La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

viernes, 14 de septiembre de 2012

Cataluña: por la libertad y el entendimiento

En Barcelona se produjo el día 11 de septiembre una movilización sin precedentes, que modifica las coordenadas políticas no solamente de Cataluña, sino las de España en su conjunto. No tiene sentido ignorarla ni intentar minimizarla con argumentos o justificaciones del tipo de que muchos manifestantes no eran propiamente independentistas, que estaban allí como protesta por la crisis, por el descontento con el fallo del Tribunal Constitucional respecto al Estatuto, etc. Ello puede ser cierto: quizá sólo un porcentaje indeterminado de los que asistieron a las movilizaciones, a la hora de verdad, no votarían a favor de la independencia; pero no es menos cierto que el lema de la convocatoria era inequívoco, y que la totalidad de los asistentes sabían a lo que iban, y no se sienten incómodos, sino más bien complacientes, con la idea de la independencia. Es necesario reconocer que, sean cuales sean las causas, una base amplísima del espectro social del catalanismo se ha desplazado claramente hacia posiciones independentistas; ya no se puede seguir pensando que el independentismo es y será siempre una opción minoritaria. Y se trata de una ola creciente. 

En primer lugar, debo expresar mi respeto hacia la opción independentista, como hacia todas las opiniones que se expresen en libertad y de manera pacífica, y mi defensa inequívoca del derecho de los pueblos a decidir su futuro. Sin embargo, considero que en una época en que el futuro de la construcción europea pasa por la cesión progresiva de la soberanía de los estados existentes a una Europa fortalecida en un contexto de libertad, democracia y paz, tiene poco sentido crear nuevos estados, que no serían otra cosa que obstáculos y barreras a la convivencia. Siempre me he sentido, como valenciano de padres castellanos y felizmente casado con una latinoamericana, partícipe de los dos ámbitos culturales que conforman mi existencia: el ámbito catalán, entendido en sentido amplio e integrador, como espacio cultural y lingüístico abierto a todos los territorios que compartimos la misma lengua, por encima de particularismos y denominaciones locales igualmente legítimas, y el español o hispanoamericano, como una de las culturas más ricas del planeta). Desde muy joven procuré aprender la lengua de mi país, y la cultivo y uso, junto a la mía de origen, en cualquier tipo de situaciones. Considero igual de “míos” a Ausiàs March, Cervantes, Salinas, Verdaguer, García Márquez, Lluís Llach, Javier Marías, María del Mar Bonet, Màrius Torres, Pío Baroja o Estellés. Me siento orgulloso de mi ciudadanía española, como expresión de un ámbito de convivencia en libertad y solidaridad, y no tengo problemas para usar el término España para referirme a este ámbito de convivencia o al estado que lo vertebra, aunque a veces uso también Estado español para no caer en repeticiones léxicas. No obstante, no me gusta usar el término nación, porque tras varios años de investigación y algunas publicaciones que ahora no suscribiría, no conseguí hallar una definición satisfactoria para dicho término. No me considero “nacionalista” porque creo que la pertenencia a un ámbito identitario no debe ser exclusiva ni excluyente; en este sentido, recomiendo el libro de Amin Maalouf que resumo en mi “Resum del llibre ‘Les identitats que maten. Per unamundialització que respecti la diversitat’”. 

Por todo ello, considero que la opción de convivencia más razonable, el “encaje” más adecuado entre Cataluña y el resto de España, es un estado federal, que tan bien funciona en países como Suiza, Estados Unidos y Alemania. Considero que el futuro de los pueblos pasa por superar las fronteras existentes y no por crear otras nuevas. 

Me preocupa, sin embargo, la postura del conjunto de los españoles respecto al tema. Muchos, me gustaría decir que la mayoría, han reaccionado ante la gran manifestación de Barcelona con sorpresa, admiración y respeto. Otros han exhibido posturas más o menos destempladas. Después de siglos ignorando o ocultando el problema catalán, o intentando barrerlo debajo de la alfombra, muchos parecen haber despertado de su bello sueño de la “nación española única e indivisible” y se han topado de bruces con la dura realidad. Es curioso que ahora oigamos hablar de estado federal (como mal menor) a muchos que nunca habían aceptado ni siquiera el estado de las autonomías. 

