La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

lunes, 25 de abril de 2011

Comentario crítico a Sartorius (I): ¿Existe la dictadura de los mercados?

Existe en el seno de la izquierda una corriente de opinión muy extendida que, sin cuestionar necesariamente el sistema capitalista, podría resumirse en los siguientes puntos:
1. Estamos sometidos a una dictadura de los mercados, que suplantan la voluntad democrática de los gobiernos y les obligan a tomar medidas impopulares, como el recorte de servicios sociales, en beneficio de unos pocos.
2. El Estado debería aumentar los impuestos, sobre todo a los más ricos, y en especial a las rentas de capital.
3. Existe una casta de especuladores que siempre gana, cuyas actividades deberían limitarse, controlarse y, en último caso, prohibirse.
4. Debería existir una banca pública, o bien la banca debería ser completamente estatalizada.
5. Los mismos que han provocado la crisis con su avaricia (los bancos, los especuladores o el neoliberalismo, entendido todo ello en un sentido muy abstracto y poco definido) son los que pretenden imponer sus medidas para resolverla.
6. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres.

Según esta línea de pensamiento, a mi modo de ver globalmente errónea y demasiado simplista, la democracia está siendo secuestrada por ciertos entes misteriosos e impersonales llamados “los mercados”, que gobiernen el mundo y imponen su política “por encima de los estados y de los ciudadanos” y, que, por tanto, es necesario controlar, fiscalizar y, en caso extremo, prohibir. Se agita un espantajo llamado “neoliberalismo”, al cual se acusa de todos los males de nuestra sociedad. Los gobiernos europeos, y en particular el Gobierno español, imponiendo las medidas “neoliberales”, han cedido a las presiones de los mercados y los especuladores, se han vendido “al capital” y han traicionado y defraudado a las clases populares y a “la juventud”.

De ser cierto el mensaje que dichas ideas transmiten, deberíamos castigar a los partidos y a los gobiernos que propugnan estas políticas, e incluso deberíamos cuestionarnos todo el sistema capitalista. En cuanto a todo lo que pudiesen tener de cierto, deberíamos asumir una postura crítica y proponer las rectificaciones que fueren necesarias contra las políticas adoptadas. Pero si estas ideas son erróneas, o en todo lo que tengan de equivocadas, sería necesario criticarlas porque tendrían un efecto disgregador y autodestructivo para la propia izquierda, en cuanto que suministrarían armamento para la derecha y desenfocarían los objetivos de los que luchamos por los valores de la izquierda.

Pongamos por ejemplo: si efectivamente existe una dictadura de los mercados, habremos de luchar contra ella en los términos en que se lucha contra cualquier dictadura. Pero si no existe dicha dictadura, excepto en términos de metáfora o como titular periodístico, y nos empeñamos en luchar contra ella, estaremos luchando contra un fantasma o contra un espantajo, como Don Quijote contra los molinos de viento, y desperdiciaremos nuestras energías, que serán necesarias para luchar contra las auténticas injusticias, confundiéndonos respecto a nuestros verdaderos enemigos; además, nos encontraremos desorientados para ofrecer soluciones reales para los problemas reales de la gente.

Preocupado por la desorientación ideológica y por la dispersión que se observa entre la izquierda (v., en este mismo blog “La frustrante dispersión en la izquierda, hace un tiempo que me propuse hacer un análisis crítico de estas ideas acudiendo, en la medida de mis posibilidades, a las fuentes. Y lo que expondré serán las conclusiones a las que he llegado.

Sobre el punto 5 (los orígenes, las causas y las soluciones de la crisis, tema excesivamente complejo para despacharlo con una frase tan simple), espero poder ir realizando la lectura y comentarios de algunos de los libros que sobre la crisis se han publicado, el primero de los cuales comenté en la entrada “Resumen y comentario crítico del libro ‘Una crisis y cinco errores’. Respecto al punto 6, aunque pueda ser verdadero en términos relativos, lo que debe realmente interesarnos es que cada vez haya más gente que va saliendo de la pobreza en términos absolutos, lo cual también es completamente cierto (prometo dedicar una futura entrada sobre ello). Sobre los cuatro primeros puntos, he encontrado adecuado hacer un comentario crítico a la entrevista realizada a Nicolás Sartorius en el diario Público el día 19 de diciembre de 2010 (http://www.publico.es/352392/deben-ser-los-ciudadanos-y-no-los-mercados-los-que-dirijan), comentario que desarrollaré en ésta y en sucesivas entradas del blog.

