, de forma que sus gastos sean costeados por sus propios militantes y no signifiquen una carga social más.

         Otra tradición irrenunciable de la izquierda es la de la defensa de los más débiles y la protección de los más necesitados. Sin embargo, dicha defensa, para ser eficaz, debe hacerse de manera racional, teniendo en cuenta los conocimientos de la ciencia económica y la experiencia acumulada en todo el mundo. Porque aquí debo insistir en algo que ya adelanté unos párrafos más atrás: muchas veces se defienden posiciones políticas que pretendidamente favorecen a las capas más desfavorecidas pero que cuando se analizan desde una óptica económica racional resulta que acaban perjudicando a los más necesitados; por ejemplo, en otra ocasión argumentaré como un aumento exagerado de los impuestos, y sobre todo de los impuestos sobre el capital, además de ser injusto, redunda en perjuicio de los trabajadores, puesto que atenta contra el ahorro y la inversión, y por tanto contra la productividad, que determina los salarios reales, y contra la creación de puestos de trabajo. Y a la inversa: la oposición de ciertos sectores de la izquierda a la tímida reforma laboral aprobada, y la negación de los sindicatos de abordar la reforma de la negociación colectiva, van en contra de los intereses de los trabajadores que buscan empleo y de los que tienen un empleo precario, y por ende, en contra de todos los trabajadores. Uno no puede dejar de sospechar que, aunque muchos sindicalistas y militantes de izquierda actúan de buena fe, las élites sindicales, que deberían estar bien informadas sobre los rudimentos de la economía en lo que afecta al mercado de trabajo y a las causas del paro, actúan más bien pensando únicamente en sus cotizantes, la mayoría de los cuales tienen trabajo fijo, o peor aún, pensando en la defensa de sus propios puestos en la estructura sindical, que quedaría mermada de contenido si se aprobase algo parecido a la negociación empresa por empresa.

         En este mismo sentido, no podemos olvidar que los países en que tomaron el poder aquéllos que pretendían ser los representantes de la “clase obrera” y de los trabajadores acabaron convertidos en dictaduras donde el poder era ejercido por una élite burocrática y donde precisamente los trabajadores sufrieron el hambre y la miseria, y después el anquilosamiento económico.

         Y, entonces, ¿qué hay que decir sobre el modelo económico, o sobre el modelo de sociedad en que vivimos? En otro tiempo, desde presupuestos marxistas, yo mismo consideraba que el capitalismo significaba necesariamente la explotación del proletariado, y en su forma imperialista, la explotación del Tercer Mundo; y aún muchas personas continúan opinando lo mismo. Ahora he comprendido que el marxismo, en cuanto a teoría económica, es una doctrina del siglo XIX completamente superada por el avance de los conocimientos. El marxismo ha sido criticado, desde el punto de vista filosófico, por filósofos de la ciencia tan relevantes como Karl Popper y Mario Bunge; desde el punto de vista de la teoría económica, fueron los economistas de la Escuela Austríaca, como Eugen von Böhm-Bawerk, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, los que refutaron la teoría de la plusvalía y la viabilidad económica del socialismo. Pero los partidarios del marxismo suelen ignorar o despreciar dichas críticas y continúan repitiendo las tesis de los “padres fundadores” como si nada hubiese sucedido, con lo cual las convierten en dogmas; si los marxistas desean que su visión filosófica y económica continúe teniendo alguna vigencia, deberían intentar contrarrestar dichas críticas refutándolas con argumentos si ello es posible, o asumiéndolas aunque sea parcialmente para tratar de conservar lo que pueda aún considerarse válido del marxismo.

         La crítica al modelo de sociedad, y por antonomasia, a la “sociedad capitalista”, o más aún, al “imperialismo”, parece haber sido consustancial al pensamiento de numerosos sectores de la izquierda. Incluso muchos de los ideólogos de la corriente socialdemócrata, que no se plantean, al menos inmediatamente, un cambio del modelo de sociedad, admiten el capitalismo y el mercado como un mal menor que debe ser siempre limitado, regulado y controlado, y mantienen una visión clasista, heredera del concepto marxista de “lucha de clases”, en que los obreros y los sindicatos siempre son objeto de santificación, mientras que los empresarios son siempre sospechosos de ser o convertirse en explotadores, y las “multinacionales” de cometer, por su misma naturaleza, las más graves tropelías. Pero, por desgracia, la alternativa real que históricamente ha existido frente al capitalismo –el socialismo en su forma comunista, es decir, la propiedad colectiva de los medios de producción y la planificación centralizada de la economía–, ha fracasado tanto teórica como prácticamente. Desde el punto de vista teórico, Von Mises, Hayek y otros economistas argumentaron que un sistema sin mercado no podría funcionar debido a la imposibilidad de formación objetiva de precios, de manera que sería imposible la correcta asignación de recursos; y un sistema en que la iniciativa empresarial o personal estuviese prohibida o fuertemente coartada y en que los incentivos individuales fuesen insuficientes o estuviesen prácticamente ausentes caería forzosamente en la burocratización autoritaria y en el anquilosamiento. Y en la práctica, el fracaso de los países del socialismo real ha venido a corroborar dichas críticas. Por ello, los partidarios del anticapitalismo, si desean mantener su crédito, deberían esforzarse por construir y describir de manera detallada una alternativa teóricamente viable que vaya más allá de una simple etiqueta para que podamos estudiarla y evaluarla.

         Por tanto, mientras no dispongamos de esta alternativa, una actitud de racionalidad, que no puede ser ajena a la izquierda, me impulsa a admitir que el capitalismo (caracterizado por la división del trabajo, la propiedad privada de los medios de producción, el ahorro, la inversión, la acumulación de capital y la libertad de mercado y de competencia) es el sistema al cual evoluciona la sociedad libre sin coacción externa, y es el modo de organización social que por ahora ha permitido los más altos grados de progreso, bienestar y democracia. Y sería deseable que las cotas de bienestar que ha originado en los países donde el capitalismo se originó se extendiesen a todos los países y a todos los ciudadanos del mundo. Esta aceptación implica también la exigencia del cumplimiento de la legalidad democráticamente decidida por la sociedad, y la denuncia y persecución de todo tipo de abusos, corrupción, marginación, injusticia o superexplotación allí donde se produzcan.

         Al mismo tiempo, una visión de izquierdas basada en los valores éticos que la caracterizan no puede ignorar que el capitalismo y el mercado no son perfectos, y que, por sí solos, pueden originar desequilibrios y fuertes desigualdades de las cuales en muchos casos no son responsables los que las padecen. Por tanto, el Estado debe reservarse un papel, que es reconocido por la mayor parte de los economistas, para asegurar la igualdad de derechos y de oportunidades y para reequilibrar los resultados del mercado por medio de impuestos eficientes y suministrando los servicios sociales necesarios, de manera que se asegure a todos los ciudadanos unos mínimos vitales que podrán ser mayores o menores en función de la riqueza de la sociedad en su conjunto y de la situación económica concreta. En particular, considero que el Estado debe garantizar unos servicios de calidad en cuestiones esenciales como educación y sanidad, de manera que se haga efectiva la igualdad de derechos y oportunidades de todos los ciudadanos, que forma parte de nuestros valores. Esta visión es la que corresponde a una definición de social-liberalismo y se encuadra dentro de una perspectiva de izquierdas, y se diferencia de otras corrientes liberales extremistas o fundamentalistas o incluso anarcocapitalistas, que podríamos calificar como de derechas, que pretenden minimizar o eliminar totalmente el papel del Estado.