Se plantea a los catalanes la acusación de “insolidarios”: quieren –se dice– separarse porque son los más ricos y no desean aportar su parte a las regiones españolas más desfavorecidas. Apuntaré de paso que la postura oficial de Artur Mas, de reclamar el “pacto fiscal” y al mismo tiempo apuntarse a la locomotora en marcha de la independencia, me parece irresponsable y contradictoria; es como si en una pareja que está planificando su presupuesto para comprar un piso, uno de ellos plantease la separación: ya no tendría sentido comprar el piso. Sin embargo, debe recordarse que la solidaridad es voluntaria; no puede ser impuesta. Entre otras cosas, porque si se impone se convierte en un expolio que lastra la capacidad de desarrollo propio de los receptores eternos de solidaridad. No es correcto que se piense que “los catalanes, de las piedras hacen panes”, y al mismo tiempo que se pretenda esquilmar parte de dichos panes sin preocuparse por desarrollar los medios para fabricarlos por uno mismo. 

No tiene sentido, en mi opinión, plantear argumentos como que Cataluña independiente quedaría empobrecida, que quedaría fuera del euro, etc. Es cierto que, en un primer momento, una Cataluña independiente quizá perdiera parte de su cuota de mercado en el resto de España, o que algunas grandes empresas con sede actual en Barcelona se trasladarían a Madrid. Pero no voy a descubrir nada nuevo si recuerdo la tradición comercial e industrial de Cataluña, y su capacidad de iniciativa para salir adelante. Y a nadie se le puede ocultar la vocación europea de Cataluña; si así lo deseasen los catalanes, una Cataluña independiente sería inmediatamente integrada en las instituciones europeas e internacionales y en la moneda común, si es que no lo estuviese ya desde el inicio por los acuerdos alcanzados. 

Pero creo que el problema no es económico; se trata de un problema fundamentalmente identitario. Es cierto que el nacionalismo, en mi opinión, supone una exaltación, por encima de otras consideraciones, de un concepto vago y difícil de definir como el de "nación", y que los nacionalistas manejan una concepción esencialista y reduccionista de la identidad como pertenencia exclusiva a una única comunidad, en este caso nacional o lingüística, como excluyente de cualquier otra pertenencia, haciéndolas incompatibles. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que responde a una necesidad humana básica de autoidentificación y de pertenencia a una colectividad. Y cuando esta autoidentificación se siente en peligro, como ha sido históricamente en el caso catalán, surgen los conflictos, tal como advierte Amin Maalouf en el libro citado. 

Sin embargo, muchos españoles, en un ejercicio de mirar la paja del ojo ajeno y no ver la viga en el propio, estigmatizan el nacionalismo catalán olvidándose de que ellos mismos caen en el nacionalismo de tipo contrario: el nacionalismo español excluyente. No me referiré aquí a los agravios históricos –que los hay–, sino a actitudes que se manifiestan en expresiones como la "unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, sin tener en cuenta y por encima de la voluntad de sus miembros, la de “Cataluña es parte de España”, entendida como estructura eterna y fosilizada, y no modificable opinen lo que opinen los catalanes o otros pueblos hispanos, o en frases cavernícolas como el "háblame en cristiano", "esto es España y aquí se habla el español", en la supuesta "superioridad del español como lengua de España", etc., que aún se oyen de vez en cuando en territorios del Estado con una lengua distinta de la castellana. Es decir, en la negación permanente, miope y suicida de la realidad catalana y de otros pueblos de España. Creo que, lamentablemente, en el resto de España no se ha entendido ni se entiende a Cataluña ni a los catalanes, ni tampoco a los vascos, y me atrevería a decir de paso que tampoco a una parte de los valencianos. España no ha resuelto satisfactoriamente el problema del plurilingüismo y de la existencia en su territorio de pueblos que aspiran a una identidad propia y distinta de la que se les quiere adjudicar por decreto o por "derecho de conquista". 