Para que los lectores puedan tener una idea clara de las opiniones comentadas, reproduzco en cursiva el texto original completo de la entrevista (he cambiado el orden de algún párrafo o frase para agrupar los de la misma temática), y a continuación, en tipo de letra normal, mis propios comentarios.

"Deben ser los ciudadanos y no los mercados los que dirijan"
Nicolás Sartorius. Fundador de CCOO y ex diputado. Defiende una nueva gobernanza global, que no esté dirigida por los mercados, para frenar las desigualdades sociales y la destrucción del medio ambiente
Amparo Estrada. Madrid 19/12/2010 09:00

Nicolás Sartorius ha coordinado, desde la Fundación Alternativas, a un grupo de expertos que plantean medidas distintas a las que están tomando los Gobiernos para lograr una gobernanza global desde una visión progresista.
Nicolás Sartorius (Madrid, 1938), ex diputado por el PCE e IU y cofundador de Comisiones Obreras, uno de los diez condenados durante la dictadura franquista en el Proceso 1001, junto con Marcelino Camacho y otros ocho miembros de CCOO, reclama un cambio en la globalización que conduzca a "un mundo más equitativo, sostenible y democrático. Porque ha crecido la riqueza pero está repartida de manera inasumible, y con la crisis hemos retrocedido". Si los mercados actúan de forma global, las decisiones de un país solo no bastan. "Este modelo de globalización está dirigido por fuerzas que no han sido elegidas ni responden a los intereses de la gente. Uno de los ejes centrales de nuestra propuesta de globalización es que el proceso lo tienen que dirigir las fuerzas políticas, los Estados, los ciudadanos y no los mercados. Eso es lo que no está ocurriendo.

En mi opinión, esta visión es completamente falsa y está alejada de la realidad, y no tiene para nada en cuenta lo que son y como funcionan realmente los mercados. En primer lugar, no hay un ente con voluntad propia ni política unitaria propia llamado “los mercados”. Lo que se ha venido a llamar los mercados (financieros, en este caso) son los medios y mecanismos por los cuales se canalizan los fondos de dinero desde los ahorradores hasta los que necesitan estos fondos bien sea para inversión o para gastos de consumo. A los mercados puede concurrir, pues, cualquier persona física o jurídica, entidad privada o pública, que deposite sus ahorros en un banco, que compre una letra del Tesoro o un “bono patriótico”; los que quieran invertir sus ahorros en fondos de inversiones o de pensiones o en acciones de empresas sólidas, o bien aquéllos que prefieran jugarse su dinero comprando o vendiendo, muchas veces sin la adecuada formación y preparación, contratos de futuros u opciones “vainilla”, o vendiendo a la baja. Igualmente concurren a los mercados financieros los que piden un préstamo para comprar un piso o un coche o para montar o ampliar una empresa, o los que quieren buscar financiación colocando nuevas acciones, los estados o instituciones que quieren financiar su déficit, etc. Sin los mercados financieros, este flujo de fondos (desde los ahorradores a los que necesitan dinero) no existiría, y toda la economía se paralizaría.