         Considero, no obstante, que la intervención del Estado, a parte de la función reequilibradora mencionada, debe reducirse a los aspectos en que existe un consenso entre la mayoría de los economistas, para que pueda cumplir eficientemente sus tareas: proteger la vida, la integridad y los derechos de los ciudadanos; impartir justicia y hacer cumplir las leyes; asegurar la libre competencia; suministrar los bienes y servicios públicos que el mercado no ofrece en cantidad suficiente (ciertos servicios esenciales como la sanidad y la educación ya mencionadas, transportes públicos, apoyo a la ciencia básica, promoción de la cultura...); limitar las externalidades negativas (lucha contra la contaminación, etc.). Fuera de ello, pienso que el Estado debe dejar libertad a los individuos y a la iniciativa empresarial para organizar la economía, en el convencimiento, argumentable teóricamente y comprobado sobradamente en la práctica, de que la gestión privada de la misma, fuera de las áreas indicadas, aporta grados de eficiencia y eficacia mucho mayores que las que puede aportar el Estado. Un excesivo intervencionismo por parte del Estado anquilosa la economía y el desarrollo y es negativo para el bienestar económico de todos, e incluso puede provocar o acentuar las crisis. Igualmente, aún reconociendo que los impuestos son necesarios para que el Estado pueda cumplir sus funciones, deben tenerse en cuenta los efectos negativos de los mismos para el desarrollo económico general, tal como reconoce el consenso de los economistas, sobre todo en tiempos de crisis económica. Unos impuestos excesivos pueden llegar a paralizar la economía de un país, como ha llegado a comprobarse en ciertos lugares. Considero que el llamado estado de bienestar debe garantizar los servicios a que me he referido, que pueden llegar a ampliarse en su alcance en la medida en que la riqueza del país lo permita; sin embargo, un excesivo gasto público, por encima de las posibilidades reales de financiación, es una hipoteca para el desarrollo presente y para el bienestar de las generaciones futuras. En esto quizá se diferencia la concepción social-liberal que defiendo de otras corrientes dentro de la izquierda, como la socialdemocracia.

         Asimismo, pienso que el mercado, con las regulaciones que la sociedad democráticamente considere necesarias, aporta los mecanismos imprescindibles para la correcta valoración de los bienes y el eficiente funcionamiento de la economía. La libertad de empresa y la iniciativa empresarial forman parte irrenunciable de la racionalidad en la organización económica, y por tanto, el respeto al derecho de propiedad, incluyendo la propiedad privada de los medios de producción y de consumo, es una condición indispensable para el desarrollo y el progreso de la sociedad, y es indisociable de la libertad individual, puesto que aporta los incentivos necesarios, en forma de beneficios, para la acción humana, sin la cual es imposible dicho desarrollo. Esta propiedad privada, y los beneficios que ella genera, son una condición necesaria para el ahorro y la inversión, imprescindible para la acumulación de bienes de capital (industrias, fábricas, instalaciones...) que hace aumentar la productividad, y con ella, los salarios reales y el bienestar general de la sociedad. Asimismo, debe asegurarse la suficiente eficiencia en el mercado de trabajo para que las personas que carezcan de formación, deseos o medios para llevar a cabo la iniciativa empresarial puedan ejercer su derecho al trabajo en unas condiciones laborales y salariales dignas, de manera que se reduzca o se acabe con la lacra social del paro.

         Estas afirmaciones forman parte de los conocimientos elementales de cualquier estudiante de economía, y por tanto, una izquierda que pretenda asentarse en la realidad y intente dar soluciones a los problemas sociales reales no puede permitirse ignorarlas o despreciarlas; al contrario, deben incorporarse decididamente, con valentía y sin prejuicios al discurso y a los presupuestos ideológicos de una izquierda racional, si quiere ser realmente hegemónica en la sociedad. Debemos abandonar ya la idea errónea de que la economía es ideología, o de que “los economistas están al servicio del capital”, como afirmaba recientemente un destacado líder de la izquierda. Ciertamente, existe un componente ideológico en algunas decisiones económicas, como los tipos concretos que se fijan para los impuestos o las cantidades dedicadas a transferencias, subsidios o servicios sociales. Pero la economía es una ciencia madura, en la cual existe ya un cuerpo de conocimientos consolidado (por ejemplo, oferta y demanda, formación de precios, eficiencia del mercado, papel y efectos negativos de los impuestos, retribución de los factores de producción, modelos de competencia y monopolio, papel del Estado, beneficios del comercio, papel y funcionamiento del sistema financiero, funcionamiento del mercado de trabajo y causas del paro, modelos de crecimiento económico, papel del ahorro y de la inversión, necesidad de controlar el déficit y el gasto público...) que es necesario asumir. Como toda ciencia, la economía no es una ciencia acabada; existen aún temas abiertos y de controversia (por ejemplo, las causas de los ciclos económicos y la posibilidad de controlarlos); pero se trata de cuestiones puramente técnicas que transcienden la ideología. Como advierte Mario Bunge, no podemos pasar sin una ideología, pero al menos debemos adoptar una que esté inspirada en la ciencia y sea compatible con ella.

