Y seamos claros: ni los economistas
ni los políticos tienen una receta única y aceptada universalmente para
resolver el paro y salir de la crisis, porque si la tuvieran, la expondrían
claramente y ya la hubiesen aplicado; pero sí que tienen los medios para
acercarse a la solución, que son el raciocinio y el método científico.
Olvídense de prejuicios ideológicos, de intereses partidistas, y utilícenlos.
Existen, al menos, dos
teorías económicas principales razonables sobre el origen de la crisis y las
posibles soluciones: la teoría keynesiana y las teorías liberales plasmadas en
su versión más coherente por la Escuela Austríaca de Economía; y digo razonables
en el sentido de que existen distinguidos economistas, muchos de ellos con la
aureola de su cátedra o incluso de sus premios Nobel correspondientes (no me
refiero ahora a otras opciones que han demostrado su fracaso tanto teórico como
práctico) que mantienen la una o la otra. La primera es defendida, de manera
más o menos coherente, por los partidos socialdemócratas; la segunda no tiene
representación política parlamentaria, puesto que aunque el Partido Popular se
presentó con un programa "liberal" en la economía (aunque
profundamente conservador y reaccionario en muchos otros aspectos), en la
práctica ha llevado a cabo ciertos recortes en terrenos que deberían haber sido
los últimos en ser recortados, ha mantenido intacta la estructura burocrática
de un Estado hipertrofiado e ineficiente y ha engañado a sus electores con una
subida masiva de impuestos en tiempos de crisis contraria a toda lógica
económica.
Pero veamos: ambas teorías no
pueden ser al mismo tiempo correctas. ¿Está el origen de la crisis en la
"avaricia" de los "mercados" y los
"especuladores", o en la manipulación de los tipos de interés por
parte de los bancos centrales? ¿El problema es la falta de gasto o la escasez
de ahorro? ¿Deben subirse los impuestos "a los ricos", o deben
bajarse todo tipo de impuestos, sobre todo los que lastran el ahorro y la
inversión? ¿La reforma laboral, ha provocado más paro aún, o bien se ha quedado
corta? ¿Debe mantenerse, o incluso incrementarse, el gasto público solicitando
para ello una moratoria en los compromisos de recorte del déficit, o debe
reducirse decididamente el tamaño del Estado? ¿Puede el Estado impulsar por sí
mismo el crecimiento, o deben liberalizarse todos los mercados a fin de que los
empresarios puedan llevar a cabo sus proyectos y absorber el paro existente? A
cada una de estas preguntas, y a otras muchas más que podríamos formular, cada
una de las escuelas económicas en liza (la keynesiana y la liberal) nos dan
respuestas contradictorias en un debate academicista y estéril que se prolonga
desde hace décadas, mientras que nuestros políticos –de todo el arco
parlamentario– están completamente desorientados, instalados en la ignorancia,
en la ineptitud o en la indecisión, con propuestas incoherentes con lo que
hicieron cuando gobernaban o con prácticas completamente contrarias a lo que
prometieron, en un permanente diálogo de sordos que ya no interesa a nadie. Son
indudablemente cuestiones complejas, pero a todas ellas debe haber una
respuesta correcta, y sólo una, y ésta es independiente de la ideología o de
los apriorismos; son cuestiones puramente técnicas, que deben abordarse, como
ya he dicho, mediante la razón y el método científico.
No me voy a mantener neutral entre
una postura o la otra, y no voy a ocultar mi mayor proximidad, después de
algunos años de estudio, lectura y reflexión, por las propuestas liberales. En
otra ocasión expondré con más detalle los motivos de esta opción personal. Pero
lo que menos importa ahora es lo que yo opine; yo no soy economista ni político.
Tampoco importa demasiado lo que opinan los políticos, porque la mayoría
tampoco son expertos en la materia. No voy a ser yo el que pretenda desoír el
resultado de las urnas, ni clamar por un gobierno de tecnócratas. Pero, como
ciudadano, sí que exijo que se aclaren entre ellos, que olviden sus rencillas,
sus intereses electorales particulares y sus ansias de poder, y que intenten
buscar soluciones consensuadas, que solamente pueden venir por la vía técnica. También
me siento en la obligación de pedir a los economistas que dejen la torre de
marfil de sus cátedras y que bajen a la arena pública, al debate y a la
confrontación de ideas con sus compañeros de claustro, con sus adversarios teóricos,
e ilustren con su saber, quizá también con sus dudas, al conjunto de la
sociedad. Ya sé que muchos economistas han intentado contribuir con sus libros o
con sus artículos ofreciendo análisis y propuestas, desde la perspectiva de
cada uno, en muchos casos muy valiosas. Pero ahora eso no basta; hay que
mojarse, comprometerse en el debate en la calle, y quizá en la tareas de
gobierno.
Los líderes de unos partidos
y otros, por encima de la refriega parlamentaria, se han ofrecido la colaboración
en diversos aspectos. Pero el terreno donde más urge la colaboración es el económico.
Convoquen urgentemente comisiones paritarias de economistas de prestigio de una
y otra opción, incluyendo también a aquéllos que puedan mantener una posición ecléctica.
Promuevan el debate público y abierto. En nuestro país existen suficientes
profesionales de la economía que puedan aproximarse a soluciones que nunca serán
mágicas, que pueden no ser completas ni definitivas, pero que pueden indicarnos
el camino. También existen ya suficientes experiencias de países que han
seguido unas políticas u otras; obsérvense los resultados obtenidos, teniendo
en cuenta las circunstancias de cada país. Confróntese las ideas y los datos con
verdadero espíritu crítico, de servicio a la sociedad, por encima del prestigio
profesional y de los intereses de capilla. Y después, los políticos, siempre
respetando los resultados de las urnas y las mayorías parlamentarias, olvídense
de sus intereses electoralistas y pongan por encima los intereses del país;
expliquen con claridad a la ciudadanía los resultados y las conclusiones,
aunque sean parciales, de los expertos, y pónganlas en práctica, por muy
impopulares que puedan parecer. Todo esto no nos garantizará resultados infalibles
e inmediatos, pero cualquier cosa es preferible al marasmo actual. La sociedad
se lo exige.
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