En primer lugar, debo expresar mi respeto hacia la opción
independentista, como hacia todas las opiniones que se expresen en libertad y
de manera pacífica, y mi defensa inequívoca del derecho de los pueblos a
decidir su futuro. Sin embargo, considero que en una época en que el futuro de
la construcción europea pasa por la cesión progresiva de la soberanía de los
estados existentes a una Europa fortalecida en un contexto de libertad,
democracia y paz, tiene poco sentido crear nuevos estados, que no serían otra
cosa que obstáculos y barreras a la convivencia. Siempre me he sentido, como
valenciano de padres castellanos y felizmente casado con una latinoamericana, partícipe
de los dos ámbitos culturales que conforman mi existencia: el ámbito catalán,
entendido en sentido amplio e integrador, como espacio cultural y lingüístico
abierto a todos los territorios que compartimos la misma lengua, por encima de
particularismos y denominaciones locales igualmente legítimas, y el español o
hispanoamericano, como una de las culturas más ricas del planeta). Desde muy
joven procuré aprender la lengua de mi país, y la cultivo y uso, junto a la mía
de origen, en cualquier tipo de situaciones. Considero igual de “míos” a Ausiàs
March, Cervantes, Salinas, Verdaguer, García Márquez, Lluís Llach, Javier
Marías, María del Mar Bonet, Màrius Torres, Pío Baroja o Estellés. Me siento
orgulloso de mi ciudadanía española, como expresión de un ámbito de convivencia
en libertad y solidaridad, y no tengo problemas para usar el término España para referirme a este ámbito de
convivencia o al estado que lo vertebra, aunque a veces uso también Estado español para no caer en
repeticiones léxicas. No obstante, no me gusta usar el término nación, porque tras varios años de
investigación y algunas publicaciones que ahora no suscribiría, no conseguí
hallar una definición satisfactoria para dicho término. No me considero
“nacionalista” porque creo que la pertenencia a un ámbito identitario no debe
ser exclusiva ni excluyente; en este sentido, recomiendo el libro de Amin
Maalouf que resumo en mi “Resum del llibre ‘Les identitats que maten. Per unamundialització que respecti la diversitat’”.
Por todo ello, considero que la opción de convivencia más
razonable, el “encaje” más adecuado entre Cataluña y el resto de España, es un
estado federal, que tan bien funciona en países como Suiza, Estados Unidos y
Alemania. Considero que el futuro de los pueblos pasa por superar las fronteras
existentes y no por crear otras nuevas.
Me preocupa, sin embargo, la postura del conjunto de los
españoles respecto al tema. Muchos, me gustaría decir que la mayoría, han
reaccionado ante la gran manifestación de Barcelona con sorpresa, admiración y
respeto. Otros han exhibido posturas más o menos destempladas. Después de
siglos ignorando o ocultando el problema catalán, o intentando barrerlo debajo
de la alfombra, muchos parecen haber despertado de su bello sueño de la “nación
española única e indivisible” y se han topado de bruces con la dura realidad.
Es curioso que ahora oigamos hablar de estado federal (como mal menor) a muchos
que nunca habían aceptado ni siquiera el estado de las autonomías.
Se plantea a los catalanes la acusación de “insolidarios”:
quieren –se dice– separarse porque son los más ricos y no desean aportar su
parte a las regiones españolas más desfavorecidas. Apuntaré de paso que la
postura oficial de Artur Mas, de reclamar el “pacto fiscal” y al mismo tiempo
apuntarse a la locomotora en marcha de la independencia, me parece
irresponsable y contradictoria; es como si en una pareja que está planificando
su presupuesto para comprar un piso, uno de ellos plantease la separación: ya
no tendría sentido comprar el piso. Sin embargo, debe recordarse que la
solidaridad es voluntaria; no puede ser impuesta. Entre otras cosas, porque si
se impone se convierte en un expolio que lastra la capacidad de desarrollo
propio de los receptores eternos de solidaridad. No es correcto que se piense
que “los catalanes, de las piedras hacen panes”, y al mismo tiempo que se
pretenda esquilmar parte de dichos panes sin preocuparse por desarrollar los
medios para fabricarlos por uno mismo.