Y la realidad, de la que no podemos huir, es que una parte creciente, quizá ya mayoritaria, de catalanes –y vascos–, sea con motivos objetivos o puramente subjetivos, se sienten agredidos respecto a su propia identidad, sienten que España no les comprende ni les respeta, y opinan que la única opción que les queda es la de “ser un país normal”, es decir, construir un estado propio. Simplemente, hay muchos que han llegado al independentismo por hartazgo, por “fatiga”, porque se sienten insatisfechos con y en el Estado español. Por suerte, no tengo experiencia en divorcios, pero creo que cuando alguien quiere separarse ambos miembros de la pareja suelen tener parte de culpa, y desde luego no la tiene siempre el que promueve la separación. Y cuando la armonía de la convivencia se rompe –si es que esta armonía existió alguna vez–, de nada sirven los reproches. 

Por ello, deben superarse las mentalidades exclusivistas que han llevado a esta situación, y debe entrarse en una vía de entendimiento que permita, de una vez por todas, un encaje satisfactorio entre Cataluña y España, donde los catalanes puedan sentirse cómodos. Una opción, para mí deseable como dije anteriormente, sería la del estado federal, un estado plurinacional que reconociese el derecho de sus pueblos a considerarse una “nación” (aunque ya dije que a mí no me gusta usar dicho término) y a decidir su futuro, incluida la separación, y la igualdad efectiva de derechos de sus ciudadanos a desarrollarse en su propia lengua y con su propia cultura. Cámbiese la Constitución si es necesario, revísese lo que haya que revisar, incluyendo el nombre oficial del Estado si hace falta, etc.; pero lléguese a un acuerdo entre iguales; no entre territorios, sino entre ciudadanos con los mismos derechos y deberes.
 
Pero quizá la locomotora que se puso en marcha el 11 de septiembre ya no pueda detenerse. Quizá ya pasó el momento, y se desaprovechó la oportunidad histórica de convivencia en un mismo estado. Si ello fuera así, contémplese la situación sin dramatismo, sin pensar que se rompe una parte de cada uno; no quedaría otro camino que el del sentido común (el seny) y, de nuevo, el del entendimiento. Por una parte, Cataluña no puede declarar la independencia de manera unilateral e ilegal, pues ello implicaría el rechazo internacional y el aislamiento. Pero por la otra, España no tendría otra opción que la de entrar en la vía de la negociación. En estos días también he oído voces histéricas recordando la inconstitucionalidad de las pretensiones de los catalanes, e incluso llamando a la intervención del ejército evocando su papel garante de la “unidad territorial de la nación española”. Seamos sensatos; si el pueblo catalán, o mañana el vasco o cualquier otro, reafirmase de manera repetida e inequívoca, bien sea por medio de movilizaciones pacíficas, de elecciones, de referéndum, etc., su voluntad de independencia, ¿alguien cree realmente que iba a ser impedimento, a medio o largo plazo, una constitución o un ejército?; ¿alguien en su sano juicio estaría dispuesto a iniciar una guerra contra Cataluña, o quizá también y simultáneamente contra el País Vasco, bajo el grito de “la maté porque era mía”?; ¿pero es que alguien cree que nos encontramos en los tiempos de los tercios de Flandes? Lo lógico, y lo deseable, sería que se actuase como en una ruptura de una pareja que desea separarse de manera civilizada. Se entraría –deseo y quiero esperar– en una vía de diálogo y negociación, donde los partidos españoles mayoritarios no tendrían más remedio que aceptar la situación; se modificaría la Constitución allá donde hiciera falta o incluso se sustituiría, y se negociarían, conjuntamente con las instituciones europeas, los aspectos económicos del asunto (deuda externa, moneda, etc.), de manera que la separación se realizase con los menores traumas posibles. Lo contrario, sería caer en la locura y en el suicidio colectivo.

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