         Ciertamente, nuestro mundo no es perfecto, y nuestro modelo de sociedad siempre podrá ser perfeccionado. Debemos hacer viable y fortalecer el estado de bienestar, a fin de eliminar la pobreza y la marginación social. Y sobre todo, es necesario que el relativo bienestar de que disfrutamos en los países desarrollados se extienda a todos los países del mundo y a todos los seres humanos; hay todavía demasiados regímenes dictatoriales y tiránicos, demasiadas élites corruptas que subyugan a sus propios pueblos y los condenan al subdesarrollo. La izquierda aún tiene mucha tarea por hacer. Existen numerosas injusticias, ilegalidades, corrupción y arbitrariedades que es necesario denunciar y contra las cuales debemos luchar. Pero si queremos que esta lucha sea eficaz, debemos llevarla a cabo desde la racionalidad, desterrando viejas utopías estériles; debemos asumir aquello que todavía es válido de la aportación de Marx y otros intelectuales de la izquierda (como la ontología materialista y la epistemología realista), asumiendo un punto de vista científico y desechando dogmas que se han visto superados por el paso del tiempo.

         He intentado en estas líneas caracterizar lo que para mí significa la izquierda y he defendido, dentro de ella, mis opciones personales. No obstante, considero que existen otras concepciones posibles e igualmente legítimas dentro de la izquierda, y no pretendo que la mía sea la única visión aceptable. Existen otras formas de defender y de luchar por los mismos valores. Por ello, la izquierda siempre ha sido rica en matices, opiniones y corrientes. Sin embargo, existe una tradición de fragmentación autodestructiva que es necesario superar: a menudo, en el seno de la izquierda, cualquier diferencia de matiz, por ligera que sea, ha significado el enfrentamiento interno, la división, la escisión, la lucha fratricida, o incluso la liquidación física del disidente. ¿Ha de ser esto siempre así? ¿Por qué los que compartimos los mismos valores no podemos aspirar a la unidad organizativa o al menos electoral? En mi opinión, las diferencias dentro de la izquierda pueden y deben superarse por medio de la crítica racional y el debate sosegado. Aunque siempre existirán las diferencias de matices, estas diferencias pueden convivir sin autodestruirse. Por ello, considero un objetivo irrenunciable la lucha por la unidad de la izquierda, de toda la izquierda, de todos los que defienden los valores de la izquierda y de todos los que se consideran partidarios de la izquierda democrática, desde los liberales de izquierda hasta los que aún se consideran marxistas pero aceptan las vías democráticas y el estado de derecho. Ya es hora de que nos planteemos la superación de la brecha originada a partir de 1917, es decir, la separación histórica entre comunistas y socialdemócratas, y de que comprendamos que los que defienden nuestros mismos valores no son enemigos ni rivales, sino compañeros, aunque podamos no estar de acuerdo con ellos en todos los detalles. La idea de unidad de toda la izquierda puede verse hoy en día como una meta utópica, pero es un objetivo plenamente realizable al cual debemos aspirar.

         No quiero acabar mi disertación sobre la derecha y la izquierda sin subrayar aquello que debe unir a todos los seres humanos por encima de las ideologías: el respeto a las personas y el diálogo, la lucha por la paz, y el rechazo a las actitudes intolerantes, fanáticas y violentas.