En cuanto a mecanismos de intercambio, o teniendo en cuenta la variedad de los que participan, no puede ser cierto que los “mercados actúan de manera global”, en el sentido de que tengan una voluntad global unitaria que quieran imponer a todo el mundo y a todos los gobiernos. Esto es una caricaturización grosera de lo que sí que es verdad, y completamente positivo: que los mercados son globales, es decir, que cualquier inversor de Europa, Japón, Australia, Brasil o la India puede comprar o vender acciones, bonos, etc. de Europa, Japón, Australia, Brasil o la India, o de cualquier país del mundo, sin fronteras, e igualmente cualquiera puede vender sus productos o servicios a cualquier otro en cualquier lugar donde se encuentre, a pesar de ciertas limitaciones proteccionistas que aún existen. Esta “globalización económica” favorece a todos, y especialmente a los países del Tercer Mundo necesitados de capital y de inversión exterior, imprescindible para su desarrollo dada su escasa capacidad de ahorro. Está claro que sería deseable que la globalización no fuera exclusivamente financiera o económica, sino que la libertad de circulación de capital se extendiese a la libertad de circulación de las personas, las ideas, la cultura, etc. Pero eso ya es decisión de cada gobierno y de cada país en concreto, y desgraciadamente hay muchos países y gobiernos, generalmente no democráticos, que prefieren cerrarse en ellos mismos y mantener su población en la dominación, el atraso y el oscurantismo.

Por otro lado, hay que resaltar que “los mercados”, no teniendo una voluntad propia unitaria, difícilmente pueden imponerse por encima de los gobiernos o de los ciudadanos. Los mercados son libres, en el sentido de que cualquiera puede participar en ellos, en la medida de su capacidad de ahorro o de sus necesidades financieras; afortunadamente, no hay ningún requisito “de sangre”, ni de linaje, ni de casta, ni tan siquiera ninguna limitación económica para participar: cualquiera puede dedicar 100 euros que le sobren un mes a comprar participaciones en un fondo de inversión o a hacer un depósito bancario, o puede pedir un préstamo para comprarse una lavadora a plazos. Y de la concurrencia libre de todos los participantes en los mercados financieros se forman los “precios de mercado” (en este caso, los precios de los distintos activos financieros o su contrapartida, los intereses o rentabilidad esperada de los mismos), única manera racional de determinar un precio justo. Si en un momento determinado hay más personas o entidades que quieren vender acciones de Telefónica, el precio de éstas bajará, y al revés; igualmente, si hay muchas personas que quieren comprar bonos de Alemania, el precio de estos subirá (y por tanto, su rentabilidad bajará.

Además, los mercados regulados (por ejemplo, la bolsa o los mercados de divisas) son, en general, completamente transparentes. En todo momento puede consultarse la última cotización y los precios de compra y venta de cualquier activo financiero que cotice en mercados regulados (acciones, letras del Tesoro, bonos, divisas...); en todo momento puede saberse el tipo de interés de un depósito y de un préstamo bancario, etc. De todas formas, quien tenga dudas sobre la transparencia o, incluso, de la justeza de los mercados financieros, o quien no los comprenda, siempre tiene la opción de guardarse sus ahorros en un calcetín y de no pedir nunca ningún préstamo. Ahora bien, lo que es obvio es que quien participe debe aceptar sus reglas, sobre todo la regla de la formación de precios por medio de la competencia: cualquier ahorrador preferirá depositar sus ahorros, a igualdad de rentabilidad, en el Banco de Santander que en Banca la Tía Pepeta de la Esquina; y entre el Banco de Santander o el BBVA, preferirá aquél que le de más interés por sus depósitos o que le conceda el préstamo más barato. De la misma forma, los inversores institucionales, los grandes bancos y los gestores de grandes fondos de inversión o de pensiones tienen la obligación de velar por los intereses de los depositantes y ofrecerles la máxima rentabilidad al mínimo riesgo posible (si no es así, los inversores simplemente cambiarán de fondo): entre un bono de Grecia o España y uno de Alemania preferirían éste a aquéllos si ofreciesen la misma rentabilidad, porque opinan que Alemania ofrece una fiabilidad más alta para devolver lo prestado y pagar los intereses; por tanto, para que Grecia o España puedan colocar sus bonos, necesariamente deberán hacerlo ofreciendo una mayor rentabilidad, y cuando cotizan en bolsa, los bonos griegos o españoles tendrán un precio más bajo que los alemanes, o lo que es lo mismo, una rentabilidad más alta; de ahí la rentabilidad diferencial o el diferencial de rentabilidad entre España o Grecia y Alemania.

Ciertamente, como cualquier institución humana, los participantes en los mercados financieros no son siempre completamente racionales. A corto plazo, los precios y las rentabilidades oscilan de una manera aleatoria, producto de la suma de decisiones de los múltiples participantes en el mercado. Evidente, la decisión de vender o comprar deuda de España o acciones de Repsol de un gran inversor institucional tiene mucha más influencia en el precio a corto plazo del activo financiero que la misma decisión si la toma un pequeño inversor individual; pero incluso las decisiones de compra o de venta de los grandes inversores no se toman de manera concertada, sino que son producto de las perspectivas positivas o negativas que cada uno en particular tenga con respecto al valor en cuestión. Lo que sucede a veces es que una gran parte de los participantes en los mercados se ven arrastrados en períodos más o menos largos de euforia desmesurada o de pesimismo injustificado, y por eso se producen épocas o momentos de burbujas bursátiles irracionales o de colapsos producto de un pánico igualmente injustificado. Muchos participantes en el mercado actúan a veces bajo el llamado “efecto ganado”, por el cual las decisiones que se observan como prevalecientes en un momento determinado se ampliaran como una bola de nieve; este “efecto ganado” afecta sobre todo a muchos gestores institucionales, cuyos emolumentos e incluso cuyo puesto de trabajo dependen de los resultados a corto plazo: si un gestor de un determinado fondo de inversión o de pensiones se equivoca en una decisión a corto plazo vendiendo deuda de España o comprando acciones de Terra, pero eso era la “moda” en aquellos días, no sufrirá el “castigo” de sus superiores o de los clientes en la misma medida que si la decisión la tomó en contra de la opinión general. Pero después de estos episodios de irracionalidad generalizada, las aguas vuelven a su cauce, y los precios y las rentabilidades vuelven a su nivel llamado “fundamental” (por otro lado, muy difícil de determinar), según el cual los bonos de España deben ofrecer una determinada rentabilidad superior a la de Alemania, simplemente porque la economía alemana, al menos en el momento actual, ofrece unas garantías superiores a las de España de poder devolver los préstamos representados por el bono, y el conjunto (o la media) de los inversores estarán dispuestos a prestar dinero a España sólo a esta rentabilidad superior. Precisamente, los seguidores del estilo de inversión más racional, llamado “inversión en valor” (Benjamin Grahan, Warren Buffett...), intentan aprovecharse de estas oscilaciones para obtener una rentabilidad superior a la media comprando valores que consideran que se encuentran momentáneamente infravalorados para venderlos cuando alcanzan un precio más razonable, actividad completamente legal y legítima, y beneficiosa en cuanto que tiene un efecto estabilizador sobre las cotizaciones.

Por ello, los llamados “ataques” del mercado contra el euro, contra España, o contra cualquier valor no existen más que de manera figurada o en la mente de determinados periodistas poco formatos en economía: no hay ningún grupo de “especuladores” que un día se reúnan para “atacar” al euro o a tal o cual país; simplemente, ante una mala noticia, la mayoría de los participantes en el mercado que ofrecen fondos monetarios reaccionan quizá exageradamente con desconfianza ante los bonos españoles y deciden venderlos, de manera que los precios de los bonos bajan (y por tanto, la rentabilidad de estos bonos, y el diferencial con respecto a Alemania sube). Posiblemente, el “efecto ganado” producirá una reacción pendular que hará que el precio del bono español baje mucho más allá de lo que sería razonable, y esto no de manera continua, sino con los característicos dientes de sierra de los gráficos de las cotizaciones, de manera que los que vendieron en los momentos altos de la cotización probablemente podrán recomprar el valor cuando la cotización haya caído con el consiguiente beneficio, mientras que los que han vendido en el momento más bajo arrastrados por el pánico general probablemente habrán perdido mucho dinero. Y eso es el que se observa en la realidad: en los momentos peores de la crisis de la deuda de 2010, el diferencial del bono español con respecto al alemán se disparaba por encima de toda medida racional, y al cabo de unos días volvía a un valor más normal, de la misma manera que la cotización del IVEX 35 se elevaba a valores exorbitantes por encima de los 15.000 puntos durante el verano de 2007, para caer por debajo de los 7.000 en la primavera de 2009 y volver a un nivel intermedio entorno a los 10.500 en 2011. Pero la prueba de que no hay ninguna acción concertada global es por cada operación de compra hay una de venta; es decir, mientras un “especulador” compra hay otro que vende, según sea su apreciación de la evolución futura. Uno de los dos acertará y ganará; el otro fallará y perderá. Pero es imposible que los dos estén de acuerdo en algo más que en el precio de compraventa.

Por tanto, no es cierto tampoco que “este modelo de globalización está dirigido por fuerzas que no han sido elegidas ni responden a los intereses de la gente”. Por mucho que se diga, las decisiones políticas y económicas, buenas o malas, las toman los gobiernos, sean o no democráticos. Respetando los acuerdos internacionales, cada estado es soberano para fijar su política fiscal y monetaria (salvando la excepción de la política monetaria común del área euro), y un gobierno puede elegir entre seguir una política fiscal estricta controlando la deuda pública o embarcarse en un gasto desmesurado provocador de déficit y que dispare la deuda. Sin embargo, evidentemente, si elige este segundo camino, deberá depender necesariamente de los préstamos de los ahorradores, es decir, deberá acudir a los mercados financieros para emitir letras del Tesoro o bonos que financien la deuda. Y ni que decir tiene que, cuanto más despilfarradora sea la política económica de un país, los inversores desconfiarán cada vez más de la capacidad del país de pagar los intereses y de devolver el capital, y “exigirán” una rentabilidad más alta por los fondos prestados, tanto en el mercado de emisión primario (cuando se emiten los bonos por primera vez) como en el mercado secundario (cuando cotizan en bolsa y los inversores venden en masa los bonos de un país, provocando una caída de los precios y un aumento de rentabilidad a la que se compran). Y si la política irresponsable continúa, es probable que al final el estado afectado no pueda colocar nuevos bonos si no es a un interés exorbitante que probablemente no se podrá pagar, cosa que provocará la ruina del país y de sus habitantes.

Al final, el que presta (los mercados que compran la deuda pública) imponen su política.

Ya hemos visto que los mercados, como tales, no pueden tener ninguna voluntad propia, puesto que no son más que los mecanismos de intercambio y de flujo de fondos; tampoco los participantes en el mercado tienen una voluntad unitaria, puesto que mientras que unos venden, otros compran, según las expectativas acertadas o erróneas que se hayan formado.

En definitiva, cualquier gobierno, como cualquier persona o familia, es libre de seguir una política despilfarradora en gasto o bien restrictiva ajustando sus gastos a los ingresos y a lo que puede producir; pero debe ser consciente de que aumentar el déficit de manera indefinida equivale a conducir a la familia o al país a la ruina. No se puede decir, salvo de manera metafórica y en un sentido completamente laxo, que las medidas de restricción del gasto y de reformas económicas que inició el año pasado el gobierno español (medidas en su mayor parte tardías e incompletas) han sido “impuestas” por los mercados; han sido impuestas por la realidad de tener que colocar la deuda española a unos intereses que, de otra manera, se hubieran disparado haciendo insoportable la situación para la economía española. Cuando Zapatero o Elena Salgado se reunieron con grandes inversores para convencerlos de la solvencia del Estado español, lo hicieron, no para escuchar las “órdenes” ni las “medidas o la política que impone el mercado”, sino para intentar colocar la deuda española al interés más bajo posible. La mayoría de los inversores y de los economistas, y cualquier persona mínimamente informada que no se deje llevar por ideologías preconcebidas, coincidieron en que las medidas de restricción del gasto y de reformas, aunque dolorosas, eran necesarias para evitar que el precio de nuestros bonos se disparase, lo cual hubiera aumentado los intereses que hubiéramos debido pagar por la deuda emitida y eventualmente hubiera llevado al país a no poder hacer frente a los pagos y a quedarse sin financiación; esto nos hubiera obligado a un “rescate”, por parte de los fondos europeos, como ha sucedido en Grecia, Irlanda y ahora Portugal, lo cual nos habría obligado de manera inevitable a unos recortes mucho más intensos y dolorosos.

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