La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830. Museo del Louvre, París)

miércoles, 20 de febrero de 2013

Los ciudadanos exigimos soluciones

Estamos ya cansados de discursos, de prédicas y de monsergas, y exigimos soluciones a los problemas más acuciantes del país; en particular, al más dramático y preocupante, consecuencia directa de la crisis y origen de otros males que pueden llegar a ser trágicos: el paro. 

Y seamos claros: ni los economistas ni los políticos tienen una receta única y aceptada universalmente para resolver el paro y salir de la crisis, porque si la tuvieran, la expondrían claramente y ya la hubiesen aplicado; pero sí que tienen los medios para acercarse a la solución, que son el raciocinio y el método científico. Olvídense de prejuicios ideológicos, de intereses partidistas, y utilícenlos.

Existen, al menos, dos teorías económicas principales razonables sobre el origen de la crisis y las posibles soluciones: la teoría keynesiana y las teorías liberales plasmadas en su versión más coherente por la Escuela Austríaca de Economía; y digo razonables en el sentido de que existen distinguidos economistas, muchos de ellos con la aureola de su cátedra o incluso de sus premios Nobel correspondientes (no me refiero ahora a otras opciones que han demostrado su fracaso tanto teórico como práctico) que mantienen la una o la otra. La primera es defendida, de manera más o menos coherente, por los partidos socialdemócratas; la segunda no tiene representación política parlamentaria, puesto que aunque el Partido Popular se presentó con un programa "liberal" en la economía (aunque profundamente conservador y reaccionario en muchos otros aspectos), en la práctica ha llevado a cabo ciertos recortes en terrenos que deberían haber sido los últimos en ser recortados, ha mantenido intacta la estructura burocrática de un Estado hipertrofiado e ineficiente y ha engañado a sus electores con una subida masiva de impuestos en tiempos de crisis contraria a toda lógica económica.

Pero veamos: ambas teorías no pueden ser al mismo tiempo correctas. ¿Está el origen de la crisis en la "avaricia" de los "mercados" y los "especuladores", o en la manipulación de los tipos de interés por parte de los bancos centrales? ¿El problema es la falta de gasto o la escasez de ahorro? ¿Deben subirse los impuestos "a los ricos", o deben bajarse todo tipo de impuestos, sobre todo los que lastran el ahorro y la inversión? ¿La reforma laboral, ha provocado más paro aún, o bien se ha quedado corta? ¿Debe mantenerse, o incluso incrementarse, el gasto público solicitando para ello una moratoria en los compromisos de recorte del déficit, o debe reducirse decididamente el tamaño del Estado? ¿Puede el Estado impulsar por sí mismo el crecimiento, o deben liberalizarse todos los mercados a fin de que los empresarios puedan llevar a cabo sus proyectos y absorber el paro existente? A cada una de estas preguntas, y a otras muchas más que podríamos formular, cada una de las escuelas económicas en liza (la keynesiana y la liberal) nos dan respuestas contradictorias en un debate academicista y estéril que se prolonga desde hace décadas, mientras que nuestros políticos –de todo el arco parlamentario– están completamente desorientados, instalados en la ignorancia, en la ineptitud o en la indecisión, con propuestas incoherentes con lo que hicieron cuando gobernaban o con prácticas completamente contrarias a lo que prometieron, en un permanente diálogo de sordos que ya no interesa a nadie. Son indudablemente cuestiones complejas, pero a todas ellas debe haber una respuesta correcta, y sólo una, y ésta es independiente de la ideología o de los apriorismos; son cuestiones puramente técnicas, que deben abordarse, como ya he dicho, mediante la razón y el método científico.

No me voy a mantener neutral entre una postura o la otra, y no voy a ocultar mi mayor proximidad, después de algunos años de estudio, lectura y reflexión, por las propuestas liberales. En otra ocasión expondré con más detalle los motivos de esta opción personal. Pero lo que menos importa ahora es lo que yo opine; yo no soy economista ni político. Tampoco importa demasiado lo que opinan los políticos, porque la mayoría tampoco son expertos en la materia. No voy a ser yo el que pretenda desoír el resultado de las urnas, ni clamar por un gobierno de tecnócratas. Pero, como ciudadano, sí que exijo que se aclaren entre ellos, que olviden sus rencillas, sus intereses electorales particulares y sus ansias de poder, y que intenten buscar soluciones consensuadas, que solamente pueden venir por la vía técnica. También me siento en la obligación de pedir a los economistas que dejen la torre de marfil de sus cátedras y que bajen a la arena pública, al debate y a la confrontación de ideas con sus compañeros de claustro, con sus adversarios teóricos, e ilustren con su saber, quizá también con sus dudas, al conjunto de la sociedad. Ya sé que muchos economistas han intentado contribuir con sus libros o con sus artículos ofreciendo análisis y propuestas, desde la perspectiva de cada uno, en muchos casos muy valiosas. Pero ahora eso no basta; hay que mojarse, comprometerse en el debate en la calle, y quizá en la tareas de gobierno.

Los líderes de unos partidos y otros, por encima de la refriega parlamentaria, se han ofrecido la colaboración en diversos aspectos. Pero el terreno donde más urge la colaboración es el económico. Convoquen urgentemente comisiones paritarias de economistas de prestigio de una y otra opción, incluyendo también a aquéllos que puedan mantener una posición ecléctica. Promuevan el debate público y abierto. En nuestro país existen suficientes profesionales de la economía que puedan aproximarse a soluciones que nunca serán mágicas, que pueden no ser completas ni definitivas, pero que pueden indicarnos el camino. También existen ya suficientes experiencias de países que han seguido unas políticas u otras; obsérvense los resultados obtenidos, teniendo en cuenta las circunstancias de cada país. Confróntese las ideas y los datos con verdadero espíritu crítico, de servicio a la sociedad, por encima del prestigio profesional y de los intereses de capilla. Y después, los políticos, siempre respetando los resultados de las urnas y las mayorías parlamentarias, olvídense de sus intereses electoralistas y pongan por encima los intereses del país; expliquen con claridad a la ciudadanía los resultados y las conclusiones, aunque sean parciales, de los expertos, y pónganlas en práctica, por muy impopulares que puedan parecer. Todo esto no nos garantizará resultados infalibles e inmediatos, pero cualquier cosa es preferible al marasmo actual. La sociedad se lo exige.

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