No tiene sentido, en mi opinión, plantear argumentos como
que Cataluña independiente quedaría empobrecida, que quedaría fuera del euro,
etc. Es cierto que, en un primer momento, una Cataluña independiente quizá
perdiera parte de su cuota de mercado en el resto de España, o que algunas
grandes empresas con sede actual en Barcelona se trasladarían a Madrid. Pero no
voy a descubrir nada nuevo si recuerdo la tradición comercial e industrial de
Cataluña, y su capacidad de iniciativa para salir adelante. Y a nadie se le
puede ocultar la vocación europea de Cataluña; si así lo deseasen los
catalanes, una Cataluña independiente sería inmediatamente integrada en las
instituciones europeas e internacionales y en la moneda común, si es que no lo
estuviese ya desde el inicio por los acuerdos alcanzados.
Pero creo que el problema no es económico; se trata de un
problema fundamentalmente identitario. Es cierto que el nacionalismo, en mi
opinión, supone una exaltación, por encima de otras consideraciones, de un
concepto vago y difícil de definir como el de "nación", y que los
nacionalistas manejan una concepción esencialista y reduccionista de la
identidad como pertenencia exclusiva a una única comunidad, en este caso
nacional o lingüística, como excluyente de cualquier otra pertenencia,
haciéndolas incompatibles. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que responde a
una necesidad humana básica de autoidentificación y de pertenencia a una
colectividad. Y cuando esta autoidentificación se siente en peligro, como ha
sido históricamente en el caso catalán, surgen los conflictos, tal como
advierte Amin Maalouf en el libro citado.
Sin embargo, muchos españoles, en un ejercicio de mirar la
paja del ojo ajeno y no ver la viga en el propio, estigmatizan el nacionalismo
catalán olvidándose de que ellos mismos caen en el nacionalismo de tipo
contrario: el nacionalismo español excluyente. No me referiré aquí a los
agravios históricos –que los hay–, sino a actitudes que se manifiestan en
expresiones como la "unidad de la nación española, patria común e indivisible
de todos los españoles”, sin tener en cuenta y por encima de la voluntad de sus
miembros, la de “Cataluña es parte de España”, entendida como estructura eterna
y fosilizada, y no modificable opinen lo que opinen los catalanes o otros
pueblos hispanos, o en frases cavernícolas como el "háblame en
cristiano", "esto es España y aquí se habla el español", en la
supuesta "superioridad del español como lengua de España", etc., que
aún se oyen de vez en cuando en territorios del Estado con una lengua distinta
de la castellana. Es decir, en la negación permanente, miope y suicida de la
realidad catalana y de otros pueblos de España. Creo que, lamentablemente, en
el resto de España no se ha entendido ni se entiende a Cataluña ni a los
catalanes, ni tampoco a los vascos, y me atrevería a decir de paso que tampoco
a una parte de los valencianos. España no ha resuelto satisfactoriamente el
problema del plurilingüismo y de la existencia en su territorio de pueblos que
aspiran a una identidad propia y distinta de la que se les quiere adjudicar por
decreto o por "derecho de conquista".
Y la realidad, de la que no podemos huir, es que una parte
creciente, quizá ya mayoritaria, de catalanes –y vascos–, sea con motivos
objetivos o puramente subjetivos, se sienten agredidos respecto a su propia
identidad, sienten que España no les comprende ni les respeta, y opinan que la
única opción que les queda es la de “ser un país normal”, es decir, construir
un estado propio. Simplemente, hay muchos que han llegado al independentismo
por hartazgo, por “fatiga”, porque se sienten insatisfechos con y en el Estado
español. Por suerte, no tengo experiencia en divorcios, pero creo que cuando
alguien quiere separarse ambos miembros de la pareja suelen tener parte de
culpa, y desde luego no la tiene siempre el que promueve la separación. Y
cuando la armonía de la convivencia se rompe –si es que esta armonía existió
alguna vez–, de nada sirven los reproches.
Por ello, deben superarse las mentalidades exclusivistas
que han llevado a esta situación, y debe entrarse en una vía de entendimiento
que permita, de una vez por todas, un encaje satisfactorio entre Cataluña y
España, donde los catalanes puedan sentirse cómodos. Una opción, para mí
deseable como dije anteriormente, sería la del estado federal, un estado
plurinacional que reconociese el derecho de sus pueblos a considerarse una
“nación” (aunque ya dije que a mí no me gusta usar dicho término) y a decidir
su futuro, incluida la separación, y la igualdad efectiva de derechos de sus
ciudadanos a desarrollarse en su propia lengua y con su propia cultura.
Cámbiese la Constitución si es necesario, revísese lo que haya que revisar,
incluyendo el nombre oficial del Estado si hace falta, etc.; pero lléguese a un
acuerdo entre iguales; no entre territorios, sino entre ciudadanos con los
mismos derechos y deberes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario